Una joven de color (yo) nos dice por qué la lucha contra el racismo debe comenzar asumiéndolo en nosotros mismos.
Desde que tengo uso de razón, no puedo recordar un solo momento en el que no estuviera consciente de mi propio racismo.
No me avergüenza decirlo; no es más que un hecho: yo soy racista, tú eres racista, hasta los bebés son racistas. Y supongo que siempre he sentido, particularmente por ser una persona de color, que reconocer este aspecto de nuestra muy imperfecta existencia humana es la mejor oportunidad de restarle poder.
Por eso ha sido tan extraño escuchar a personas que insisten en que no, no, no son racistas. Incluso, cuando escribí la palabra “personas”, me di cuenta de que nos incluía a todos nosotros, pero especialmente a los blancos. Desde el presidente Trump hasta los agentes del orden, desde los vándalos de secundaria hasta los padres hípsters; aparentemente nadie tiene un solo hueso racista en su cuerpo. Y los horrores como el tiroteo masivo de El Paso, Texas, en el que, según las autoridades, un pistolero blanco de 21 años asesinó a 22 personas e hirió a docenas más tras publicar un manifiesto en el que condenaba “la mezcla de razas” y “la invasión hispánica”, no han hecho más que aumentar la certeza de los no racistas: los tiradores y extremistas racistas son el problema, no los estadounidenses reales y comunes, quienes nunca pensarían en comportarse de una forma tan detestable.
Sin embargo, me siento cada vez más sumergida en el racismo, una especie de racismo informal, constante, visible y evidentemente creciente que resulta aún más confuso porque se niega a admitir que existe.
¿Qué ocurre?
Todo comienza con el lenguaje. En mi mundo, el racismo lo abarca todo, desde los actos abiertamente negativos realizados por racistas declarados, hasta los incontables ejemplos de sesgos inconscientes que estoy segura de cometer diariamente al elegir instintivamente al maestro de yoga negro o moreno en lugar de uno de raza blanca, o al suponer que el tipo blanco es nuestro piloto, cuando en realidad es el tipo negro que está detrás de él y que viste de uniforme. Así es como mis profesores lo enmarcaron, como mi comunidad habló de ello y como siempre lo he visualizado. Pero esa no es la forma, me dice un pensador tras otro, en la que muchas personas de raza blanca experimentan la palabra “racismo”.
“La definición convencional de ‘racismo’ es cuando a un individuo le desagradan conscientemente las personas debido a su raza y es intencionadamente cruel con ellas”, afirma Robin DiAngelo, académica, capacitadora en diversidad desde hace mucho tiempo y autora de White Fragility (Fragilidad blanca). “¿Quién va a asumir una crueldad intencionada? Esa definición es la raíz de prácticamente todas las actitudes defensivas de los blancos”.
Esta idea hizo eco en mí de manera inmediata e intuitiva. Los efectos de hacer que esa actitud sea menos visible son fundamentales y me han aclarado mucho de lo que me ha confundido últimamente.
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Si definimos el racismo estrictamente como personas malas que hacen cosas malas a otras personas que no son como ellas, entonces nada que no llegue a eso puede ser racista. Y cualquier discusión sobre nuestros prejuicios raciales, incluso filosóficamente, se vuelve un ataque contra nuestro carácter.
Así, aunque algo de lo que tú hayas dicho o hecho podría haberme lastimado, el hecho de hacértelo saber equivale automáticamente a calificarte como una mala persona, lo cual te convierte, de hecho, en la víctima.
“Este marco protege perfectamente al sistema racista, exonera prácticamente a todas las personas blancas de la sociedad en la que viven, respiran y se desenvuelven, y las exime de asumir la responsabilidad de todos los mensajes que han absorbido”, afirma DiAngelo. “No sé si pudo haberse creado una mejor manera para que nosotros los blancos nos protegiéramos a nosotros mismos de la responsabilidad del racismo que reduciendo este último a su fórmula más simplista: la de un individuo conscientemente malintencionado”.
En el modelo de racismo de “malas acciones realizadas por malas personas”, las palabras no importan.
Al leer el ahora tristemente célebre tuit del presidente Trump en el que le decía al “Escuadrón”, formado por las representantes estadounidenses Ilhan Omar, Alexandria Ocasio-Cortez, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley, que “podían irse”, no me puedo imaginar a mí misma calificando a esos tuits como otra cosa que no sea “racistas”. Entonces, un amigo (un varón progresista de raza blanca de Brooklyn en sus 30) me confesó que, aunque la actitud de “ámalo o déjalo” de los tuits le parecía profundamente antiestadounidense, no entendía la etiqueta de “racista”. Para mí, esto tiene más sentido ahora, debido, desde luego, a que el presidente número 45 no dijo nada explícitamente sobre la raza de las congresistas. Sin embargo, como le dije a mi amigo, el racismo estaba en el hecho de haber dirigido el mensaje de “ámalo o déjalo” precisamente a esas personas.
No seré la primera ni la última persona en señalar que fueron cuatro mujeres de color las que se convirtieron en el blanco del presidente Trump, y que todas ellas son ciudadanas estadounidenses, tres de ellas nacidas en Estados Unidos y al menos una con una ascendencia estadounidense que se extiende más allá que la de él mismo.
A pesar de tantos años de animadversión, ¿acaso el presidente le ha dicho alguna vez a Bernie Sanders que vuelva a Polonia, de donde emigró el padre del senador? Si Hillary Clinton hubiera llegado a la Casa Blanca y le hubiera dicho a Trump que volviera a Escocia, el país nativo de su madre, ¿cómo habría terminado aquello? El simple hecho de concebir el racismo como una cuestión de extremos impidió que mi amigo pudiera ver lo que ahora le parece obvio: que, debido a su raza, estas mujeres fueron atacadas en una forma que pocas veces o nunca habían experimentado. Y el intento, apenas velado, de convertir su deseo, derecho y obligación como servidoras públicas de levantar la voz, de participar abiertamente en el experimento estadounidense, en algo siniestro y antiestadounidense solo puede ser calificado como racismo.
En el modelo de racismo de “malas acciones realizadas por malas personas”, cualquier cosa que huela a racismo es pasada por alto como una “broma”, y las bromas lo excusan todo.
Las revelaciones de la actividad en Facebook de algunos oficiales del orden han sido difíciles de leer por muchas razones. En el grupo secreto de Facebook de agentes activos y retirados de la Patrulla Fronteriza, revelado recientemente por ProPublica, entre las publicaciones de algunos de sus 9,500 miembros había memes de violencia sexual contra Ocasio-Cortez y, al lado de la foto de un migrante y su hijo ahogados, la cual se volvió viral en junio, podía leerse la pregunta: “¿Habían visto flotadores así de limpios?” Esto fue seguido de inmediato por una serie de investigaciones realizadas por Reveal sobre los cientos de oficiales del orden activos y retirados que pertenecen a “grupos de Facebook confederados, antiislámicos, misóginos o de milicias antigubernamentales” y la publicación del Proyecto Plain View, una perturbadora base de datos de miles de publicaciones y comentarios derogatorios (y públicos) realizados por oficiales de policía antiguos y actuales de ocho ciudades estadounidenses, entre ellas, Filadelfia, Dallas y Phoenix.
Sin embargo, quizá lo que me resultó más impactante mientras revisaba todo este odio fue el tono, frecuentemente ligero, burlón, como de broma, entre amigos. “Esta vil idiota necesita una ronda… y no me refiero a las que ella solía servir”, escribió un expolicía de Luisiana en una publicación realizada en junio en la que se hablaba de una noticia falsa sobre Ocasio-Cortez, mientras que en el artículo de ProPublica se señala a un miembro del grupo de Facebook de la Patrulla Fronteriza que alentaba a sus agentes a arrojarles “un burrito a esas perras”, refiriéndose a las congresistas y a otra de sus colegas de ascendencia latina, la representante Veronica Escobar de El Paso.
Y en la serie de Reveal se menciona a un detective de la Oficina del Alguacil del Condado de Harris en Houston, que pertenecía a un grupo cerrado de Facebook llamado “El Club de los Privilegios Blancos”, una de cuyas publicaciones era “un meme de una mujer afroestadounidense de la tercera edad respondiendo la pregunta de un reportero de manera confusa con el nombre de un restaurante de pollo frito”. Despedido una vez que la publicación salió a la luz, el detective apeló: “Y defendió su conducta. ‘Si quitan a la mujer negra del dibujo, ¿qué hay de racista en él?’”.
Yo me reí la primera vez que leí esa pregunta debido a su descaro. Qué astuto fue al volver la cuestión en contra de los acusadores, como si fueran ellos quienes tienen un problema de raza debido a que él, el detective, es capaz de eliminar fácilmente el elemento de la raza; el estereotipo (el racismo) no existía para él. Pero hay racismo (y sexismo y clasismo, por mencionar solo algunos elementos) en todas esas publicaciones.
Entonces, ¿eso significa que el tema de la raza no puede ser divertido?
Cuando le hice esta pregunta a Mo Amer, comediante y antiguo refugiado de la Guerra del Golfo, conocido por su especial de comedia de Netflix titulado Mo Amer: The Vagabond, y por su gira con Dave Chappelle, él recordó sus presentaciones ante los soldados estadounidenses en Kuwait y en Irak en 2009. Él fue el primer refugiado árabe estadounidense en actuar en el extranjero ante los soldados estadounidenses y de la coalición casi una década antes, pero las preocupaciones por su seguridad, derivadas de los acontecimientos del 11/9, lo llevaron a cancelar fechas y provocaron cierta reticencia ante su espectáculo.
Pero eso fue antes de esta gira. Aunque Amer seguía siendo un refugiado, decidió poner toda la carne en el asador. ¿Su frase inicial? “Me llamo Mo, no por Moisés, sino por Mohammed. ¡Sorpresa, perras!”.
Es un chiste. Un comediante lo dijo, con toda seriedad, en público. A una audiencia compuesta no por personas como él, sino por soldados acostumbrados a ver como intérpretes, víctimas, asistentes, e incluso como el enemigo a las personas como él. Y rieron: “Eso ocurrió en zonas de guerra”, señaló Amer. “Fue fascinante ser tan franco desde el inicio. Y ver que estos tipos querían algo no vulgar, sino real”.
A menos de que el humor sea tu trabajo, y que no te importe presentar tu material ante el público en general, los chistes sobre la raza no son para ti. Además, es muy probable que tus chistes sean racistas. Tomemos por ejemplo el “racismo hípster”, esa especie millennial de relajada “sátira” racial en la que todo se perdona, desde la desenfadada estereotipación hasta el uso de la palabra “nigger” (término extremadamente derogatorio para los afroestadounidenses) debido a que todo el mundo (supuestamente) participa en la broma. Resulta que esto no es más que racismo. Y calificarlo como una “broma” no lo justifica.
En el modelo de racismo de “malas acciones realizadas por malas personas”, no hay necesidad de hablar de racismo, y ni siquiera de la raza, pues no somos malas personas (es decir, no somos racistas). No hay nadie a quien esto perjudique más que a nuestros hijos. El 23 de mayo de 2018, cuatro varones adolescentes de raza blanca, en la víspera de su graduación de la Escuela Secundaria Glenelg, ubicada en los suburbios de Maryland, pintaron con aerosol la zona escolar con más de cien frases y símbolos racistas, entre ellos, “KKK”, “P…tos judíos” y, como un ataque contra el director de la escuela, un hombre de raza negra, “BURTON ES UN N…R”. (Ellos escribieron las palabras completas). Se trataba de su “broma del último año”, y en julio, cuando se publicó el detallado reportaje de The Washington Post sobre el caso, todos los chicos habían sido sentenciados a una combinación de libertad condicional, servicio comunitario y varios fines de semana consecutivos en la cárcel por ese crimen de odio.
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En una reflexión sobre el incidente, la psicóloga y educadora Beverly Daniel Tatum no se centró en los niños, sino en sus padres. En el tribunal, el padre de uno de los muchachos habló sobre su experiencia con el KKK, y narró cómo el Klan hacía colectas de dinero después de la Iglesia en el vecindario donde él creció, pero nunca habló de eso con su hijo.
“Pensaba que era su culpa”, dijo Tatum, presidenta emérita de la Universidad Spelman y autora de Why Are All the Black Kids Sitting Together in the Cafeteria? And Other Conversations About Race (¿Por qué todos los chicos negros se sientan juntos en la cafetería? Y otras conversaciones sobre la raza). “Y dijo: no es que hiciéramos comentarios de odio, no tenemos esas ideas. Pero tampoco decíamos por qué esas cosas denotan odio. Mantuvimos ese tema en silencio”.
Es una trampa en la que los padres, en especial los padres bien intencionados de raza blanca, pueden caer fácilmente. En un esfuerzo por expulsar el racismo de sus hogares, también expulsan el tema de la raza. Lo cual significa, en efecto, que cualquier discusión sobre la tensa historia racial de Estados Unidos también está fuera de lugar; es algo muy complicado de abordar si no se tiene cierto conocimiento y si no se está cómodo con el tema de la raza.
Sin embargo, los chicos no pueden evitar este tema en su vida: están inundados con mensajes raciales enviados por sus amigos, la escuela, los medios de comunicación. Y al guardar silencio, los padres simplemente garantizan que sus hijos estén sujetos a todas las influencias relacionadas con la raza, excepto a la suya.
“Con frecuencia escucho a padres que dicen: oh, mi hija nunca menciona la raza. No le importa el color de la piel”, dice said Tatum. “Y yo les respondo que no es que no le importe el color, sino que simplemente ha aprendido a no hablar de él”.
Según la experiencia de Tatum, esa enseñanza se produce en las primeras etapas de la vida. Una niña de raza blanca en edad preescolar podría ver a una persona de piel oscura en su vecindario, habitado principalmente por personas de raza blanca, y preguntar: “¿Por qué esa persona tiene la piel tan oscura?”. O: “¿Por qué esa persona está tan sucia?”. (Para los niños blancos de esa edad, es común asociar la piel oscura con la suciedad.) “Y lo primero que sus padres le dirán es: ‘shhhh’: harán callar a la niña”, señala Tatum. “Pero la niña no ha hecho ese comentario porque tenga algún prejuicio. No es más que una observación y, sin embargo, esa observación se silencia, lo que la lleva a preguntarse qué hay de malo con lo que dijo, qué hay de malo con lo que observó, qué hay de malo con esa persona”.
Aunque sea difícil de imaginar, prácticamente hay una línea directa entre esta niña hipotética y los chicos de Glenelg. Y el costo de no involucrarnos lo reflejan estos chicos tan ajenos a partes esenciales de nuestra historia (como dijo uno de los chicos en el reportaje del Post, “realmente nunca comprendí el símbolo de la esvástica”), que recrean lo peor de ella.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Para empezar, tratar de vernos a nosotros mismos, y a los demás, tan claramente como sea posible.
Cuando compartí el reportaje de los chicos de Glenelg con mi marido, un varón de raza blanca de los suburbios de Maryland, supe que quedaría horrorizado. Pero su actitud tenía más matices. Había muy pocas personas de color en el universo escolar de su infancia, pero su grupo hacía viajes educativos a plantaciones y aprendía tanto como cualquiera de nosotros sobre la historia de la esclavitud. En retrospectiva, sin embargo, dijo haberse dado cuenta de que, en esas salidas, nunca se identificó con las personas esclavizadas. Tampoco se veía a él mismo como dueño de esclavos; simplemente existía en una especie de blancura ambiental en su imaginación histórica. “Ojalá que alguien me hubiera dicho: ‘Mírate. Imagina que tus manos son negras’. Eso lo habría cambiado todo”.
La empatía no surge por generación espontánea, pero vale la pena trabajar por ella, particularmente cuando pocas veces hemos tenido que encarnar los puntos de vista de otra persona. “He escuchado a hombres de raza blanca decir que ahora ellos son los más marginados”, afirma Carolyn Helsel, ministra presbiteriana ordenada y autora de Anxious to Talk About It: Helping White Christians Talk Faithfully About Racism (Nerviosos por hablar de ello: Ayudando a los cristianos de raza blanca a hablar desde la fe sobre el racismo). “Y me río. Pero es algo muy serio para ellos. Así que, en lugar de rechazar ese sentimiento de opresión, los animo a que lo trasciendan: a que sientan cómo se siente; no es algo muy bueno. Imagina sentirte así cada día de tu vida. ¿Cómo serías una persona distinta? ¿Qué impacto tendría en tu vida? Esto hace que se conecten con la experiencia de otros”.
Es necesario saber que tenemos prejuicios, y ¿cómo podríamos no tenerlos si un estudio tras otro nos indica que los tenemos? No es una condena ni un obstáculo insalvable. Sin embargo, significa que el cambio no siempre se siente bien: “Ojalá supiera quién lo dijo; cuando uno está acostumbrado al 100 por ciento, 98 por ciento se siente como una opresión”, afirma DiAngelo. E incluso cuando crees que estás en tu mejor momento, cuando estás literalmente en el centro de la práctica de la bondad, aun así, puedes ser racista.
Helsel recuerda cuando leyó el temario de un curso de teología feminista en el seminario; se sintió decepcionada de que estuviera lleno de autores de todo el mundo. “Mi reacción inicial fue que yo solo quería teología feminista. Y tenía la premisa de que no podía aprender desde esas otras perspectivas, que eran diferentes a mí y que no podía relacionarme con ellas. El hombre con el que me casaría después estaba a un lado de mí y dijo: ‘Creo que es ahí hacia dónde se dirige la teología feminista en estos días… No son solo mujeres blancas’. Este fue un momento revelador en el que me vi a mí misma como una persona blanca que prefería a personas blancas. No es algo que hubiera notado antes”.
Dicho lo anterior, debemos partir de una actitud de compasión por nosotros mismos y por todos los demás, y suponer que hay buena voluntad, aun cuando sea difícil hacerlo. Habiendo presentado su espectáculo en las ciudades rurales del sur de Estados Unidos al inicio de su carrera, Amer dice que su habitación de hotel fue registrada durante una de sus presentaciones “solo por registrarme en la recepción como ‘Mohammed’”, y le han dicho más de una vez: “Eres bastante gracioso para ser un N…r del desierto”.
Sin embargo, después de las presentaciones, personas de esos mismos lugares le han invitado una cerveza o a una barbacoa. “Esto me pasó en las afueras de Beaumont, Texas”, dice Amer, que considera a Houston como su hogar desde que llegó a Estados Unidos en 1990. “Ellos vivían en Vidor. Vidor [ha sido históricamente] un refugio para el KKK. Sin embargo, sentí inmediatamente que estaba tocando algo especial ahí. Sin importar con quién te topes, es verdaderamente importante ser tan sincero y honesto y comunicativo acerca de tu propia experiencia que resulte difícil odiarte”.
Estamos juntos en esto. Y gran parte de nuestro avance o retroceso depende de que adoptemos aquello que es difícil oír sobre nosotros mismos y confiar en que la mayoría de las personas, al igual que nosotros, se esfuerzan por ser buenas. Fuera de esto, es cuestión de contacto. ¿Recuerdas a los bebés racistas que mencioné antes? Generalmente, suponemos que los prejuicios raciales se forman debido a experiencias negativas con un grupo racial determinado, pero en un estudio realizado en 2017 por la Universidad de Toronto se indica que los bebés, incluso los muy pequeños, de hasta seis meses de edad, muestran una preferencia por las personas de su propia raza, probablemente porque la gran mayoría de rostros que ven son de su misma raza.
Comenzar desde una edad temprana, estableciendo un entorno deliberadamente diverso y rico en diálogos para los niños, debería ser la solución obvia, y es imperativo mantenerla mientras los niños crecen.
“A los jóvenes de raza blanca no se les ha dado ninguna habilidad para abordar un dilema social con muchos matices”, afirma DiAngelo. “Ellos viven las vidas más segregadas; sin embargo, dado que los actores, músicos y atletas a los que admiran son personas de color, tienen un falso sentido de las relaciones interraciales que no tienen en la vida real”.
No permitas que esto les ocurra a tus hijos… o a ti. Cuando surja el tema de la raza, ya sea en las noticias o en tu vecindario, abórdalo de frente. No solo intentes rodearte de personas de otras razas en el trabajo, en equipos deportivos o en una clase o dos; trata también de establecer relaciones genuinas. Y usa todos los recursos que puedas.
Debido a que conoce la carrera profesional de Tatum, una vecina suya quiere organizar a un grupo de amigas de raza blanca para leer el libro de esta autora y, después, pedirle a ella que les dé una charla. Pero los libros y documentales, e incluso los programas de televisión convencionales, pueden ofrecer invaluables lecciones de historia y conocimientos, independientemente de tus vecinos. (Algunas recomendaciones: Stamped from the Beginning (Marcado desde el principio), de Ibram X. Kendi; Racism Without Racists (Racismo sin racistas), de Eduardo Bonilla-Silva; So You Want to Talk About Race (Así que quieres hablar de la raza), de Ijeoma Oluo; RACE–The Power of an Illusion (RAZA, la historia de una ilusión), la serie de tres partes para la televisión pública de California Newsreel; y las modernas comedias basadas en situaciones cotidianas Kim’s Convenience y One Day at a Time (Un día a la vez), de Netflix).
Cuando le pedí sus sugerencias, Amer gritó: “¡Comida!”. Para aquellos de nosotros que no podemos viajar por el mundo, no hay mejor manera de sumergirnos en la cultura que compartir una comida. En palabras de Amer, “también es difícil que odies a alguien si tienes la barriga llena”.
Independientemente de lo que hagas, opta por la incomodidad.
Es difícil hablar sobre el racismo. Por ello, Helsel promueve un cambio en la forma de pensar: anticipa la gratitud que sentirás mientras te abres paso a través de las difíciles conversaciones que te obligarás a tener.
Se requiere valor para levantar la voz ante el chiste racista dicho por un amigo. “Pero si no lo interrumpes —dice DiAngelo— entonces lo habrás condonado. En el primer caso, habrás evitado el conflicto. En el segundo, te habrás coludido con el racismo. ¿Cuál será tu elección?”.
Y es doloroso enfrentar nuestro propio racismo. Si bien mis prejuicios raciales como mujer de color no están respaldados por “la autoridad legal y el control institucional”, como me recuerda DiAngelo durante nuestra charla, es importante que yo me haga tan responsable de ellos como pido a los demás que se hagan responsables por los suyos. Puedo señalar con precisión el momento en el que esta idea hizo eco en mi interior.
Tendría unos diez u once años y esperaba en el auto afuera de un local de Dunkin’ Donuts al que mi mamá había entrado, cuando tres adolescentes, dos chicos y una chica, salían de una tienda cercana. Eran chicos negros como el ébano, y la chica llevaba el cabello peinado en largas trenzas; en mi memoria, aún puedo oírlos charlar escandalosamente y golpear los espejos laterales de todos los autos por los que pasaban antes de verlos realmente. ¿Pero quién sabe si esto fue cierto, o si es solo un recuerdo inventado? Lo que sí sé es que, conforme se acercaban, y aunque había mucha luz del día y me encontraba en una ajetreada intersección y tenía a mi madre a unos 10 metros de distancia, de repente sentí mucho miedo, viéndome a mí misma como un pequeño blanco para esos amenazantes chicos mayores que iban de un lado para el otro en el estacionamiento como si fueran sus dueños.
Puse el seguro en las puertas.
En el mismo instante en que los seguros hicieron clic, me di cuenta de que ellos lo habían escuchado y que yo había hecho algo verdaderamente hiriente. Recuerdo la voz de la chica diciendo: “¿Acaso acaba de…?”, mientras se acercaban finalmente a los lados del auto de mi madre. Y la risa de los chicos resonaba mientras ellos se alejaban. Creo que nunca me he vuelto a sentir tan mal. Aunque no puedo decir que la raza fue la única razón para sentirme amenazaba aquel día, he atesorado ese momento durante los últimos veintitantos años para recordarme a mí misma lo fácil que es herir, lo naturalmente que lo hacemos y lo primitivo que se siente.
No todos somos tiradores. La mayoría de nosotros ni siquiera se acerca a ese odio en palabras o acciones, sin embargo, el dolor que causamos también importa, debido a que es omnipresente y aceptado, y es terriblemente insidioso. Y cada segundo que dediquemos a negar que esto tiene consecuencias, la posibilidad de que el odio se asiente en nuestros hijos, en nuestras familias, en nuestras comunidades y en nuestros países crece a la par de nuestra cobardía, con nuestra negativa a hablar de él y enfrentarlo.
Así que tenemos que ser valientes. Solo al hacernos responsables del impacto de nuestro profundo racismo heredado podremos tener la esperanza de que algún día llegaremos a ser menos hirientes.
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Nadira Hira es colaboradora de Newsweek y escribe sobre cultura desde hace mucho tiempo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek