Los directores ejecutivos están muy conscientes de que, conforme empeora el ambiente geopolítico, todo el dinero y los esfuerzos que han invertido en construir sus empresas en China podrían estar en peligro.
LA AGENCIA Nacional de Seguridad (NSA) de Estados Unidos tuvo noticias del ataque casi de inmediato. En julio pasado se puso en marcha un enorme ataque cibernético contra el servidor de correo electrónico de Microsoft Exchange y, en pocas horas, la NSA ya había determinado el sitio donde se originó el ataque: la República Popular de China.
Durante años, ese país había renunciado repetidamente a cualquier intención de incursionar ilegalmente en los sistemas cibernéticos corporativos de Estados Unidos y robar propiedad intelectual. De hecho, en septiembre de 2015, el presidente Xi Jinping le dio a Barack Obama su palabra de que China no participaría en actos de espionaje cibernético comercial.
Aquello había sido una mentira, y ahora, la Casa Blanca de Biden había llegado al límite. Aunque se abstuvo, por el momento, de imponer nuevas sanciones contra Pekín, se puso en contacto de inmediato con aliados clave, encabezados por Japón, y les pidió que se unieran a Washington para emitir una queja formal conjunta contra Pekín, lo cual hicieron a finales de julio.
Esto marcó una diferencia con respecto al enfoque agresivamente unilateral asumido por el gobierno de Trump, y fue la primera demostración importante de que el gobierno de Biden hablaba en serio cuando dijo que trabajaría estrechamente con sus aliados para responder a la depredación económica de China.
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En las oficinas gubernamentales de Tokio y de las capitales europeas el cambio fue bien recibido. “Ahora, en cuestiones de ciberseguridad, trabajaremos estrechamente con Estados Unidos, así como con otros países que piensen igual, para tomar medidas defensivas”, declaró a Newsweek el primer ministro japonés, Yoshihide Suga, en una entrevista exclusiva realizada durante los Juegos Olímpicos de Tokio. “Este será un esfuerzo público y privado. Y en él trabajaremos estrechamente con Estados Unidos”.
Para las empresas multinacionales, la creciente tensión entre Pekín y sus socios comerciales complica el ya difícil desafío de hacer negocios en China. Debido a la gran interrelación que existe entre la economía de Tokio y la de China, las empresas japonesas se encuentran en la mira. En los últimos 30 años, Japón ha invertido 140,000 millones de dólares en inversiones directas en China, en comparación con los 110,000 millones de dólares de Estados Unidos. Actualmente, Tokio comercia más con China que con Estados Unidos, al igual que Corea del Sur, otro de los aliados clave de Washington en el Este asiático.
Desde que Deng Xiaoping abrió a China al mundo en 1979, el país ha sido visto como la tierra prometida de los hombres y mujeres de negocios de todo el mundo. Primero como una fuente prácticamente inagotable de mano de obra barata con la cual fabricar sus productos, y luego, como un enorme mercado en sí mismo, el encanto del sueño chino no tenía parangón.
Hasta cierto punto, como lo demuestran las estadísticas de comercio e inversión, ese sueño se ha convertido en realidad. Pero ahora, con una fricción cada vez mayor en relación al comercio y los derechos humanos, es peligroso hacer negocios en China. Ahora que Occidente se enfrenta con Pekín en la versión del siglo XXI de la Guerra Fría, las empresas multinacionales están entre dos fuegos. Como dice Matt Pottinger, asesor adjunto de Seguridad Nacional del expresidente Trump, “la dimensión ideológica de la competencia [entre China y Occidente] es inescapable, e incluso fundamental”. Los directores ejecutivos de Estados Unidos, Japón y el mundo desarrollado “necesitan reconocer la forma en que ha cambiado la situación durante los últimos años y admitir que esos cambios, casi con seguridad, llegaron para quedarse”.
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Este es el último lugar en el que la mayoría de los directores ejecutivos creyeron que estarían. Muchas empresas han invertido décadas de tiempo y millones de dólares en establecer negocios en China. Empresas automotrices como Volkswagen, Toyota y General Motors tienen operaciones conjuntas de producción de automóviles en todo el país. En 2013, China se convirtió en el más grande mercado para GM, y se ha mantenido así desde entonces. Intel invirtió 2,500 millones de dólares en una nueva fábrica de chips informáticos en Dalian, en el noreste de China.
Cada vez más, los gobiernos de los países de origen de esas empresas se preguntan si esas inversiones fueron sensatas. Y Pekín los presiona para que se porten bien. Cuando Biden asumió el cargo, China emprendió una furiosa campaña de cabildeo dirigida a los directores ejecutivos de Estados Unidos y de países aliados como Japón. Pekín los instaba a presionar contra las restricciones de la era de Trump. En una reunión virtual realizada en febrero, Yang Jiechi, el diplomático de mayor rango de Pekín, dijo ante un grupo de empresarios y antiguos funcionarios gubernamentales de Estados Unidos que China todavía estaba bastante dispuesta a hacer negocios, pero advirtió que temas como el Tíbet, Hong Kong, Xinjiang (donde se ha encarcelado a miles de miembros de la etnia uigur) y Taiwán eran “líneas rojas” que debían evitar.
Como dijo Pottinger en un discurso pronunciado en el Instituto Hoover de Stanford a finales de marzo, “el mensaje de Pekín fue muy claro: deben elegir. Si quieren hacer negocios con China, deben hacerlo a costa de los valores estadounidenses”.
Los aliados de Estados Unidos también escucharon el mensaje. Muchas multinacionales ya han sufrido daños en sus negocios por el aumento en la intensidad del conflicto comercial. La importante empresa europea Ericsson AB, el segundo mayor fabricante de equipos de telefonía celular del mundo, indicó a mediados de julio que sus ventas en China habían caído en picada, y advirtió que, probablemente, su participación de mercado en ese país se reduciría marcadamente en los meses por venir. ¿La razón? A finales del año pasado, Suecia prohibió la participación de la empresa china Huawei en la construcción de su red de telecomunicaciones 5G.
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Empresas multinacionales de todas las áreas de la industria que hacen negocios con China están muy conscientes de que, conforme empeora el ambiente geopolítico, todo el dinero y los esfuerzos que han invertido en construir sus empresas en ese país podrían estar en riesgo. En una franca entrevista realizada recientemente con Newsweek, Takeshi Niinami, director ejecutivo de Suntory, la empresa fabricante de cerveza y bebidas alcohólicas con sede en Tokio, señaló que, al evaluar los riesgos de expandir los negocios de su empresa a China, él y su equipo de ejecutivos de alto nivel deben confrontar la posibilidad de que se presentará la peor de las situaciones: una confiscación.
“Tenemos que decidir si expandir o no las instalaciones de producción en China”, señala Niinami. “¿Debemos invertir más sabiendo que existe la posibilidad de una confiscación? ¿Asumimos el riesgo o no, y en qué medida? Si se trata de una inversión de 10,000 millones de yenes, quizá no. ¿Y 5,000 millones? Probablemente. Así que tenemos que juzgar en qué medida podemos tolerar la confiscación”.
Los directores ejecutivos de las multinacionales pocas veces son tan francos cuando hablan de sus negocios en China, pero el análisis de riesgo de Suntory está basado en la realidad. Pekín ya ha penalizado a empresas de países que toman decisiones que China desaprueba. A principios de 2017, el gigante minorista sudcoreano Lotte acordó ceder tierras de su propiedad al gobierno de Seúl para que Estados Unidos pudiera construir un sistema de defensa de misiles con el objetivo de disuadir a Corea del Norte. Pekín insistió que el radar del sistema también podía rastrear a sus propios vuelos militares, y puso en marcha una guerra económica contra el minorista sudcoreano. Mantuvo cerradas durante meses las diez tiendas de Lotte en todo el país e interrumpió su sitio web de ventas libres de impuestos, lo que costó a la empresa alrededor de 200 millones de dólares en ventas.
Para países como Japón y otras economías desarrolladas existen dos preocupaciones principales que ellos y sus empresas deben enfrentar. Una es la creciente competencia tecnonacional entre Pekín y Occidente. En 2015, China puso en marcha un ambicioso plan para desarrollar empresas líderes en una gran variedad de industrias de alta tecnología, desde la biotecnología y la robótica hasta las comunicaciones y más allá. Una de sus metas es lograr que 70 por ciento de los componentes utilizados en sus propias industrias de alta tecnología sean suministrados por empresas locales. Y para 2049, en el centenario de la llegada al poder del Partido Comunista en Pekín, busca tener competidores de clase mundial en no menos de 14 industrias clave de alta tecnología.
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Para una nación industrialmente sofisticada y de alta tecnología como Japón, China 2025 representa un enorme problema. Directores ejecutivos como Niinami de Suntory pueden seguir invirtiendo en China para conquistar a sus 1,300 millones de posibles clientes, sabiendo que su negocio no es un objetivo de los planificadores económicos chinos. “Pero esto no ocurre con las empresas tecnológicas”, declaró Niinami a Newsweek. Empresas de robótica industrial como Fanuc, o de inteligencia artificial como Toshiba y Fujitsu, ya no pueden considerar a China como un mercado ordinario. Las empresas de alta tecnología “tienen que ver a Pekín como un depredador, y proteger su propiedad intelectual a toda costa”, indica un antiguo miembro del Consejo de Administración de Nissan, el fabricante automotriz con sede en Tokio, quien pidió mantenerse en el anonimato para hablar con franqueza.
El otro elemento impulsor de las decisiones corporativas de inversión lo constituyen las secuelas de la pandemia de covid-19, que se originó en China y mostró a las multinacionales de todo el mundo lo vulnerables que son sus cadenas de suministro. A mediados de junio, el gobierno de Biden realizó su revisión de 100 días de las vulnerabilidades de las cadenas de suministro de Estados Unidos. Los resultados fueron muy reveladores y, para muchas empresas, deprimentes. En la revisión se hizo un llamado a realizar cambios profundos en la forma en que el gobierno interactúa con las empresas privadas, se ofrecieron subsidios a distintas industrias de alta tecnología (como lo hace Pekín) y se presionó a las empresas para traer de vuelta las cadenas de suministro trasladadas a China desde hace mucho tiempo.
El primer ministro Suga se adelantó al presidente estadounidense. El año pasado, Tokio anunció que asignaría 650 millones de dólares en subsidios para ayudar a 87 empresas a retirar de China sus procesos de fabricación y trasladarlos al sureste de Asia o de nuevo a Japón. Algunos analistas saludaron este anuncio como el inicio de un gran “desacople” de la economía de Japón con respecto a la de China.
No fue así. Como señala Scott Kennedy, miembro de alto nivel del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, un grupo de analistas de Washington D. C., “un detenido análisis de la lista de empresas que recibieron ayuda revela que se trata de compañías pequeñas y medianas, y no de importantes fabricantes japoneses con grandes inversiones en China”. Además, una importante porción de ellas se encuentra en dos sectores: el equipo médico y los químicos especializados, que tuvieron una gran demanda durante la pandemia. En total, el programa de subsidios de Suga afecta únicamente a 1 por ciento de las inversiones totales de Japón en China.
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Equilibrar una relación económica con China en medio de un clima geopolítico cada vez peor es un asunto delicado y complicado. Para las grandes empresas de todo el mundo, el sueño de China, un enorme y próspero país con una creciente clase media dispuesta a adquirir sus mercancías, es difícil de borrar.
Consideremos el caso de Microsoft. Si el gobierno de Biden se puso furioso por el ataque cibernético de China contra el gigante tecnológico, los directivos de Microsoft se sintieron avergonzados. Durante años, la empresa ha soportado los abusos de China y constantemente ha regresado por más. Durante años, era posible comprar versiones pirateadas del sistema operativo Windows de Microsoft, y de programas como Word en puestos callejeros de Pekín y Shanghái por el equivalente a un par de dólares. Microsoft siguió aceptando los mensajes tranquilizadores de Pekín, que afirmaba que las cosas iban a mejorar, y ha seguido invirtiendo hasta el día de hoy. Menos de un mes antes del ataque cibernético de julio contra su sistema Exchange, Bloomberg y otras agencias noticiosas informaron que Microsoft pretendía invertir miles de millones de dólares en cuatro enormes centros de datos en China, con la esperanza de lograr que las empresas chinas trasladaran sus datos a la nube.
Para las multinacionales y los gobiernos, la noticia de Microsoft de este verano refleja claramente el dilema de hacer negocios con Pekín. Reconciliar la oportunidad económica que China aún representa con los peligros actuales que plantea será una tarea muy importante en los años por venir. Como indica Niinami, director ejecutivo de Suntory, las empresas que producen mercancías comunes y corrientes se pueden relajar porque no hay muchas cosas que habrán de cambiar en relación con sus negocios en China (fuera del hecho de que sus competidores continuamente se vuelven más formidables).
Pero las empresas tecnológicas, particularmente las que Pekín señala en su programa Made in China 2025, deberán prepararse para la batalla. Para ellas, el famoso mantra de “reforma y apertura” de Deng Xiaoping ha sido reemplazado por “reforma y cierre”, afirma James McGregor, director de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en Pekín, y actualmente presidente para China Continental de la empresa consultora APCO Worldwide. La industria de los chips informáticos, afirma McGregor, “encabeza la lista de industrias estadounidenses amenazadas”. Los fabricantes estadounidenses de chips tendrán que reevaluar su presencia en China y enfrentar la probabilidad de que ese enorme y lucrativo mercado será controlado por competidores locales en las próximas décadas.
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Es probable que esto también se aplique a otras empresas, desde las máquinas, herramientas y la robótica hasta los nuevos materiales energéticos. Pekín busca dominar estas industrias. De aquí en adelante, la tarea para las multinacionales y sus gobiernos será jugar a la defensiva en la mayor medida posible: defenderse contra el robo de la propiedad intelectual de la forma más vigorosa posible para obligar a Pekín a lograr sus ambiciosos objetivos económicos por sus propios medios.
Para los directores ejecutivos de todo el mundo, este es difícilmente el material con el que están hechos los sueños de China. Pero es la dura realidad a la que se enfrentan ahora mismo. N
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek