Los horrores que viven las niñas soldado nunca terminan. Ni siquiera después del cautiverio.
Martha contaba con diez años cuando mató por primera vez. Le pusieron en las manos un machete más grande que ella y le ordenaron decapitar a un aldeano. Apenas la noche anterior, unos hombres en uniforme oscuro la sacaron de la cama en su hogar del norte de Uganda, la amarraron con una cuerda y la arrastraron hasta el bosque. La oscuridad resonaba con estallidos de balas y desgarradores alaridos. El aire apestaba a carne quemada.
Martha tenía 13 años cuando sus captores —una unidad del grupo militante ugandés conocido como Ejército de Resistencia del Señor (LRA, por sus siglas en inglés)— la obligaron a decapitar más personas; a matar a un bebé golpeándolo contra un árbol; y a participar en ataques contra varias aldeas.
Recién entraba en la adolescencia, pero ya había visto cómo castigaban a los niños subversivos: los comandantes cortaban extremidades; perforaban labios con candados de metal; los obligaban a dormir sobre cadáveres.
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Igual que otros secuestrados del LRA —según un estudio de la UNICEF, más de 66,000 menores entre 1986 y 2005—, Martha tuvo que vivir en el bosque, pasando hasta una semana sin comer y recibiendo palizas todos los días. La niña soñaba con escapar. Con volver a casa.
Es probable que una pequeña como Martha no corresponda a nuestra imagen mental de un “niño soldado”, ya que el término suele asociarse con varoncitos uniformados, armados, y entonando consignas que les han obligado memorizar.
Pero entre 2014 y 2016 —cuando decidí hacer mi tesis de posgrado y pedí una licencia en mi trabajo como especialista en contraterrorismo para el Departamento de Policía de Nueva York— viajé a Uganda, Sri Lanka, Indonesia y Colombia, donde tuve oportunidad de entrevistar a 50 excombatientes. Fue entonces cuando me enteré de que muchos de esos “niños soldado” son, de hecho, niñas.
El estigma asociado con haber sido miembro de esos grupos armados es más pesado para las niñas que para los varones; incluso años después de escapar o de ser rescatadas. Y pese a ello, casi nadie presta atención a los desafíos de género que encaran las niñas que vuelven a casa.
Una crisis de magnitud desconocida
Es imposible cuantificar la cifra real de niñas soldado que intervienen en los conflictos armados de todo el mundo. Y esto se debe a problemas de acceso, a la falta de información, y a los altos estándares de verificación que utiliza Naciones Unidas.
Pese a estas barreras, la ONU ha confirmado que, desde el año 2000, al menos 115,000 niños han sido liberados de milicias y grupos armados de todo el mundo. Con todo, la comunidad que investiga el tema de los niños soldado opina que dicho total es apenas una fracción de la cantidad real. Más aún, la ONU calcula que hasta 40 por ciento de los 115,000 casos verificados son niñas.
Algunas son forzadas a servir como combatientes, pero muchas más terminan como cargadoras, cocineras, espías, asistentes médicos y hasta como novias infantiles. Y sí: la violencia sexual es norma.
Janet, otra soldado que pasó ocho años en cautiverio, me contó que el LRA prefería capturar niñas más que mujeres jóvenes, porque así los captores tenían menos probabilidades de contagiarse del VIH.
El tema del secuestro de niñas captó la atención internacional en 2014, cuando el grupo militante Boko Haram abdujo a 276 colegialas de Chibok, Nigeria. Tras rescatar a gran parte de ellas y reunirlas con sus familias en Chibok, el mundo se dejó arrastrar por una oleada de optimismo y deseos de ayuda.
De hecho, algunas celebridades se sumaron a la campaña #bringbackourgirls y el propio gobierno nigeriano creó un programa de rehabilitación para brindarles atención psicológica, médica y educación. Varias niñas emigraron a Estados Unidos y terminaron sus estudios de bachillerato en escuelas estadounidenses. E incluso algunas visitaron la Casa Blanca.
Pero no es así como termina el cuento para la mayoría de las niñas secuestradas. En muchos casos, ese espantoso pasado se perpetúa en las terribles experiencias que les aguardan en casa.
Una reinserción brutal
Cuando la conocí, Martha contaba con 21 años. Habían transcurrido ocho años desde que escapara de un cautiverio de tres años. Durante nuestra conversación, la joven fijó la mirada en el suelo y antes de responder, reflexionó un momento, como avergonzada de confesarme —y a sí misma— lo que estaba a punto de decir: “De haber sabido que la libertad sería peor que el cautiverio, nunca habría escapado de la selva”. En otras palabras, el estigma que le impusieron al volver a casa se había vuelto tan incisivo que prefería regresar a las filas del LRA.
La reincidencia es un problema grave. Según cálculos, tres de cada diez niños soldado terminan reintegrándose a la milicia de la que escaparon. Y mis entrevistas me llevaron a la conclusión de que la causa principal es el estigma social.
Pese a los esfuerzos de rehabilitación y formación profesional, la discriminación persiste y levanta barreras permanentes que impiden la reinserción económica y social. Y no solo eso. El estigma entorpece la recuperación de la posguerra y desmadeja la trama de la cohesión social, pues enfrenta a unas víctimas con otras, a padres contra hijos, y a los amigos con sus amigos de antaño.
Es indudable que los problemas de reintegración afectan tanto a los excombatientes masculinos como femeninos. No obstante, hay grandes diferencias. A decir de muchas de mis entrevistadas, las mujeres soldado tienen más dificultades para encontrar empleo que los hombres excombatientes.
Mili vivió seis años con el LRA, y me cuenta que muchos empleadores se negaron a contratarla porque, habiendo había sido víctima de violencia social, temían que su reputación pudiera arruinarlos.
Cautiva durante un año, Rebecca me dijo que los empleadores consideraban corruptas a las niñas que combatieron junto a varones; entre otras causas, porque habían infringido la norma cultural que define a las mujeres como cuidadoras, y no como perpetradoras de violencia. Ante la imposibilidad de conseguir trabajo, Martha decidió poner un negocio de joyería artesanal. Pero fracasó, porque, debido a su pasado, los clientes se negaban a pagar lo que pedía por sus artículos.
El Banco Mundial y la ONU aseguran que la discriminación legal también impide que las mujeres generen dinero y posean tierras, lo cual limita sus opciones para emprender negocios. Los prejuicios se amplifican porque las mujeres compiten en desventaja con los hombres, y porque su movilidad es muy limitada. Pero sin un empleo remunerado, la consecuencia puede ser el hambre.
El colmo es que el estigma les impide casarse. Martha tenía 12 años cuando un comandante la hizo su esposa por la fuerza. “A mis 21 años, todavía me consideran ‘contaminada’”, lamenta. Varias mujeres confesaron que iban de una ciudad a otra adoptando distintas identidades para ocultar sus pasados. Mas los rumores siempre las persiguen.
Hasta los varones excombatientes suelen rechazar a las mujeres que fueron parte de sus grupos armados, tildándolas de “bienes dañados”. Y a pesar de haber sido violadas durante el cautiverio, muchas solteras que resultaron embarazadas conservan a sus hijos, lo que complica mucho sus posibilidades de distanciarse del pasado. Sin embargo, el matrimonio es un aspecto fundamental en una sociedad patriarcal, donde el marido es indispensable para la estabilidad financiera.
Sus hijos también sufren
La prole de Martha comparte su estigma. Los compañeros de escuela llaman “rebelde” a su hija de seis años y se niegan a jugar con ella. Jennifer, otra niña nacida en cautiverio, informa que los maestros desdeñan sus logros académicos, acusándola de “destacar usando la bujería de tu padre rebelde”.
La familia misma refuerza este estigma. Por ejemplo, los abuelos maternos de Rose celebraron el regreso de su hija cautiva, pero renegaron de su propia nieta porque fue engendrada por un rebelde.
Las ex niñas soldado son presa fácil de delincuentes violentos, quienes saben que sus comunidades no están dispuestas a protegerlas y, en consecuencia, es muy improbable que haya represalias.
De hecho, a decir de un empleado de la dependencia de reintegración del gobierno colombiano, algunas excombatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) llegaron a sentirse tan inseguras en sus comunidades que, el año pasado, el gobierno les otorgó protecciones adicionales a las concedidas a los varones.
Por supuesto, el costo psicológico del cautiverio, así como el de las experiencias posteriores al conflicto, es más oneroso para las niñas. Estudios empíricos de la Universidad de Harvard y los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos revelaron que, en comparación con los varones, las niñas soldado que regresan a casa son más vulnerables a la depresión y al trastorno de estrés postraumático.
Y no es de extrañar. Las niñas son significativamente más susceptibles de violaciones y abusos sexuales, en tanto que las mujeres combatientes que desempeñaron funciones de liderazgo y experimentaron la igualdad en grupos como las FARC, no consiguen reasumir el rol femenino tradicional y sufren más los prejuicios sociales de género.
La propietaria de una peluquería de Sri Lanka impartió un taller de belleza dirigido a las jóvenes que habían escapado de los Tigres Tamiles —un grupo separatista militante—, y observó que todas padecían de una crisis de identidad. “Como vivieron mucho tiempo con la prohibición de manifestar su feminidad, todas llegaron hablando y caminando como hombres”, explicó. “Pero su conducta se había modificado al finalizar el taller. Estaban tan emocionadas que rompieron a llorar”.
El imperativo de hacer más
Una estrategia de integración más eficaz requiere de una mentalidad distinta para contrarrestar el estigma social y resolver los desafíos específicos que enfrentan las niñas soldado.
Es frecuente que los organismos internacionales que promueven programas de reintegración se resistan a aceptar que estas mujeres son combatientes activas, por lo que omiten los servicios que necesitan.
Luego de implementar la política “un hombre, un arma”, Sierra Leona logró desarmar a los excombatientes varones ofreciéndoles educación, formación profesional y empleo a cambio de sus armas. No obstante, debido a la suposición errónea de que las mujeres cautivas solo desempeñaban funciones de apoyo, las exmilitantes quedaron excluidas de dicha política.
El resultado fue que, de los 6,845 niños soldado reintegrados mediante el proceso de desarme sierraleonés, apenas 8 por ciento fueron niñas; y esto, a pesar del cálculo de que hasta 50 por ciento del total de las fuerzas rebeldes se componía de mujeres y niñas.
Este es un problema tanto de seguridad como moral. Si no nos esforzamos en ayudar a esas jóvenes, la discordia social seguirá infestando los tratados de paz mucho tiempo después que se haya secado la tinta, y estaremos preparando el terreno para la reactivación del conflicto. Desde hace mucho, los científicos sociales determinaron que la demonización, la discriminación y la exclusión persistentes de todo un sector poblacional puede desencadenar la violencia.
Los genocidios de Alemania, Camboya y Ruanda fueron precedidos por la estigmatización de un grupo particular. Y cuando un estigma conduce al rechazo sistemático de los esfuerzos reiterados para garantizar las necesidades básicas —trabajo, alimento, educación y hasta amistad—, la desesperación aumenta. Por ello, regresar a las milicias termina por convertirse en una cuestión de supervivencia. Y esa reincidencia amenaza la seguridad pública.
Hay mucho que puede hacer el mundo. Aun cuando las niñas soldado son parte del extenso colectivo de mujeres vulnerables en sociedades frágiles, las organizaciones noticiosas pueden colaborar dirigiendo la atención del público hacia sus problemas específicos.
El Banco Mundial y Naciones Unidas pueden fortalecer sus alianzas con el sector privado para expandir las oportunidades económicas de las mujeres que viven en regiones afectadas por conflictos. Las compañías tecnológicas pueden proporcionar tutoriales de codificación para que las ex niñas soldado encuentren empleos de calidad.
Y la Oficina de Asuntos Mundiales de la Mujer, dependencia del Departamento de Estado estadounidense, puede desarrollar programas de reconstrucción posguerra dirigidos a las mujeres.
También es necesaria la participación ciudadana. Los donantes pueden apoyar a la UNICEF y otras organizaciones no lucrativas como Children of Peace Uganda y War Child, las cuales no solo proporcionan apoyo psicosocial, becas educativas, asistencia médica y capacitación vocacional, sino que también trabajan con las comunidades que reciben a los niños soldado, educándolas en la importancia de la reintegración y en los efectos perniciosos de la estigmatización.
Martha y las niñas soldado de todo el mundo necesitan nuestra ayuda. Una cosa es sobrevivir a la guerra. Y otra, muy distinta, es sobrevivir a las repercusiones sociales y económicas.
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Desde hace una década, Aviva Feuerstein se ha desempeñado como especialista en contraterrorismo y seguridad para la policía de Nueva York, para la Fuerza Conjunta del FBI contra el Terrorismo, y para la NBA. Es copresidenta del Comité de Defensores de la Justicia para el Proyecto Inocencia. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas de la autora.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek