EL DOCTOR Eric Reiman no puede revelar la identidad de la mujer de 73 años, proveniente de un apartado poblado montañoso de las afueras de Medellín, Colombia, que llegó al Aeropuerto Logan de Boston hace un par de años para realizarse unos exámenes en la Facultad de Medicina de Harvard. Sin embargo, sí puede afirmar que haberla encontrado podría ser uno de los avances más sorprendentes de un estudio de casi tres décadas realizado entre personas de origen colombiano aquejadas con un gen que suele condenar a sus víctimas a desarrollar plenamente la enfermedad de Alzheimer al llegar a los 50 años.
Lo que distinguía a la mujer no era solo lo que los médicos descubrieron cuando escanearon por primera vez su cerebro para medir la acumulación de péptido beta amiloide, el elemento principal de las pegajosas placas que, según se sospecha desde hace tiempo, desempeñan una importante función en la devastadora degeneración cognitiva que se observa en las etapas avanzadas del alzhéimer. Ella presentaba los niveles más altos que jamás habían visto. Lo que hacía que la mujer fuera tan especial era que, a pesar de esas placas, parecía prácticamente normal para su edad.
“Nadie presenta un riesgo de alzhéimer más alto que el que presentaba ella”, señala Reiman, neurocientífico del Instituto Banner para el Alzhéimer de Phoenix, que ha dedicado las últimas tres décadas a estudiar la cohorte familiar de 6,000 personas con algún grado de relación entre ellas y a la que pertenece la mujer en Colombia. “Pero ella desarrolló un deterioro cognitivo leve cerca de tres décadas después de la edad promedio en su familia. Y aún no desarrolla la demencia de alzhéimer”.
El caso de la mujer colombiana es un potente testimonio de la tentadora promesa, y de la enorme frustración, que han caracterizado la búsqueda de medicamentos para tratar el alzhéimer. En dos décadas, la industria farmacéutica ha gastado 600,000 millones de dólares en investigaciones para hallar nuevos medicamentos, centrándose con una intensidad casi obsesiva en compuestos diseñados para disminuir o prevenir de manera segura la acumulación de las mortíferas placas, que constituyen uno de sus signos distintivos principales.
El ataque a las placas es precisamente el objetivo del nuevo medicamento contra el alzhéimer, llamado aducanumab, elaborado por la empresa farmacéutica Biogen, y que ha sido probado en dos ensayos clínicos separados. Funcionarios de alto nivel de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos han apoyado el medicamento y recientemente calificaron a los resultados preliminares de los ensayos como “altamente persuasivos”.
Sin embargo, a principios de noviembre, un panel de expertos independientes, convocados por la FDA para revisar los datos de los ensayos en curso, contradijo esa valoración. Mencionaron conflictos de datos: en un ensayo se mostró la existencia de un efecto terapéutico leve, mientras que en otro ensayo no se observó ningún efecto, es decir, hubo una falta de eficacia.
“El conjunto de los datos no parece proporcionar suficientes pruebas” de efectividad, declaró en un informe uno de los propios expertos en estadística de la FDA. El doctor David Knopman, asesor de la FDA y médico de la Clínica Mayo, pidió un nuevo ensayo clínico. “Contrario a la esperanza de que el aducanumab ayudará a los pacientes de alzhéimer —escribió en un informe—, las pruebas muestran que no mejorará a ninguno de ellos, que dañará a quienes lo hayan consumido, y que absorberá una enorme cantidad de recursos”.
CAUSAS COMPLEJAS DE LA ENFERMEDAD
Aun si la FDA contraviniera a sus propios expertos y aprobara el aducanumab en marzo, es poco probable que el medicamento cumpla con la promesa del tipo de medicamentos que evitan el alzhéimer al interferir con la acumulación de placas en el cerebro. Con el aducanumab, el enfoque de Biogen refleja el dominio de una teoría conocida como “hipótesis de la cascada de amiloides”, que afirma que las placas de péptido beta amiloide son la primera etapa de la enfermedad, la leña que, con el paso del tiempo, enciende el fuego que causa la muerte celular en masa y los problemas de memoria y de pensamiento que convierten el alzhéimer en una enfermedad devastadora. Sin embargo, esa teoría ha ido perdiendo impulso durante años, como lo muestra el caso de la mujer colombiana.
Esta mujer es la prueba más reciente de que las causas de esta enfermedad cerebral debilitante son mucho más complejas y heterogéneas de lo que se sabía anteriormente. (A pesar de que en un escaneo cerebral se reveló una mayor acumulación de placas de péptido beta amiloide que la que muchos de los médicos habían visto nunca, las capacidades cognitivas de la mujer mostraban únicamente un deterioro leve). A eso se debe que, aun cuando la lista de tratamientos fracasados sigue creciendo, muchas personas del área han encontrado motivos para un renovado optimismo.
Actualmente, muchas personas piensan que, en los próximos años, podrían surgir posibles y promisorias curas a partir de enfoques totalmente nuevos y, en muchos casos, no abordados, algunos de los cuales podrían no relacionarse en absoluto con el problema de las placas de péptido beta amiloide.
Esta esperanza está alimentada por una explosión de innovaciones tecnológicas de secuenciación genética, análisis de datos y biología molecular, que permiten a los científicos estudiar la progresión de la enfermedad de manera temprana y con mucho mayor detalle de lo que era posible anteriormente. También está alimentada por el dinero: se espera que, en 2020, los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos gasten 2,800 millones de dólares en investigaciones sobre el alzhéimer, un incremento de seis veces desde 2011, cuando el Congreso aprobó una ley en la que instruía a los NIH a generar un plan agresivo y coordinado para acelerar la investigación, con el ambicioso objetivo de producir una forma de prevenir y tratar eficazmente la enfermedad en 2025.
Esa ambición refleja una creciente urgencia por parte de un público que envejece, de sus médicos y de los funcionarios de salud pública. Para el año 2050, la cantidad de estadounidenses que padecerán alzhéimer se duplicará, alcanzando los 14 millones, y según algunos cálculos, se proyecta que los costos de tratamientos y atención alcancen los 2 billones de dólares, que equivalen a 10 por ciento del PIB actual de Estados Unidos. Los científicos están en una carrera para desactivar una bomba de tiempo demográfica.
Aunque es poco probable que el área cumpla con la fecha límite de 2025, lo que los investigadores han aprendido en los últimos años les ha dado una comprensión mucho más detallada y matizada de la enfermedad. Y ello da esperanzas de que, a pesar del fracaso del aducanumab, finalmente nos encaminemos hacia la derrota de la enfermedad de Alzheimer.
PLACAS DISTRACTORAS
Desde el inicio había buenas razones para sospechar que las gruesas placas que caracterizan a la enfermedad también podrían ser su causa. En 1901, una mujer de 50 años llamada Auguste Dieter fue puesta bajo el cuidado del doctor Alois Alzheimer en el Hospital Psiquiátrico de Fráncfort con un conjunto inexplicable de síntomas, entre los que estaba la pérdida de memoria, falta de concentración, alucinaciones, afasia y delirios. “Me he perdido a mí misma”, se lamentaba, poco antes de fallecer en 1906, de acuerdo con las meticulosas notas del Dr. Alzheimer.
En la autopsia, Alzheimer observó la acumulación de grupos de placas formados por fragmentos de una proteína conocida como péptido beta amiloide, junto con las otras dos características que actualmente se consideran los signos físicos principales de la enfermedad que lleva su nombre: las marañas de hilos formados por moléculas de una proteína conocida como tau, que obstruyen el espacio entre las neuronas y alteran el funcionamiento normal de estas, así como la atrofia cerebral severa provocada por la muerte de la materia gris, de la cual dependemos para pensar, sentir y vivir.
Aun así, la era moderna de la investigación sobre el alzhéimer no comenzaría sino hasta décadas después, cuando Robert Katzman, un prominente neurólogo de la Universidad de California en San Diego, escribió un editorial en 1978 en el que afirmaba que la oscura condición conocida como “enfermedad de Alzheimer”, un término reservado anteriormente a las personas que desarrollaban demencia antes de los 65 años de edad, en realidad era la causa principal de lo que se conocía únicamente como senilidad. De acuerdo con ello, afirmaba Katzman, el alzhéimer era la cuarta o quinta causa más común de muerte en Estados Unidos y, por ello, constituía un desafío de salud pública que, en gran medida, se había pasado por alto. En los años siguientes se comenzaron a movilizar los primeros grupos de interés de pacientes, y el recién establecido Instituto Nacional sobre el Envejecimiento comenzó a invertir grandes cantidades de dinero en la investigación.
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Después se produjo el descubrimiento y el estudio de familias con mutaciones poco comunes, como las que se observan en las montañas de las afueras de Medellín, Colombia, que les hacían desarrollar plenamente los síntomas de la enfermedad mucho antes que en cualquier otro lugar. Durante toda la década de 1990, y utilizando las herramientas genéticas disponibles en esa época, los investigadores se centraron en mutaciones específicas que parecían estar presente únicamente en los miembros de la familia que habían desarrollado alzhéimer temprano, mutaciones que estaban totalmente ausentes en parientes cercanos que no sufrían esa enfermedad. En apariencia, prácticamente todos los errores genéticos aparecían en los genes que podrían estar directamente relacionados con la acumulación de las placas de péptido beta amiloide en el cerebro.
Estos descubrimientos fueron algunas de las pruebas más convincentes de la hipótesis del péptido beta amiloide, que para principios de la década de 2000 se había convertido en el modelo dominante para explicar cómo y por qué avanza la enfermedad. Y con el advenimiento de las tecnologías de escaneo cerebral, que permitieron que los médicos midieran por primera vez las placas en personas vivas, repentinamente parecía posible rastrear su acumulación en tiempo real.
NO RESULTÓ TAN SENCILLO
Las implicaciones eran claras: si los científicos pudieran desarrollar un medicamento capaz de contrarrestar la acumulación de placas, podríamos parar en seco el avance del alzhéimer y el devastador deterioro cognitivo que produce. “Yo era un estudiante en ese tiempo, y fue una época vertiginosa”, recuerda Scott Small, neurólogo que dirige el Centro de Investigación sobre la Enfermedad de Alzheimer en la Universidad de Columbia. “Pensábamos que lo teníamos todo resuelto”.
Por desgracia, las cosas no resultaron tan sencillas. Entre 1998 y 2017 se produjeron 146 intentos fallidos de desarrollar medicamentos para tratar y posiblemente prevenir el alzhéimer, de acuerdo con un informe realizado en 2018 por la organización de Investigación Farmacéutica y Fabricantes de Estados Unidos (PhRMA, por sus siglas en inglés), la gran mayoría de ellos centrados en la hipótesis del péptido beta amiloide. (El último medicamento contra la enfermedad que recibió la aprobación de la FDA fue el namenda, en 2003, un medicamento cuyo objetivo es mejorar temporalmente el desempeño cognitivo al estimular los mensajeros químicos del cerebro, conocidos como neurotransmisores).
Hay una larga lista de medicamentos decepcionantes que prometían curar o detener el avance de esta enfermedad. Por ejemplo, estaba el bapineuzumab de Pfizer y Johnson & Johnson, un anticuerpo monoclonal diseñado para enlazarse con el péptido beta amiloide. En 2012, el principal inversionista del estudio en Harvard declaró que los ensayos en humanos no habían producido “absolutamente ninguna prueba de algún beneficio clínico del tratamiento en ninguna de las medidas primarias, una cognitiva y la otra funcional” en 1,100 personas con síntomas de leves o moderados de la enfermedad. Las investigaciones de otro medicamento muy anticipado, el semagacestat, se detuvieron cuando algunos sujetos desarrollaron cáncer de piel y su condición se deterioró. En 2016, el solanezumab de Eli Lilly & Co “no hizo nada para mejorar la cognición” en un estudio de fase 3 controlado con placebo, en el que participaron 2,129 pacientes con alzhéimer leve, quienes tomaron el medicamento durante más de un año.
La esperanza más reciente es el aducanumab, un medicamento cuyo accidentado viaje hacia la aprobación parece condensar la exasperante ambigüedad del momento presente. En 2016, el medicamento, desarrollado por Biogen y Eisai, llegó a la portada de la revista Nature cuando los investigadores anunciaron que había reducido la velocidad del deterioro cognitivo y disminuido el número de placas en el cerebro de un grupo pequeño de participantes. En 2018, se iniciaron ensayos masivos de fase 3 en clínicas de todo el mundo, cuya conclusión estaba programada para 2021. En marzo de 2019, Biogen anunció que, en una revisión preliminar de los resultados, conocida como “análisis de futilidad”, se había mostrado que el medicamento no funcionaba como debía en los más de 3,000 esperanzados pacientes de alzhéimer en etapa temprana que participaron en el estudio. El ensayo se suspendió dos años antes y fue declarado un fracaso.
“Fue una época increíblemente dolorosa para el área, dolorosa para los pacientes, dolorosa para las familias”, afirma Reiman, que supervisaba los ensayos en dos instituciones. “[Había una] preocupación por parte de las partes interesadas de la industria: ¿para qué invertir en la enfermedad?, y algunos se separaron de la industria. Fue algo devastador”.
EL ERROR COMETIDO
Pero ese no fue el fin de la historia. Siete meses después de suspender el ensayo, Biogen y Eisai dieron el inusual paso de anunciar que habían cometido un error. El medicamento, afirmaban, parecía haber funcionado después de todo. En una atestada conferencia de la industria realizada en diciembre de 2019, representantes de la farmacéutica explicaron que en el análisis de futilidad únicamente se había estudiado la mitad de los pacientes. Tras revisar de nuevo los datos, descubrieron que los beneficios cognitivos tomaban más tiempo del esperado, pero habían comenzado a manifestarse más o menos por la época en que se suspendió el ensayo. La empresa anunció planes para reanudar un ensayo aleatorio abierto en marzo y para solicitar a la FDA la aprobación del medicamento.
El anuncio fue recibido por Reiman y sus colegas con un gran alivio y un optimismo precavido. Después de la conferencia, la mayoría estuvo de acuerdo en que se requerían más datos para convencerse de que el medicamento era en realidad un tratamiento efectivo. En agosto pasado, la FDA anunció que había concedido al medicamento “una revisión prioritaria” y que tomaría una decisión a más tardar el 7 de marzo de 2021. Si resultaba aprobado, sería el primer tratamiento nuevo en 18 años.
Entonces se produjo el conflicto de noviembre. A principios de ese mes, la FDA publicó documentos en su sitio web en los que se indicaba que muchos de los revisores clínicos del organismo, entre ellos, el director de la división de neurociencias, apoyaban la aprobación del medicamento. El anuncio se produjo apenas unos días antes de la importante revisión por parte de un panel de asesores de la FDA compuesto por los principales expertos independientes del área; esto hizo que las acciones de Biogen aumentarán más de 40 por ciento; sin embargo, cuando se reunió el panel, los miembros del Comité acusaron de parcialidad al personal del organismo y emitieron un veredicto unánime no vinculante: las pruebas no eran lo suficientemente convincentes para recomendar la aprobación del medicamento. Este anunció oscureció la esperanza e hizo que las acciones de Biogen cayeran en picada.
Para muchas personas, esta secuencia de hechos bipolar no hace más que destacar la insensatez de perseguir una cura basada en una sola hipótesis. Algunas personas, como Small de Columbia, ya habían asumido la función de críticos. La “idea básica” de la hipótesis del péptido beta amiloide, señala, “era la hipótesis correcta en ese momento. Pero, honestamente, si hoy nos despertáramos con toda la información que hemos acumulado en los últimos 25 años, no creo que alguien hubiera propuesto la hipótesis de la cascada amiloide”.
“Nunca anotarás un gol a menos de que estés jugando en el campo correcto”, dice. “Hasta ahora, hemos estado jugando en el campo equivocado. Ahora estamos en el campo correcto. Se logrará la anotación. Solo espero que ocurra más temprano que tarde, por el bien de mis pacientes”.
ADOPTAR LA COMPLEJIDAD
Muchos investigadores están de acuerdo en que ha comenzado una nueva y promisoria era en la investigación del alzhéimer, en la que se hace énfasis en la idea de que se debe permitir que broten mil flores en los laboratorios de investigación donde los científicos buscan una cura. “No estamos renunciando a los enfoques del péptido beta amiloide, pero la diversidad de objetivos que ahora somos capaces de identificar está generando una gran emoción”, afirma el doctor Richard J. Hodes, director del Instituto Nacional sobre el Envejecimiento, que depende de los Institutos Nacionales de Salud (NIH). “Estamos viendo el surgimiento de una nueva ola de estudios”.
Hodes observa que, aunque el Instituto Nacional sobre el Envejecimiento de los NIH apoya 46 ensayos de medicamentos de interés en este año, 30 de ellos se centran en objetivos distintos al péptido beta amiloide. Es probable que esto no sea más que el principio.
Señala que en la época en que se desarrollaban los medicamentos centrados en el péptido beta amiloide que actualmente se usan en la clínica, solo se habían identificado cuatro genes cuya importancia para la enfermedad de Alzheimer ya se había establecido. En años recientes, el NIA ha financiado a investigadores que obtienen datos de miles de cerebros y ha supervisado un gran esfuerzo para recopilar esos datos y aislar secuencias genéticas específicas que parecen estar correlacionadas con enfermedad, o proteger contra ella. Tan solo en 2018, se descubrieron alrededor de 30 más, “una cantidad mayor a la que hubo en cualquier año anterior, y las cifras aumentan exponencialmente”, afirma Hodes. La lista de secuencias genéticas aparentemente relevantes es, actualmente, de más de 500. Varios grupos de investigación han reducido esta lista a más de 50, las cuales parecen ser guías promisorias para nuevos medicamentos.
“La razón por la que esto es importante es que se trata únicamente de un punto de partida para lo que viene a continuación”, explica Hodes. “Cuando conocemos genes que influyen en el riesgo de padecer alzhéimer, podemos comprender lo que hacen dichos genes, las proteínas que elaboran, el ARN mensajero que proviene de ellas. Y ahora, con la bioinformática que ha surgido, podemos reunir toda esta información y observar nuevas interacciones moleculares que difieren en los cerebros de las personas afectadas por la enfermedad, comparadas con aquellas que no la sufren”.
Esto incluye a la mujer colombiana de la tercera edad, cuya notable claridad mental, a pesar de tener un cerebro lleno de placas de péptido beta amiloide, impresionó tanto a Reiman. El invierno pasado, Reiman y sus colegas anunciaron que habían rastreado la causa de su inesperada resiliencia mental y que habían detectado un solo error genético de “uno en un millón”, el cual podría proporcionar una nueva y poderosa herramienta para combatir a la enfermedad si es posible reproducir su efecto mediante un medicamento.
La mutación genética protectora ilustra el tipo de conocimientos que habría sido imposible obtener hace apenas unos años. La mujer de la tercera edad fue descubierta durante una selección de rutina, utilizando tecnologías de escaneo cerebral refinadas durante la última década, las cuales permiten que los investigadores midan la cantidad de acumulación de péptido beta amiloide en cerebros vivos. Reiman y sus colaboradores utilizaron tecnología de secuenciación genética y poderosas computadoras para comparar el ADN de la mujer con el de otros miembros de su cohorte familiar que estaban afectados por la enfermedad. Se centraron rápidamente en cambios característicos de su secuencia genética, de los que ya se sospechaba que ejercían una influencia en su función cerebral.
La mutación más probable parecía interferir con la capacidad de dos proteínas clave de enlazarse entre sí, un enlace que parece ser crucial para el avance de la mortífera cascada neural que suele producir las marañas tau y la muerte celular. Reiman y sus colegas demostraron que podían replicar este efecto en el laboratorio utilizando pequeños medicamentos moleculares compuestos de anticuerpos que interfieren con el enlace de manera similar. El siguiente paso es demostrar que pueden superar la barrera de sangre cerebral y obrar su magia en pacientes reales.
“A partir de un solo informe de caso, logramos desarrollar un anticuerpo que podría convertirse en un tratamiento si podemos llevarlo al cerebro”, dice.
Los medicamentos que replican la mutación hallada en la mujer colombiana podrían “tener un efecto más profundo en el tratamiento y, en particular, en la prevención de la enfermedad”. Lo mismo podría ocurrir con un gran número de enfoques diferentes, que presuntamente podrían ser adaptados por los científicos a cada paciente, basándose en una comprensión más sofisticada de cómo la función de distintos perfiles genéticos actúa en la manera en que se desarrolla la enfermedad.
“Si el péptido beta amiloide tiene una función o no, y yo tengo mis dudas, todos estamos de acuerdo en que necesitamos una cartera de tratamientos más diversificada, y que podría haber muchos caminos diferentes por los que una persona podría desarrollar el alzhéimer”, dice Reiman.
UN PERIODO DE REEXAMINACIÓN
Las tecnologías de secuenciación genética y la bioinformática son solo dos de las nuevas herramientas que permiten que los científicos exploren nuevos terrenos. En un laboratorio enclavado en un acantilado con vista al Pacífico en La Jolla, California, Fred Rusty Gage, presidente del Instituto Salk, transforma células de piel tomadas de pacientes con alzhéimer en células madre, que son células no diferenciadas o parcialmente diferenciadas que se pueden transformar en tipos específicos de células. En este caso, Gage utiliza cajas de Petri para transformar estas células madre en neuronas bebé. El siguiente paso consiste en rastrear meticulosamente su degeneración mientras maduran, con la esperanza de comprender precisamente qué es lo que sale mal cuando envejecen las neuronas proclives a sufrir alzhéimer y cómo las mutaciones características de cada paciente pueden alterar la función cerebral normal. A Gage le sorprendió la enorme variedad de formas distintas en que las neuronas obtenidas de distintos pacientes comienzan a deteriorarse.
Mediante su trabajo, Gage ha llegado a creer que la enfermedad no es simplemente una enfermedad, sino muchas, cada una de ellas causada por el colapso de uno o más de la enorme cantidad de sistemas celulares cruciales para el mantenimiento y la salud de las neuronas que nos ayudan a pensar. Los defectos genéticos pueden acelerar el colapso de esos sistemas celulares, pero la fuerza más poderosa que provoca cada uno de ellos es algo mucho más universal e inescapable: el implacable paso del tiempo.
“Atravesamos un periodo de reexaminación de nuestros principios subyacentes en relación con la enfermedad”, dice. “El mayor riesgo para esta enfermedad es la edad, y realmente no comprendemos muy bien el envejecimiento. Una persona no tendrá alzhéimer a los 11 años. Por ello, ahora mismo hay un gran interés en establecer modelos en los que podamos analizar la enfermedad, por ejemplo, a través de esas mutaciones, pero es necesario tener en cuenta el envejecimiento y comprenderlo”.
En términos generales, existen ocho tipos diferentes de procesamiento celular que parecen deteriorarse en las células conforme envejecemos, y cualquiera de ellos, afirma Gage, podría catalizar el colapso sistémico que ocurre en el cerebro de las personas con alzhéimer.
Cuando envejecemos, las centrales de energía de la célula, conocidas como mitocondrias, pierden su capacidad de procesar efectivamente el combustible necesario para alimentar los procesos celulares. Los servicios de recolección de basura de la célula comienzan a ir más lento, lo que produce células zombis, proteínas mal plegadas y otros desechos celulares que se acumulan en la célula. Mientras tanto, el equipo de control de calidad de la célula, compuesto por enzimas que detectan y corrigen los errores en el ADN, deja de funcionar, lo cual genera mayores probabilidades de caos. Las células enferman y segregan señales que producen inflamación. El ADN comienza a deteriorarse y el interruptor de ciertos genes se estropea.
“Todos estos sucesos diferentes se acumulan con la edad”, afirma Gage. “Y lo que ocurre ahora mismo y que me parece muy emocionante, es que estamos comenzando a comprender qué tan interrelacionados están esos problemas. Todos estos sistemas necesitan estar trabajando, y es posible que se produzca una alteración en uno de ellos, la cual afectará a otros”.
¿CÓMO MUEREN LAS CÉLULAS?
Desde el punto de vista de Gage, la enfermedad no es un padecimiento en el que las neuronas mueren repentinamente, como si fueran golpeadas instantáneamente por un ataque al corazón. En lugar de ello, las células parecen hundirse hasta la muerte en basura celular, o colapsar debido a que sus paredes se han derrumbado, o sufrir un cortocircuito debido a que la producción de energía de alguna manera ha fallado. Las cajas de Petri de Gage le permiten desregular diferentes sistemas y observar cómo distintas poblaciones de células a las que se les ha inducido el alzhéimer responden a distintos medicamentos, con base en los sistemas que han sido alterados.
Es completamente posible, dice Gage, que los medicamentos diseñados para reducir la concentración de péptido beta amiloide puedan funcionar para algunos pacientes, pero no para otros. Y, a pesar de los fracasos y de las decepciones ocurridas en décadas recientes, algunos investigadores afirman que los avances no son tan decepcionantes como podría parecer.
De hecho, una gran cantidad de investigadores aún creen que el péptido beta amiloide podría ser la clave para comprender la enfermedad. En años recientes, muchas personas han comenzado a sugerir que quizá la razón por la que los medicamentos dirigidos al péptido beta amiloide no hayan logrado curar la enfermedad no es que estas perjudiciales placas no sean esenciales para la enfermedad. Es posible que hayan fallado porque los medicamentos se administran demasiado tarde a los pacientes.
Aun así, incluso los investigadores que todavía están centrados en las placas han desarrollado recientemente un nuevo aprecio por la heterogeneidad y la complejidad de la enfermedad. “El alzhéimer es un conjunto muy complejo de cambios en el cerebro”, dice la doctora Reisa Sperling, neuróloga que dirige el Centro de Investigación y Tratamiento del Alzheimer del Hospital Brigham y de la Mujer de Boston. Ella encabeza varios de los esfuerzos encaminados a probar la efectividad de algunos de los medicamentos dirigidos al péptido beta amiloide en pacientes que se encuentran en una etapa relativamente temprana de la enfermedad.
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El fracaso de cualquier sistema relacionado con el manejo de proteínas puede tener profundas consecuencias. “Pienso que eso es lo que falla en todas las enfermedades neurodegenerativas, no solo en la de alzhéimer; que nuestro cuerpo no sabe cómo deshacerse de estas proteínas que producimos normalmente cuando envejecemos”, dice. “El sistema colapsa. Estoy totalmente de acuerdo con eso. Simplemente, ocurre que las dos proteínas cuyo manejo nos provoca más problemas en la enfermedad son el péptido beta amiloide y la tau”.
A principios de la década de 1970, Nixon declaró la guerra contra el cáncer, y el Instituto Nacional del Corazón, los Pulmones y la Sangre atacó frenéticamente las cardiopatías en Estados Unidos. Sin embargo, en esa época, la enfermedad de Alzheimer no estaba reconocida como un padecimiento de los adultos mayores.
“Cuando reviso la historia del alzhéimer veo un conjunto irregular de avances y fracasos”, señala Jason Karlawish, catedrático de medicina, ética médica y políticas de salud y de neurología de la Universidad de Pennsylvania, que atiende a pacientes en el Penn Memory Center. “Se ha producido un gran número de avances decorosos en la comprensión de la enfermedad, de la forma de diagnosticarla y, en consecuencia, podemos acercarnos a ideas sobre cuáles serían los objetivos que se puedan atacar plausiblemente con medicamentos. Para una enfermedad que ni siquiera fue reconocida sino hasta 1976, se trata de un progreso bastante bueno. A eso se debe que tengamos razones para ser optimistas”.
La gran pregunta sigue siendo cuánto tiempo tomará adquirir ventaja. Pero con el gran número de nuevos ensayos que avanzan hacia las últimas etapas y con la enorme cantidad de dinero federal, los investigadores esperan dar grandes pasos en las décadas por venir. Y, lo más importante, muchos científicos creen que finalmente van por buen camino. N
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek