Los neurocientíficos están convencidos de que llegará el día en que los tratamientos específicos se vuelvan la norma. Pero, para ello, tienen que entender los complejos “circuitos de ansiedad” del cerebro y, posiblemente, hasta la naturaleza de la conciencia.
SI CREES QUE LA NUESTRA es una “era de ansiedad”, el neurocientífico Joseph LeDoux propone que imagines cómo era la vida en la Edad Media.
“Debió ser una época espantosa”, afirma LeDoux, autor del libro Anxious (2015) y uno de los principales expertos en la neurociencia del temor. “Enfermedad, pobreza y, simplemente, el estrés de vivir”.
LeDoux hace este mismo argumento en su libro más reciente, The Deep History of Ourselves (2019), donde afirma que cada periodo histórico ha reclamado para sí el título de “la era de la ansiedad”.
“Amamos nuestra ansiedad y, como es nuestra, la consideramos muy especial”, explica el autor. “Sin embargo, así es la naturaleza de la ansiedad. Nos abruma. Cuando la ansiedad domina tu mente, no puedes imaginar que otros hayan sentido lo mismo en algún momento de sus vidas”.
“Cuando la ansiedad domina tu mente, no puedes imaginar que otros hayan sentido lo mismo en algún momento de sus vidas”.
Es un buen argumento, pero no me convence del todo. Llegué temprano a nuestra cita en su oficina así que, mientras esperaba, me entretuve con el celular y descubrí las siguientes noticias: la selva amazónica —el “pulmón del mundo”— estaba en llamas, lo cual aceleraría el calentamiento global. La guerra comercial de Estados Unidos y China se intensificaba, ocasionando que el Promedio Industrial Dow Jones se desplomara 600 puntos. ¡Dos tiroteos masivos en un mismo fin de semana!
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Mientras pensaba en todo esto y en las repercusiones para mis hijos, el planeta y mi programa de pensiones, recibí un mensaje de texto del editor de Newsweek. ¿Podría entregar mi artículo sobre la ansiedad una semana antes? Digamos, ¿en tres días?
Si esta no es la “era de la ansiedad”, entonces no sé cuál pueda serlo.
LeDoux tiene razón en una cosa: no soy el único humano contemporáneo que vive temeroso del futuro.
En mayo pasado, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría informó que, por segundo año consecutivo, dos de cada tres estadounidenses dicen estar “algo o extremadamente ansiosos” por la salud, el pago de sus cuentas y la seguridad personal y familiar. El problema es más agudo en los adultos jóvenes: 70 por ciento de quienes cuentan entre 18 y 34 años experimentan ansiedad por el pago de facturas y la seguridad de sus familias; dos de cada tres sufren de ansiedad en sus relaciones personales (comparados con 40 por ciento de los mayores de 55 años); y uno de cada cinco ha buscado atención profesional.
Algunas encuestas indican que los egresados de universidades viven con más ansiedad que nadie. En otoño pasado, la Asociación Estadounidense de Psicología publicó un estudio en el que revela que los integrantes de la Generación Z (nacidos a partir de 1996) tienen más problemas de salud mental que cualquier otra generación, y que 91 por ciento ha desarrollado síntomas físicos o emocionales asociados con el estrés (incluidas depresión o ansiedad). Entre tanto, más de 60 por ciento de los estudiantes universitarios afirmó que, durante el año precedente, experimentó una “ansiedad abrumadora”, mientras que la cifra de alumnos que acudieron a los centros de asesoramiento de sus campus aumentó en más de 30 por ciento entre el otoño de 2009 y 2015.
Muchos investigadores atribuyen esta tendencia a la internet y las redes sociales. “El acceso continuo a las noticias —y las advertencias incesantes de los sitios noticiosos— es increíblemente estresante y puede provocar una sensación de pánico”, afirma Jenny Taitz, autora y terapeuta angelina especializada en el tratamiento de la ansiedad. “Un tiroteo por aquí, un robo por allá. Toda la información a la que tenemos acceso nos hace pensar en el peligro. ¿Cómo relajarte si las malas noticias están al alcance de tus dedos?”.
Cuando menciono esto, LeDoux reconoce que vivimos un “periodo especialmente complicado”, y añade: “Las generaciones anteriores no tenían internet, la cual se ha convertido en una de las peores cosas que nos han pasado como especie”.
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Por suerte, la ansiedad está aumentando durante una época de descubrimientos neurocientíficos pasmosos. Los logros recientes en imagenología y otras tecnologías están expandiendo el conocimiento sobre el sustrato neurológico de la ansiedad, lo que ha generado gran optimismo en cuanto al futuro de este campo. Hoy se sabe que la ansiedad es un fenómeno que afecta todo el cerebro, y que depende de la actividad de unos circuitos neuronales muy complejos. Y mientras desvelan dichos circuitos, los investigadores intentan identificar objetivos para nuevos fármacos y tratamientos. “Estamos a la vanguardia de una revolución en tratamientos para salud mental”, asegura Kay Tye, neurocientífica del Instituto Salk para Ciencias Biológicas. “Es un momento muy emocionante”.
“Las generaciones anteriores no tenían internet, la cual se ha convertido en una de las peores cosas que nos han pasado como especie”.
Por nuestra parte, muchos aguardamos con ansiedad el éxito de esa revolución.
Sigue los circuitos cerebrales
Pocos científicos han contribuido más a la comprensión del miedo y la ansiedad que Joseph LeDoux. En la década de 1980, cuando empezó a trabajar en este problema, el dogma científico sostenía que las áreas de procesamiento emocional del cerebro dependían de señales que primero pasaban por el neocórtex —la región pensante del cerebro—, lo cual apuntaba a que las reacciones emocionales ocurrían hasta después y se debían a nuestros pensamientos conscientes de una situación.
Aunque Freud definió el concepto de los “factores inconscientes” que intervienen en la ansiedad, su idea carecía de fundamentos científicos. Hasta que apareció LeDoux, cuyas investigaciones con ratas le llevaron a identificar una vía independiente del pensamiento consciente. Sucede que los estímulos sensoriales pueden viajar directamente hasta la estructura cerebral primitiva donde residen las emociones: la amígdala. Este hallazgo tuvo implicaciones muy profundas, ya que permitió explicar cómo las emociones avasallan la mente racional; por qué tenemos fobias irracionales; y el mecanismo que hace que nos sintamos abrumados por una profunda sensación de premonición y ansiedad (lo que llamamos “corazonada”), aunque no exista una causa.
La amígdala es un vestigio evolutivo que da a los humanos unos segundos adicionales muy valiosos para escapar de un león o saltar fuera del paso de un auto. Ofrece una vía “lenta” o “camino elevado” hacia la mente, la cual pasa por la corteza (la parte más racional del cerebro); y también proporciona una vía “rápida” o “camino bajo” que lleva directamente a las regiones cerebrales defensivas y de supervivencia, haciendo que reaccionemos de manera instantánea: lo que se conoce como el reflejo de “lucha o huida”.
Fue así como la amígdala permitió explicar el procesamiento cerebral del temor, el cual suele activarse ante una amenaza inmediata en nuestro entorno. Sin embargo, no explicaba la ansiedad, eso que sentimos cuando nos inquieta la posibilidad de una desgracia o una lesión personal en algún momento del futuro.
En la década de 1990 los investigadores identificaron una estructura minúscula que desempeña una función crítica en los roedores que enfrentaban “amenazas ambiguas”; es decir, las que no representan un peligro inmediato. El denominado “núcleo del lecho de la estría terminal” (BNST) tiene más o menos el tamaño de una semilla de girasol y yace cerca de la amígdala. Y mientras que la amígdala aparenta ser la región cerebral que activa la respuesta de lucha o huida, el BNST se activa cuando algo nos obliga a ser hipervigilantes, el estado hormonal de hiperexcitación que nos pone tensos ante una situación incierta.
“La amígdala es al temor lo que el BNST es a la ansiedad”, sentencia LeDoux.
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El profesor de psicología Brendan E. Depue ha utilizado el laboratorio de neuroimágenes de la Universidad de Louisville para demostrar que los hallazgos en roedores se reflejan en los humanos. Uno a uno, Depue pone a sus alumnos en una máquina de resonancia magnética funcional y simula condiciones de temor, mostrándoles rostros amenazadores y reproduciendo alaridos humanos. A fin de simular amenazas ambiguas, el investigador proyecta una pantalla en blanco y dice a los sujetos que, en cualquier momento, verán un rostro amenazador o escucharán un grito desesperado, aunque también podrían observar una cara con expresión neutra y oír el parloteo de una cafetería. Dadas estas condiciones, determinó que la amígdala se activa siempre que hay gritos y semblantes atemorizantes, mientras que el BNST interviene mucho más en las amenazas ambiguas.
“La gente que se queja acude a un asesor o va a terapia no lo hace como reacción ante un estímulo de temor”, explica Depue. “Lo hacen porque les atormenta la expectación de un incidente imprevisible. De algo que solo existe en su mente y que les ocasiona un estado de vigilancia crónico e inadecuado al entorno. Creemos que esto puede atribuirse más al BNST que a la amígdala”.
“Les atormenta la expectación de un incidente imprevisible. De algo que solo existe en su mente y que les ocasiona un estado de vigilancia crónico e inadecuado al entorno”
Con todo, resulta que la cascada hormonal que desatan la amígdala y el BNST no es más que un fragmento del rompecabezas. Han surgido nuevas técnicas con que los científicos pueden rastrear los “circuitos” cerebrales con mucho más detalle y entender mejor la interacción de las distintas partes del cerebro, lo cual ha generado tanto un entusiasmo generalizado como la sensación de que todavía queda mucho por descubrir.
En 2011, Tye, del Instituto Salk, empezó a utilizar proteínas fotosensibles genéticamente modificadas para activar y desactivar neuronas, lo cual le ha permitido rastrear las conexiones entre las distintas regiones cerebrales que intervienen en el temor y la ansiedad.
Su investigación se ha sumado a las crecientes evidencias de que, además de la amígdala y el BNST, el cerebro posee otras estructuras que desempeñan una función en la ansiedad. Dichas estructuras incluyen la corteza prefrontal, el hipocampo, el giro cingulado [o circunvolución del cíngulo] y algunas otras regiones.
“Si hicieras la analogía de que el cerebro es el mundo y las neuronas son personas, y te propusieras averiguar cómo se disemina la información por todo el mundo, pensarías: ‘Supongo que es importante saber dónde viven ciertas personas’”, señala Tye. “No obstante, es más importante averiguar qué están diciendo, con quién hablan, quién escucha, y cómo responden los que escuchan la información. Cómo envían y filtran los mensajes que llegan a los distintos rincones del cerebro”.
Desde esta perspectiva, la atención puesta en la amígdala y hasta en el BSNT resulta un tanto anticuada. LeDoux, el científico a quien la amígdala debe su importancia, concuerda sin el menor empacho. De hecho, como hiciera Nixon en China, LeDoux insta a sus colegas a que presten más atención a las estructuras de orden superior que intervienen en el circuito de la ansiedad, ya que identificar las regiones cerebrales con que “hablan” la amígdala y el BNST podrían ser críticas para encontrar medios más eficaces para tratar la ansiedad.
Es más, LeDoux opina que, para entender realmente la ansiedad, es necesario explorar uno de los aspectos más complejos de la neurociencia: la naturaleza de la conciencia (tema de The Deep History of Ourselves).
Mientras que la amígdala o el BNST precipitan cascadas hormonales y conductas de protección que nos preparan para reaccionar a la defensiva, nuestras mentes —las áreas cerebrales de procesamiento superior— dan sentido a lo que estamos experimentando. En otras palabras, lo que conocemos como “miedo” y “ansiedad” son manifestaciones de la conciencia. Así que, a fin de desarrollar un tratamiento eficaz para la ansiedad, LeDoux argumenta que, más allá de las antiguas estructuras cerebrales que desencadenan conductas y liberan hormonas, lo que debemos hacer es entender los procesos, incluyendo el que da origen a la conciencia de nosotros mismos.
“Lo que conocemos como “miedo” y “ansiedad” son manifestaciones de la conciencia”.
Todos tenemos un “punto basal” de ansiedad: un estado al que siempre volvemos a lo largo de nuestras vidas. En parte, dicho punto está determinado por la genética, pero cada vez más investigaciones apuntan a que la experiencia de vida puede modificarlo. Por ejemplo, en 2011, el Dr. Charles Gardner —investigador del departamento de psiquiatría de la Universidad de la Mancomunidad de Virginia— y sus colaboradores analizaron los datos de nueve estudios longitudinales realizados con 12,000 parejas de gemelos, y examinaron los síntomas de ansiedad y depresión que los participantes manifestaron en distintas etapas de la vida. Si bien los gemelos idénticos tuvieron puntos basales equivalentes a los diez años de edad, dichos puntos variaron marcadamente conforme los sujetos pasaban por la adolescencia y alcanzaban la adultez, lo cual sugiere que la predisposición genética intervino solo parcialmente.
LeDoux asegura que la experiencia individual influye en nuestro punto basal; en parte, porque desarrollamos un “esquema mental”: un conjunto de recuerdos que se organizan por tema y se activan cada vez que nos encontramos en una situación potencialmente amenazadora o que nos causa ansiedad [ansiogénica]. Por ejemplo, algunos tememos reprobar un examen escolar, bien porque nuestros padres nos advirtieron que jamás tendremos éxito, porque nos dijeron que el examen es muy difícil, o tal vez porque reprobamos el anterior. Y así, cada vez que topamos con ese examen, experimentamos una sensación de ansiedad. LeDoux insiste en que, aun cuando pudiéramos desactivar la amígdala y el BSNT, ese esquema mental seguirá interviniendo siempre que debamos enfrentar el examen.
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Un mal tratamiento
Neurocientíficos e investigadores están entusiasmados con el reciente énfasis en los circuitos cerebrales, así como en las herramientas emergentes para estudiarlos. Aun así, nada ha conducido a un tratamiento novedoso que alivie la ansiedad; como prometiera hacerlo la fluoxetina, el medicamento más importante de la colección de ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina) que inundó los mercados en la década de 1980.
“El campo ha permanecido estancado durante mucho tiempo”, comenta Stefan Hofmann, profesor de psicología y director del Laboratorio de Investigación en Psicoterapia y Emoción, en el Centro para Ansiedad y Trastornos Relacionados de la Universidad de Boston. “Hace un par de décadas, los ISRS irrumpieron en el mercado con una publicidad tremenda. Pero poco ha ocurrido desde entonces, y el público empieza a desesperar”.
La incómoda verdad de los medicamentos dirigidos a la ansiedad es que no se ha verificado el efecto de buena parte de ellos. Si bien hay tratamientos que producen una mejoría “sustancial” en 75 por ciento de los pacientes que sufren de ansiedad debilitante, los médicos no han podido precisar cuánto de esa mejoría se debe al propio medicamento o a un efecto placebo. Además, tenemos el inconveniente adicional de que los fármacos útiles suelen ocasionar muchos efectos secundarios indeseables. Y mientras tanto, persiste el misterio de que 25 por ciento de los pacientes no responde a ningún tratamiento.
Un problema es que los especialistas en salud mental no disponen de un buen sistema para diagnosticar y clasificar trastornos mentales. Desde hace casi 70 años, la Biblia de los médicos que tratan la ansiedad y otros trastornos psiquiátricos ha sido el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), el cual atribuye los síntomas a distintas clasificaciones de diversos padecimientos. Sin embargo, los adelantos neurocientíficos han ocasionado que el DSM empiece a convertirse en una herramienta cada vez más anticuada y burda que no sirve para definir lo que está sufriendo el paciente.
La incómoda verdad de los medicamentos dirigidos a la ansiedad es que no se ha verificado el efecto de buena parte de ellos
“El problema es que tienes una lista de 30 o 40 síntomas distintos para un determinado trastorno, y muchas veces solo necesitas reunir cuatro o cinco de ellos para hacer el diagnóstico”, acusa Hofmann, quien intervino en la última revisión del libro, DSM-V. “Hay una cantidad pasmosa de combinaciones posibles que podrían describirse como depresión y trastorno de ansiedad generalizada, lo cual te deja con una variedad inmensa de personas que puedes clasificar en una misma categoría diagnóstica. Ahora bien, aunque muchos aparentan tener padecimientos similares, la realidad es que la sintomatología puede deberse a distintos problemas”.
Hofmann señala que, aunque muchos profesionales de la salud mental concuerdan en que es necesario cambiar el sistema, harán falta años para que el campo logre un consenso y redefina la estrategia.
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A la larga, los médicos dispondrán de más parámetros genéticos, neurocientíficos, de imagenología y otras disciplinas que les permitan elegir tratamientos personalizados, dice Daniel Pine, director de la sección de desarrollo y neurociencia afectiva del Programa de Investigación Interna, en el Instituto Nacional de Salud Mental. Y un primer paso fundamental es encontrar formas novedosas y más específicas para clasificar a los pacientes.
La industria farmacéutica todavía no ha incorporado las nuevas investigaciones científicas a sus métodos para desarrollar medicamentos dirigidos a circuitos específicos. Por el contrario, interpone Tye, sigue aferrada al trabajo de prueba y error: “Disparando en la oscuridad”. Desalentadas por los complejos mecanismos cerebrales de la ansiedad, muchas farmacéuticas han recortado sus presupuestos para investigación y desarrollo de medicamentos ansiolíticos.
“Estamos inundando el cuerpo y el cerebro con esas sustancias”, prosigue Tye. “Cuando tomas un medicamento por vía sistémica, la sustancia entra en tu sistema circulatorio, atraviesa la barrera hematoencefálica y termina como una sopa que baña todo el amasijo de cables que integran el cerebro”.
Esa sopa activa una amplia variedad de circuitos, incluidos los que realizan funciones opuestas, “lo cual tiene dos consecuencias”, apunta Tye. “La primera es que obtienes un efecto de suma cero, porque las neuronas con funciones opuestas se anulan entre sí. La segunda son los efectos inespecíficos. Cuando administras una sustancia que actúa en un grupo de neuronas que hacen todo lo contrario de lo que pretendes, obtienes los efectos secundarios indeseables”.
Tye señala que las benzodiacepinas (clonazepam, alprazolam y diazepam, entre otras) ejemplifican estos problemas. Al inhibir neurotransmisores clave, estas sustancias suprimen la actividad en los centros cerebrales del temor. Pero como hacen lo mismo en el resto del sistema nervioso central, pueden causar sedación, supresión locomotora, supresión respiratoria y deterioro cognitivo, por mencionar algunos efectos.
A pesar de sus críticos, Tye no pierde el optimismo. En su opinión, una vez que los científicos logren identificar los circuitos que intervienen en la ansiedad y otros trastornos, podrán secuenciar genéticamente la maquinaria neural de cada circuito para identificar sus características individuales. Y cuando esto suceda será posible desarrollar medicamentos mucho más dirigidos. Aun así, harán falta otros cinco o diez para que los investigadores logren crear un mapa que caracterice y secuencie la mayor parte de los circuitos cerebrales.
Más allá de la medicina
Hay opciones para quienes no podemos aguardar tanto tiempo. Amén de medicamentos como los ISRS y las benzodiacepinas, disponemos de estrategias psicoterapéuticas (como la terapia cognitivo-conductual) que nos enseñan a identificar y modificar los pensamientos que propician conductas y emociones negativas. Ahora bien, también hay otros remedios que no son necesariamente médicos, como el ejercicio, el cual, según diversos estudios, es de especial utilidad en la ansiedad.
Lo irónico es que muchos médicos consideran que una de las tendencias de salud mental más esperanzadoras surgió milenios antes que los tratamientos actuales: la conciencia plena. Las técnicas que nos ayudan a concentrarnos en el momento presente pueden ser herramientas poderosas para controlar nuestros temores por el futuro.
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“La incertidumbre es la esencia de la ansiedad”, dice Jack Nitschke, psicoterapeuta y profesor de psicología en la Universidad de Wisconsin. “Ansiedad es preocuparse por algo que podría ocurrir en el futuro”. Y, muchas veces, esa preocupación resulta ser impráctica, además de una pérdida de tiempo, ya que nueve de cada diez personas se preocupan por algo que nunca llega a ocurrir.
“La incertidumbre es la esencia de la ansiedad”
“Si vives en el futuro, esperando que algo malo te pase, sentarte en una silla hará que te des cuenta de que estás divagando y de que te encuentras en una habitación, a muchos días del acontecimiento futuro que estás imaginando. Esa es la finalidad de la conciencia plena”, explica Nitschke. “La práctica te vuelve al momento presente, hace que percibas dónde estabas y a dónde fue tu mente. Eso es muy útil para quienes viven preocupados”. Tiene bastante sentido que una técnica milenaria sea la mejor esperanza en una época de adelantos tecnológicos; sobre todo si consideramos que la tecnología nos bombardea con información incesante que nos saca del presente.
De modo que, si te asalta la ansiedad, puedes hacer varias cosas para relajarte mientras esperas a que la neurociencia invente una nueva pastilla milagrosa: apaga tu celular, no sintonices las noticias por cable, y trata de vivir en el momento presente. Escucha los sonidos que te rodean. Ve a caminar con un ser querido. Siente el sol en tu rostro. Y, ante todo, no te conectes con tus redes sociales ni leas las noticias. Excepto las de Newsweek, claro está.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek