La presencia de un equipo de investigadores de la ONU no evitó que las tropas del presidente Bashar al-Assad lanzaran el ataque con armas químicas más mortal en generaciones.
EL NUEVO libro de Joby Warrick, reportero de seguridad nacional de The Washington Post y ganador del premio Pulitzer, Red Line: The Unraveling of Syria and America’s Race to Destroy the Most Dangerous Arsenal in the World (Línea roja: el desenmarañamiento de Siria y las prisas de Estados Unidos para destruir el arsenal más peligroso del mundo, traducción no oficial), cuenta la historia de la misión de Estados Unidos de tratar de hallar y destruir las armas químicas en Siria y derrotar al Estado Islámico (ISIS). En este extracto, Warrick cuenta la historia increíble del equipo de investigadores de la ONU que ya se encontraba en Damasco para investigar otros supuestos abusos cuando, el 21 de agosto de 2013, se montó una nueva serie de ataques contra poblados alrededor de la capital que mató a por lo menos 1,400 personas en lo que se llegaría a conocer como la atrocidad con armas químicas más mortal en una generación.
El recuento de Warrick también identifica una razón por la cual el presidente Barack Obama no intervino después de que Siria cruzó su tristemente célebre “línea roja”: la presencia de los inspectores, a quienes se pudo haber puesto en peligro.
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La descarga de la artillería comenzó en las altas horas de la madrugada, poco después de las 2:30 en la mañana sofocante del 21 de agosto. Incluso desde sus cuartos de hotel en Damasco, a kilómetros de distancia, los investigadores de la ONU pudieron sentir que esta era diferente.
Los disparos provenían de las colinas un poco al norte, y los proyectiles —estelas luminosas contra el cielo negro— trazaban un arco sobre el barrio antiguo de la ciudad y aterrizaban a pocos kilómetros al este. La vista desde los pisos superiores del Four Seasons era fascinante: destellos de luz, como fuegos artificiales distantes, y los estruendos apagados de las explosiones. Hubo una pausa larga, y luego un cambio de dirección, pues los proyectiles pasaban hacia el suroeste, hasta casi el amanecer. Las primeras luces revelaron humaredas distantes, pero estas, también, eran diferentes. En vez de elevarse, eran planas y cercanas al suelo.
Åke Sellström, un científico sueco y líder del equipo de la ONU, saltó de la cama e instintivamente encendió el televisor. Había noticias de última hora provenientes de Damasco —este mismo Damasco— sobre un ataque horrendo con cantidades enormes de bajas en alguna parte en las afueras de la capital. Las imágenes que parpadearon en la pantalla estaban más allá de toda comprensión: docenas y docenas de víctimas yacían muertas en filas, incluidos niños y bebés en pijamas. Curiosamente, ninguno tenía lesiones o heridas visibles, pero casi todos estaban empapados, como si los hubieran rociado con agua.
Aun peores fueron las imágenes de los lesionados. La cámara hizo un acercamiento a una niñita que aspiraba con dificultad, como un pez incapaz de respirar y ya sin fuerzas para luchar, mientras un hombre le limpiaba con gentileza una mancha de espuma que se había formado en la boca y nariz. Cerca de ella, un niño, de quizá siete u ocho años, se retorcía con violencia, sus bracitos agitándose como si tratara de repeler a un enemigo invisible.
Los presentadores de los noticieros especulaban sobre gas venenoso, pero Sellström, un experto en los efectos fisiológicos de los agentes nerviosos, sabía muy bien lo que había sucedido. Apenas tres días antes, Sellström y su equipo de 20 inspectores y asistentes habían entrado en la capital para investigar las acusaciones de que los combatientes en la guerra civil siria habían usado armas químicas —incluidos agentes nerviosos mortales como el sarín— en ataques dispersos a lo largo y ancho del país. Docenas habían muerto, en su mayoría civiles. Sellström trató de convencer al gobierno del presidente Bashar al-Assad de permitirle a su equipo visitar los poblados afectados y recabar evidencias. Los sirios se negaron. Después de tres días frustrantes, las negociaciones llegaron a un punto muerto. El sueco se había ido a la cama creyendo que la misión había terminado.
Ahora, alguien había lanzado un ataque importante con armas químicas contra los suburbios, a no más de 8 kilómetros de su hotel. Estas mataron y lesionaron a veintenas de civiles, y quizá más. De hecho, los estragos resultarían ser abrumadoramente grandes: por lo menos 1,400 muertos, incluidos más de 400 niños.
Y esto sucedió en el momento preciso en que un grupo de expertos de la ONU estaba presente en Siria para documentar el hecho.
“VAMOS A INTENTARLO”
Después de que las oficinas centrales de la ONU en Nueva York se despertaron con la noticia del ataque, Sellström recibió órdenes de quedarse callado. Aún no estaba clara la naturaleza específica del ataque horrendo en los suburbios de Damasco, y los funcionarios de la ONU necesitaban tiempo para recabar los hechos y evaluar sus opciones. Pero Sellström no podía quedarse tranquilo. “Esto es tan horrible, que necesitamos hacer algo”, pensó. Se acercó a un conjunto de cámaras noticiosas en el vestíbulo de su hotel e hizo un llamado sin guion: los gobiernos de todo el mundo debían exigir una investigación inmediata de parte de la ONU. “Escriban o llamen al secretario general”, les instó Sellström.
Mientras tanto, desde Washington, la administración de Obama empezaba a ejercer presión de un tipo diferente. El presidente Obama y su equipo ordenaron los preparativos para un ataque contra Siria dentro de unos días, pero el equipo de la ONU se interponía en su camino. Si el plan de ataque seguía adelante, los investigadores serían lesionados o muertos. Podían ser usados como escudos humanos, o convertirse en rehenes de un Assad repentinamente vengativo.
Obama le imploró personalmente a Ban Ki-moon, el secretario general de la ONU, que retirara de inmediato a los investigadores. Luego envió a su recién designada embajadora ante la ONU, Samantha Power, para que transmitiera el mismo mensaje. No persuadieron a Ban. El equipo de la ONU ahora era más necesario que antes, respondió. Si se podía persuadir a los sirios para que concedieran el acceso, Sellström podría tener una oportunidad de llevar a cabo una investigación real. Él merecía unos días para intentarlo.
“No podemos no proceder”, le dijo el jefe de la ONU a Power.
Al final, después de cinco días de estira y afloja, Sellström se salió con la suya. Assad aceptó un cese al fuego de cinco horas el lunes 26 de agosto, y en cada uno de los siguientes tres días. Al sueco y su equipo se les permitiría cruzar la tierra de nadie y entrar en el territorio rebelde para recabar evidencia.
Pero Sellström iría desarmado. Y estaría enteramente por su cuenta.
A las 13:00 horas del 26 de agosto, el equipo de la ONU estaba listo. Cinco deportivos utilitarios blindados con marcas de la “ONU” partieron del centro de Damasco hacia una carretera casi vacía con rumbo al suroeste.
Sellström eligió como su primera parada la población de Moadamiyeh, uno de los suburbios controlados por los rebeldes y golpeado por los proyectiles de armas químicas. La distancia desde el hotel era de apenas 11 kilómetros en auto, y el equipo de seguridad había predicho un trayecto de menos de 30 minutos. Pero nada en este día saldría de acuerdo con el plan.
Los vehículos cruzaron la tierra de nadie y se acercaron a un puente pequeño, cuando algo golpeó al primer vehículo del lado del pasajero. En el interior del auto, el sonido fue como el de una roca pequeña golpeando contra metal a alta velocidad.
POP. Un segundo impacto. Estas no eran rocas.
Más balas golpearon al primer deportivo utilitario, perforando dos llantas y rompiendo una ventanilla lateral. Luego, el parabrisas recibió un impacto directo. El vidrio a prueba de balas resistía al momento, pero cada impacto dejaba una telaraña de líneas diminutas y divergentes. Uno o dos disparos más y el vidrio seguramente cedería.
“Vamos a regresar al punto de reunión”, dijo por el radio Diarmuid O’Donovan, jefe de seguridad de la misión.
El convoy cambió el curso y corrió a toda velocidad rumbo a Damasco. El deportivo utilitario dañado, con sus llantas ponchadas, avanzaba con dificultad sobre sus rines reforzados; pero todos los vehículos pudieron llegar a un puesto militar sirio. Luego se detuvieron para reagruparse.
O’Donovan y su segundo, Mohammed Khafagi, bajaron de su deportivo utilitario y caminaron hacia el auto de Sellström con su equipo blindado y cascos. El sueco bajó su ventanilla. Khafagi era el más familiarizado con el terreno local, por lo que Sellström le hizo a él su pregunta más apremiante:
—¿Qué hacemos, Mohammed? —preguntó.
Khafagi no dudó.
—Vamos a intentarlo de nuevo.
—¿Qué? —Sellström era incrédulo.
—Si no lo intentamos hoy, nunca lo haremos —dijo Khafagi—. Sabrán que pueden asustarnos, y su misión se acabará.
O’Donovan reflexionó por un momento, luego asintió. Regresar sería riesgoso, pero esos peligros tenían que sopesarse contra lo que parecía una oportunidad genuina: una posibilidad de lograr aquello por lo que habían ido a Siria. Sellström seguía sentado en silencio, pensando. Le pedían que enviara a su equipo de vuelta por un camino donde un francotirador a la espera era apenas la única amenaza que ellos conocían con certeza.
“Está bien”, dijo. “Vamos a intentarlo”.
Momentos después, los cuatro deportivos utilitarios sin daños se alinearon para un nuevo intento de cruzar hacia el territorio rebelde. Este se vería notablemente diferente: en vez de tantear cautelosamente su camino a través de la tierra de nadie, pasarían a toda velocidad como prisioneros en una fuga.
Khafagi tomó una chaqueta blindada de repuesto y, echándose hacia atrás en su asiento, usó sus pies para presionarla contra el parabrisas. Los miembros del equipo en los otros autos hicieron lo mismo. Cuando todos estuvieron listos, los deportivos utilitarios atravesaron el punto de revisión y luego salieron disparados por el camino estrecho, tan rápido como podían ir los conductores. Los vehículos cruzaron como bólidos el puente y no redujeron la velocidad hasta que estuvieron bien del otro lado.
Esta vez, no hubo tiros.
PISTOLA HUMEANTE
Para recabar evidencias, el equipo se dividió en dos grupos. La mitad visitaría el hospital de campo improvisado y los centros de triaje, donde veintenas de víctimas de los ataques todavía eran tratadas. Allí tomarían muestras biológicas —sangre, orina y cabello— y declaraciones en video de las víctimas de envenenamiento.
Los otros se dirigirían a tomar muestras del suelo y cualesquiera fragmentos de armas que pudieran encontrar.
En el segundo día de la investigación, en un vecindario en la ciudad oriental de Ghouta, el equipo hizo un descubrimiento importante: dos cráteres de impacto, uno en un techo y el otro en un campo, los cuales todavía contenían fragmentos grandes de cohetes, incluidas secciones compactadas de las ojivas originales que habrían contenido las armas. El cohete que aterrizó en el campo cayó en tierra suave, y su fuselaje y motor todavía estaban enterrados parcialmente y a las claras inalterados. Usando trajes protectores, los inspectores colocaron algunas de las piezas de metal en bolsas de evidencia y tomaron muestras medioambientales de las partes que eran demasiado pesadas para cargarlas.
Días antes de que el equipo entrara en los suburbios de Ghouta, múltiples gobiernos y docenas de expertos profesionales ya habían concluido que, a partir del metraje en video, las víctimas habían estado expuestas a un agente nervioso, con toda probabilidad al sarín. Ahora, los inspectores poseían muestras reales del líquido, recuperadas de los restos de los cohetes. Sus hallazgos, cuando fueron analizados después por un par de laboratorios independientes, disiparon cualesquiera dudas restantes. Era sarín, en forma de alta calidad.
¿De dónde provinieron los cohetes? En el techo al este de Ghouta, los investigadores descubrieron dos hoyos que se crearon durante el impacto: uno de ellos a través del techo, y el otro en un punto donde el cohete penetró una pared exterior. Con solo alinear los dos hoyos, los inspectores pudieron deducir aproximadamente la ruta de vuelo.
Se pudo obtener un cálculo más preciso en el otro sitio de impacto, en el campo. Si alguien dispara una flecha en un arco alto y esta aterriza en el suelo primero por la punta, al seguir la línea del astil, se puede calcular dónde estaba parado el arquero cuando soltó la cuerda del arco. El morro de este cohete estaba enterrado en el suelo, con la cola sobresaliendo en el aire en un ángulo. Los inspectores luego declararían en su reporte oficial que el vuelo tenía “un acimut de 105 grados, con una trayectoria de este/suroeste”. En otras palabras, el cohete fue lanzado en un área al noroeste de Ghouta. Territorio del gobierno.
Nadie le había pedido a Sellström que diera un veredicto sobre quién estaba detrás de las muertes en los suburbios de Damasco. Los sirios exigieron específicamente que él se abstuviera de hacerlo. Pero los científicos se las arreglaron para lanzar una acusación sin expresar una palabra.
Su descubrimiento era de hecho una flecha, una que señalaba directamente a unidades del ejército sirio en la nómina de Bashar al-Assad.
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Tomado de Red Line: The Unraveling of Syria and America’s Race to Destroy the Most Dangerous Arsenal in the World, derechos reservados © 2021 por Joby Warrick, publicado por Doubleday. Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek.