MIS PROBLEMAS con la comida y la imagen corporal comenzaron a los 11 años, cuando me dijeron que estaría atrapada en una faja con apoyo lumbar 23 horas del día los siete días de la semana para tratar mi escoliosis. Esto continuaría indefinidamente.
Empecé a sentirme avergonzada de mi cuerpo, como si abarcara demasiado espacio en el mundo. Metida a presión en este armatoste grande y tosco, solo quería ser más pequeña para que no me sintiera tan diferente al compararme con otras niñas. Si lo hacía, razoné que no se sentiría como un problema que necesitaba arreglarse.
La comida, y consumir menos de ella como un método para encogerme, empezó a ocupar todo el espacio en mi mente. Me dije que estos pensamientos eran “sanos”, pero empecé a concentrarme en lo que comía y cómo me sentía en mi cuerpo.
No ayudó el que hubiera oído a los adultos decir que había algo “mal” conmigo desde los siete años, cuando empecé a ser evaluada por los médicos por mi trastorno genético. Los ecos de esas voces siempre estaban presentes en mi mente conforme crecí. Fueron una parte enorme de cómo aprendí a verme y evaluarme yo misma.
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No ayudó mi trastorno por déficit de atención con hiperactividad no diagnosticado. Estaba en un estado de caos constante, batallando con emociones sin filtrar durante mi adolescencia. Aun cuando mi trastorno alimenticio tomó muchas formas, restringirme la comida fue una manera en la que podía castigarme y también sentirme en control. Por años, la comida acaparó casi por completo mi mente. Pero lo que había aprendido en la clase de salud y leyendo libros me decía que no tenía un trastorno alimenticio; así, pensé erróneamente que no merecía ayuda.
Después de graduarme de la universidad me diagnosticaron déficit de atención y empecé a desenmarañar todo lo que me había pasado, tanto en la terapia como en mi escritura. Empecé a enfrentar el dolor, mi trastorno alimenticio y mi autoestima. Me concentré en el trabajo por más de una década hasta que me casé y empecé a pensar en embarazarme. Estaba en un momento sano, pero sabía que el embarazo sería duro.
Incluso antes de embarazarme, estaba abrumada por las restricciones de lo que podía y no podía comer. Liberarme de las “normas” de la cultura dietaria había sido una parte importante de mi recuperación. Pero quería ser madre más que cualquier otra cosa y sabía que tenía acceso a apoyo de salud mental. Estaba tan agradecida cuando me embaracé, sabiendo cuán exigente puede ser este proceso para muchísima gente.
El embarazo fue peor de lo que pude haberme imaginado. En vez de sentirme imbuida por la llamada “bendición del embarazo”, me hallé en una espiral hacia recaer en el trastorno alimenticio. Los lentos y constantes cambios físicos dispararon mi dolor más profundo; me obsesioné con cómo me veía al crecer: como alguien que no merecía comida o amor.
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Lo único que quería era ser una mamá, pero mi incapacidad para nutrir mi cuerpo apropiadamente me hacía sentir poco digna de la maternidad antes de que mi hija llegara siquiera. Pareciera como si estuviera reviviendo mi trauma de adolescente una vez más, todos los días. Cuando traté de buscar apoyo, fuera de la terapia, me vi bombardeada con juicios de mis amistades, e incluso de los médicos, sobre cómo se suponía que debía sentirme:
“¿En serio? No puede ser. Deberías estar feliz. ¡Estás embarazada!”… “No seas ridícula. Ni siquiera has ganado peso”…. “Solo espera hasta el tercer trimestre”… “Aprovecha tu libertad ahora, porque en cuanto llegue el bebé tu vida va a cambiar para siempre”…
Solo que no me sentía libre. Me sentía atrapada e incómoda dentro de mí misma y me hundía cada vez más en un ciclo interminable de soledad.
NO PODÍA PENSAR MÁS QUE EN COMIDA
Durante el primer trimestre mi autoestima de desplomó. La comida empezó a acaparar mi mente, de nuevo. Y al combinarse esto con el hecho de que no podía tomar mi medicamento para el déficit de atención durante el embarazo, mi hiperobsesión se volvió frenética. No podía pensar en algo que no fuera la comida y mi cuerpo. Mi trastorno alimenticio estaba fuera de control. Avivada por la forma negativa en que me hablaba a mí misma, me restringía y atracaba y sentía miedo cada vez que debía decidir qué comer.
Encima de todo eso, estaba avergonzada por no poder amarme lo suficiente como para dejar de controlar mi comida. Estaba avergonzada de que ya fuera una madre horrible. Principalmente, estaba avergonzada de que no me sintiera feliz durante el embarazo. Más bien, estaba en dolor constante, obligada por la vergüenza a librar la batalla en silencio, y sola.
También me recordaban constantemente todas las cosas por las que debía estar agradecida: una familia maravillosa, recursos para cuidado prenatal, y apoyo de salud mental, y nada de náuseas matutinas o complicaciones con el bebé. Sabía que era extremadamente afortunada, pero sentía que no había espacio para aquello con lo que en verdad estaba batallando.
Sé que no soy la única que se ha sentido desestimada e ignorada, sobre todo por los médicos. Me habría gustado que los míos hubieran dicho: “Eso suena feo. Lamento que pases por eso. ¿Estás en terapia? ¿Puedo recomendarte grupos de apoyo?”
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Honestamente, habría aceptado cualquier cosa aparte de “eso es normal, no es gran cosa”. Me habría gustado hallar la fuerza para expresar de verdad mis sentimientos; estar tan molesta y temerosa y traumada por fuera como lo estaba por dentro.
También sé que no estoy sola en mi relación trastornada con la comida. Un estudio de 2008 halló que 75 por ciento de las mujeres tienen comportamientos alimenticios trastornados, lo cual significa que tal vez ellas comen de acuerdo con las “normas” externas de alimentación y ejercicio, en vez de escuchar sus cuerpos, de una manera que afecta sus vidas. Muchas ni siquiera lo saben. Las restricciones por el covid-19 y los aislamientos implican que el riesgo de trastornos alimenticios posiblemente aumente.
Tres años y medio después del parto, mi relación con la comida ahora es mejor. He trabajado duro para abordar y superar mis problemas con la comida, la imagen corporal y la autoestima con el fin de detener el ciclo para mi hija y para mí misma.
Cada vez que alguien comenta mi embarazo y menciona cuán “fabulosa” me veía y cómo “apenas subí de peso”, siento la confianza para decir la verdad y decir aquello que no pude antes: no estaba sana.
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Mi trastorno alimenticio y los efectos de mi trauma adolescente hicieron que el embarazo fuera horroroso para mí. Tenía miedo, y contaba y registraba y me pesaba y me medía contra las expectativas que yo no sentía que podría igualarlas. Cualquier glorificación de mi supuesta “salud” por entonces es una mentira con la que ya no puedo vivir.
La pandemia también me ha obligado a asumir de lleno mi experiencia con el trastorno alimenticio y decir la verdad. Ahora, más que nunca antes, me parece importante darles voz a los problemas con la comida, la imagen corporal y la autoestima. Es de valientes pedir ayuda. Quiero que todos los que luchan de maneras grandes y pequeñas sepan que no están solos. Sí importan. N
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Alyson Gerber es autora de las novelas de experiencia personal Braced (Preparada) y Focused (Obsesionada), aclamadas por la crítica y publicadas por Scholastic. Su tercera novela, Taking Up Space (Ocupar un espacio), ya está a la venta. Todas las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.