Los expertos no están de acuerdo en cuanto a llamarles “adictos”, pero los jugadores compulsivos y los obsesionados con las redes sociales tienen mucho en común con la gente que no puede dejar de beber, consumir drogas o apostar.
Un día de verano de 2010, un estudiante de posgrado sueco llamado Daniel Berg se me acercó después de una conferencia que di en el Christ’s College, Cambridge. Durante la conferencia, mencioné como si nada la adicción a internet. Berg me dijo que yo había dicho una verdad más grande de lo que pensaba. Muchos de sus amigos masculinos en la Universidad de Estocolmo habían abandonado la escuela y vivían donde les permitían alojarse, jugando World of Warcraft. Hablaban en una jerga más inglesa que sueca. Todo se trataba de incursiones, todo el tiempo.
“¿Cómo se sienten respecto a su situación?”, le pregunté.
“Sienten angustia”, dijo Berg.
“Pero ¿siguen jugando?”
“Siguen jugando”.
Este tipo de comportamiento sí se parece a una adicción, en el sentido de una búsqueda compulsiva y llena de remordimiento de placeres pasajeros que son dañinos tanto para el individuo como para la sociedad. En el juego, el costo personal era más alto en los hombres suecos. “Ahora soy el único varón en mi programa de posgrado en historia económica”, reportó Berg.
De vuelta en Florida, noté que las distracciones digitales cobran una cuota académica más imparcial. Los teléfonos inteligentes que salpicaban los anfiteatros eran manipulados con la misma frecuencia por mujeres y hombres. Pero cuando les conté a mis estudiantes la historia de Berg, ellos reconocieron de inmediato el tipo. Uno admitió que había perdido un año por juego compulsivo pero estaba en recuperación; precariamente, a juzgar por sus calificaciones. Otros conocían jugadores que tenían latas cerca de sus computadoras para evitar interrupciones para ir al baño.
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La lata junto a la computadora se convirtió, para mí, en un símbolo del significado cambiante de adicción. Hasta la década de 1970, la palabra pocas veces hacía referencia a algo diferente al consumo compulsivo de drogas. Sin embargo, en los siguientes 40 años el concepto de adicción se amplió. En libros de memorias, la gente confesaba adicciones a las apuestas, el sexo, las compras y los carbohidratos. Terapeutas sexuales alemanes llamaban al porno en internet una “droga de entrada” que atrapaba a los jóvenes. Un artículo de opinión en el New York Times declaraba que el azúcar era adictiva, “Literalmente, de la misma manera que las drogas”. Una joven madre sin dientes de Nueva Zelanda se bebía 10 litros de Coca-Cola al día, luego apareció en primera plana cuando murió de arritmia coronaria. Un joven holgazán de 19 años en la provincia de Jiangsu salió en las noticias cuando se amputó la mano para curarse de su adicción a internet. Funcionarios chinos juzgaron que alrededor de 14 por ciento de sus colegas estaban enganchados de forma similar, y establecieron campos de rehabilitación para la adicción a internet. Corea del Sur y Japón siguieron su ejemplo. Legisladores taiwaneses votaron para multar a los padres que les permitiesen a sus hijos pasar demasiado tiempo en línea, actualizando una ley que les prohibía a los menores fumar, beber, consumir drogas y masticar betel. Solo este último hábito no ha atraído a los estadounidenses, de los cuales el 47 por ciento presentó señales de por lo menos un trastorno de adicción conductual o a sustancias en cualquier año a principios de la década de 2000.
A menudo presentaban señales de más de una. Los investigadores médicos han descubierto que las adicciones a sustancias y conductuales tienen historias de naturaleza similares. Producen cambios similares en el cerebro, patrones similares de tolerancia y experiencias similares de ansias, intoxicación y abstinencia. Y revelaron tendencias genéticas similares hacia trastornos de la personalidad y compulsiones similares. El apostador desenfrenado y el parroquiano de casino son propensos a ser lo mismo. En 2013, la nueva edición de la biblia de la psiquiatría, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales: DSM-5, describía los trastornos por apuestas con un lenguaje que no se diferenciaba del de la drogadicción. En 2018, la OMS lo hizo oficial al añadir “trastorno por apuestas” a la Clasificación Internacional de Enfermedades revisada.
Tanto los adictos a la comida como a internet se obsesionan, pierden control, exhiben tolerancia, manifiestan trastornos asociados como ansiedad e impulsividad y experimentan depresión durante la abstinencia.
No todos estaban contentos con este hablar de adicciones. Los médicos clínicos lo evitaban por miedo a desalentar o estigmatizar pacientes. Los libertarios lo desdeñaban como una excusa para la falta de disciplina. Los científicos sociales lo atacaron como imperialismo médico. Los filósofos detectaron equívoco, la práctica engañosa de usar la misma palabra para describir cosas diferentes. Por ahora, me apegaré al término “adicción” pues da una manera concisa y entendida universalmente de referirse a un patrón de comportamiento compulsivo, condicionado, proclive a recaídas y dañino. ¿Por qué este patrón de comportamiento dañino se ha vuelto cada vez más notorio y variado?
ADICCIONES DIGITALES
Los adictos a internet y los adictos a la comida son notablemente similares. Los adictos a la comida tienen que comer, mientras que los adictos a las drogas y las apuestas por lo menos tienen una oportunidad de cortar por lo sano. La tentación en línea es casi ineludible, pues el acceso a internet se ha vuelto una supuesta característica de la vida en sociedades desarrolladas. Los terapeutas de adicciones conocen la tonada. Ellos buscan una “abstinencia de aplicaciones problemáticas y un uso controlado y equilibrado de internet”, al igual que los grupos de recuperación para adictos a la comida promueven una ingesta medida y equilibrada. Las similitudes no terminan allí. Tanto los adictos a la comida como a internet se obsesionan, pierden el control, presentan tolerancia, manifiestan trastornos asociados como ansiedad e impulsividad y experimentan depresión durante la abstinencia. A menudo recaen y persisten a pesar de las molestias familiares y el oprobio social. Y han ido creciendo en cantidad. Sondeos llevados a cabo en Estados Unidos y Europa entre 2000 y 2009 (antes de que el uso generalizado del teléfono inteligente agravase la situación) reportaron que las tasas de prevalencia de adicción a internet era entre 1.5 y 8.2 por ciento. Estudios chinos hallaron valores que van de 2.4 a 6.4 por ciento, aun cuando algunos subgrupos, como los estudiantes taiwaneses de primer año de universidad, se acercaban a una tasa de adicción de 18 por ciento. En las naciones desarrolladas, la adicción a internet se ha vuelto por lo menos tan común como la adicción a la comida. Entre los adolescentes lo es mucho más.
La adicción a internet y otros pasatiempos electrónicos se revela más claramente en la luz dura de la abstinencia. En 2010, un equipo internacional de investigadores les pidió a 1,000 estudiantes universitarios de 10 países que pasaran 24 horas sin medios electrónicos y registrasen cómo se sentían. La respuesta típica implicaba una combinación de sorpresa, desasosiego, aburrimiento, aislamiento, ansiedad y depresión, a menudo precedida por una admisión franca de uso excesivo y adicción que traspasaba las culturas.
Al igual que con el alcohol, las drogas, la comida procesada y las apuestas, el consumo de medios electrónicos está sujeto al principio de hormesis, o en palabras más simples, “estimulación”. Los estimulantes a menudo dan efectos benéficos en dosis bajas; dañinos en dosis altas. El consumo abarca un espectro desde el uso ocasional y benéfico para aliviar el aburrimiento y mejorar la moral —el equivalente digital de una pausa para tomar café— hasta el uso intenso y escapista que daña a uno mismo y otros. Los médicos clínicos discrepan con respecto a llamar a la segunda condición como adicción a internet, trastorno de adicción a internet, trastorno de uso de internet, trastorno patológico de uso de internet o algo del todo diferente. Sin embargo, sí perciben un denominador común. Los usuarios más intensos son quienes han preferido considerablemente una vida recreativa en línea como una manera de desconectarse de los engorros en la vida real. Se comportan más o menos como los apostadores de tragamonedas cuando se ensimisman, salvo que la mayoría de sus actividades, como los juegos de rol en línea con poblaciones enormes, tienen un aspecto social que refuerza la seducción virtual. Ningún DPS (un personaje que inflige una gran cantidad de daño por segundo) que se respete en World of Warcraft querría perderse la siguiente gran incursión de su gremio. Los tipos en la vida real ven con malos ojos tales acciones. Los profesores dan calificaciones reprobatorias; los padres, amenazas; los empleadores, finiquitos; los cónyuges, papeles de divorcio, y los jueces, órdenes de tratamiento para reformatorios de internet.
Los libertarios y escépticos de la medicalización piensan que el tratamiento forzado es absurdo. Las discusiones sobre la adicción a la comida —¿es en realidad una adicción como las drogas? ¿Es una enfermedad adquirida del cerebro a la que algunos individuos son más susceptibles que otros?— han vuelto a resurgir con la adicción a internet. Solo que esta vez el debate ha sido más desordenado, porque la adicción a internet incluye una gama mucho más amplia de actividades que el comer de manera compulsiva. Entre ellas está la adicción a la pornografía digital, las apuestas en línea, los videojuegos y los juegos de rol, salas de chat de fantasías para adultos, comprar en sitios como eBay, plataformas de medios sociales y navegar por la red. Grupos diferentes de personas exhiben tipos diferentes de adicción. Niños y hombres están más inclinados a videojuegos y pornografía en línea, mientras que niñas y mujeres están más orientadas visualmente a redes sociales y compras compulsivas. Algunos psiquiatras clasifican esto último como una adicción, otros como un tipo de trastorno obsesivo-compulsivo.
MIEDO A PERDERSE ALGO
Otra cosa que dificulta el evaluar la adicción a internet es su novedad relativa, en especial el uso habitual de redes sociales a través de dispositivos móviles provistos de cámara y acceso a internet. Hay poca perspectiva histórica disponible, aunque tres cosas destacan.
Primero, la conectividad digital y la movilidad han generado patrones auténticamente nuevos de comportamiento adictivo. Dejando de lado las disputas académicas sobre categorías y causas, los comportamientos se han convertido en hechos sociales. Cuando le dije a la gente que estaba escribiendo una historia actualizada de la adicción, la respuesta casi universal fue que debía incluir a los niños pegados a sus teléfonos inteligentes. Lo que otrora era una molestia periférica se ha vuelto una preocupación real, dada la cantidad creciente de accidentes provocados por conductores distraídos, por no hablar de los reportes de aumento en el bullying, la ansiedad y el fracaso académico. Estudiar compulsivamente las publicaciones en redes sociales deja menos tiempo para estudiar algo más.
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Segundo, el desarrollo de internet creó nuevas oportunidades globales para la diseminación de viejos vicios y adicciones, incluidas las apuestas, las drogas psicoactivas, la prostitución y la pornografía. De hecho, el porno es la causa de una porción significativa del tráfico en internet desde el momento de su inicio comercial.
Tercero, ambos desarrollos —malos hábitos nuevos y canales nuevos para los viejos— han sido diseñados para maximizar los ingresos, la información de los consumidores y el tiempo que se pasa en el dispositivo o la aplicación. La atención es el recurso corporativo clave y la ciencia conductual el medio para reclamarlo. Por cada individuo que trata de ejercer su autocontrol en el uso de la computadora, según señaló el moralista Tristan Harris, hay mil expertos cuyo trabajo es romperlo. Los fabricantes de juegos estudian a los jóvenes jugadores y analizan los clics de su ratón para idear agendas de refuerzo que prolonguen el juego y estimulen la compra de productos dentro del mismo.
Los tres aspectos del vicio y adicción digital —nuevo, viejo, diseñado— aparecían en American Girls: Social Media and the Secret Lives of Teenagers, de Nancy Jo Sales (2016). Sales entrevistó a más de 200 muchachas que tenían teléfonos inteligentes de entre 13 y 19 años, sobre cómo les habían afectado las redes sociales.
La lata junto a la computadora se convirtió, para mí, en un símbolo del significado cambiante de la adicción.
Los sujetos de Sales dijeron voluntariamente que eran adictas o estaban obsesionadas con sus teléfonos, videos de internet y redes sociales, a los cuales las usuarias más intensas dedicaban de nueve a 11 horas al día. Como con otras adicciones, el refuerzo tenía una dimensión positiva y una negativa. Todo me gusta en una publicación o foto, cada mensaje retuiteado, era una pequeña bolsa acumulada psíquica. El flujo continuo de información, en especial información sobre donde estaba una en el orden jerárquico de atractivo, era una forma potente de recompensa. No tener acceso a esa información era una fuente de ansiedad constante. Como muchas otras cosas en línea, adquirió su propio nombre, FOMO, o Miedo a Perderse Algo.
Pero los muchachos también pagan un precio por el acceso fácil y sin censura a internet. Se vieron atrapados en una cultura masculina grosera y un mundo de fantasía pornográfica que puede resultar en disfunción eréctil. La razón por la cual los universitarios tienen problemas para lograr erecciones, le dijo un estudiante de la Ivy League a Sales, es el uso excesivo de porno.
Es como si, en el transcurso de un siglo, hubiera habido tres revoluciones de la tecnología y el sexo. La primera, la anticoncepción artificial, separó el sexo de la procreación. La segunda, la pornografía digital, separó el sexo del contacto físico entre personas. Y la tercera, la distancia en línea y la impersonalidad, separó el sexo del cortejo y su objetivo habitual, el matrimonio. Cuando el sexo es barato, rápido y siempre disponible, ¿para qué preocuparse de ramilletes, citas para cenar y anillos de compromiso?
Conforme se multiplicaron, los ganchos digitales se hicieron más afilados. En septiembre de 2006, Facebook era solo otro sitio “divertido”, una novedad abierta a cualquiera que tuviese 13 años y poseyera una cuenta de correo electrónico válida. Diez años después, era una obsesión, con más de 1,000 millones de usuarios activos al día, reclamando una atención de casi 40 por ciento de la población mundial en línea, y el fundamento de la quinta corporación más valiosa del mundo. Nada de esto fue accidental. Los diseñadores de plataformas de medios sociales y videojuegos dependen del arte tradicional de la combinación de placeres. La diferencia es que, en vez de azúcar, sal y grasa, seleccionan ingredientes de un menú psicológico. Los seis grandes son metas atractivas que estén más allá del alcance inmediato del usuario; retroalimentación impredecible pero estimulante; una sensación de progreso gradual y maestría obtenida con trabajo duro; tareas o niveles que gradualmente se hacen más desafiantes; tensiones que exigen una resolución, y conexiones sociales con usuarios de mentalidad similar. Las personas enteradas llaman al aspecto social las “recompensas de la tribu”. Las tribus también castigan. “Tienes que estar al tanto de los Jones virtuales”, explicó Ryan Van Cleave, un profesor que perdió su empleo en Clemson porque jugaba World of Warcraft 60 horas a la semana. Cuando finalmente renunció, para evitar perder a su familia, sufrió de sudoración excesiva, náusea y migrañas.
El peligro principal, sobre todo con los teléfonos inteligentes, es la distracción constante en la conversación personal, el sueño, el manejo, el estudio, la reflexión, la práctica y el trabajo, lo cual se traduce en dificultad para lograr o mantener una intimidad, salud, seguridad, conocimiento, creatividad, pericia y estados de flujo socialmente constructivos. Como las máquinas de apuestas, las redes sociales y otras diversiones digitales ofrecen estados de flujo alternativos a través de atajos virtuales que cobran su precio en dinero, tiempo y menos logros en la vida real, satisfacciones y tolerancia por la vida sin adornos electrónicos.
“Facebook sigue siendo la distracción más grande en el trabajo que haya tenido”, confesó la escritora Zadie Smith, “y me encantaba por eso”. Con su carrera literaria en juego, ella terminó la aventura después de dos meses. Fue prudente al hacerlo. El novelista Jonathan Franzen, quien escribió porciones de The Corrections usando una venda en los ojos y tapones para los oídos, dudaba que alguien que trabajase con una conexión a internet fuese capaz de escribir buena ficción. Los profesores dudaban de que sus estudiantes equipados de esta manera pudiesen sostener argumentos originales, por miedos confirmados por investigaciones las cuales mostraban una correlación inversa entre las redes sociales y las calificaciones. Los psicólogos mostraban que la mera proximidad con un teléfono inteligente silenciado disminuía la capacidad cognitiva, en especial en usuarios habituales. Encendidos o vibrando, los dispositivos garantizan una distracción de la atención, al igual que cualquier forma de acceso regular en línea.
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La condición adquirió un nombre, “succionador de tiempo”, definido por Urban Dictionary como algo “atrayente y adictivo, pero que te impide hacer cosas que en verdad son importantes, como ganarte la vida, o hacer tus comidas o cuidar de tus hijos”. Como otras formas de comportamiento adictivo, un succionador de tiempo se perpetúa a sí mismo. Si el descuido de los deberes de la vida real crea estrés, o la inmersión en el mundo virtual crea soledad, ansiedad y depresión, entonces el escapismo es el non plus ultra. George Koob, director del Instituto Nacional de Abuso de Alcohol y Alcoholismo (NIAAA), dijo: “La gente a menudo bebe porque no se siente bien, pero beber le hace sentir peor, así que bebe más”. Esto se aplica por igual a las adicciones digitales.
En 2017, Loren Brichter, quien creó el mecanismo de jalar para actualizar mediante el cual los usuarios de Twitter y otras aplicaciones podían actualizar sus muros al jalar hacia abajo la pantalla táctil, dijo que se arrepentía de su invención. Él la llamó adictiva, una palanca en una máquina tragamonedas. Justin Rosenstein, quien codificó el prototipo del botón me gusta, desearía no haberle concedido “repiques brillantes de pseudoplacer” a un mundo distraído. Chamath Palihapitiya, ex vicepresidente de Facebook para crecimiento de usuarios, odiaba que “los bucles de retroalimentación de corto plazo y motivados por la dopamina que hemos creado estén destruyendo cómo funciona la sociedad. Nada de discurso civil. Nada de cooperación. Desinformación. Desconfianza”. No era un problema estadounidense, enfatizó él. Era un problema mundial. Captar y monetizar los globos oculares se había vuelto un juego irresistible.
Arrepentidas o no, las élites de Silicon Valley cuidaron los globos oculares de sus propias familias. “Limitamos cuánta tecnología usan nuestros hijos en casa”, dijo Steve Jobs, de Apple, a un reportero incrédulo, quien se había imaginado su mesa del comedor repleta de iPads. “Ni remotamente cerca”, comentó Jobs. Él quería que sus hijos discutiesen libros e historia en las comidas familiares. Los cinco hijos de Chris Anderson, ex director de Wired, se quejaban de las reglas de sus padres negándoles la tecnología. “Ello se debe a que hemos visto los peligros de la tecnología de primera mano”, le explicó Anderson al mismo reportero. “Lo he visto por mí mismo, no quiero ver que eso les suceda a mis hijos”. Palihapitiya fue más explícito. Él no usaba “esta mierda” y tampoco se la permitía a sus hijos. Otros ejecutivos tecnológicos e ingenieros lidiaban con el problema mediante imponer límites de tiempo, negándoles los teléfonos a sus hijos antes de los quince años y nunca permitiendo pantallas en sus recámaras. Extendiendo el mandato de poca tecnología más allá de sus hogares, matricularon a sus hijos en escuelas privadas donde los iPhones, iPads e incluso laptops estándares estaban prohibidos.
LA ERA DE LA ADICCIÓN
El historiador médico Charles Rosenberg escribió que “de cierta manera, la enfermedad no existe hasta que estemos de acuerdo en que existe, mediante percibirla, nombrarla y responder a ella”. Eso se duplica en las adicciones nuevas: estamos en el momento ideal para percibirlas, nombrarlas y responder a ellas, sean fabricadas socialmente o no. Aun cuando, al final, importa menos cómo llamemos a estos excesos y más que entendamos su costo. No solo vivimos en una era de la adicción. Vivimos en una era en la cual la tentación comercializada de rebajar a nuestros cerebros de placeres disciplinados y corticales a unos más básicos nunca había sido más intensa. Como nunca antes, los malos hábitos son un gran negocio.
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Extracto adaptado de The Age of Addiction: How Bad Habits Became Big Business, publicado por Harvard University Press. Derechos de autor © 2019 por el Presidente y Miembros del Colegio de Harvard. Usado con permiso. Todos los derechos reservados.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek