Ni yo, ni varios millones de personas más, tendríamos por qué habernos enterado sobre la vida familiar del célebre director mexicano Alfonso Cuarón. Sin embargo, involuntariamente, ahora sabemos que tiene un hijo adolescente, de nombre Olmo, quien padece autismo.
El interés de esa circunstancia familiar pertenece exclusivamente a la esfera estrictamente privada del director, aunque, desafortunadamente, el joven se ha tornado en un asunto público, al ser captado desfilando por la carpeta roja de los Óscar junto a su orgulloso padre.
La peculiar conducta del joven durante el evento ha llamado la atención de los medios y de las malditas —que no “benditas”— redes sociales que, como siempre, aprovecharon las imágenes para cebarse de manera taimada y agresiva sobre el muchacho, cuyo único pecado no ha sido más que acompañar a su padre en un momento particularmente importante para la familia.
Olmo es un menor de edad con la peculiaridad señalada; por lo tanto, nadie tiene el derecho de utilizar su imagen y, mucho menos, dañar su dignidad, sobre todo cuando su propia condición autista le impide responder a las injustas agresiones y pitorreos en los que involuntariamente se ha visto involucrado.
De acuerdo con datos de la ONU, unos 70 millones de personas en el mundo forman parte del espectro autista. El autismo y sus comportamientos asociados pueden ocurrir en uno de cada 59 individuos.
Se trata de un amplio porcentaje de la sociedad que cotidianamente se ve expuesto a todo tipo de actos de discriminación en su contra, malos tratos, bullying y demás prácticas que violan sus derechos básicos y menoscaban su dignidad.
El autismo es una condición relacionada con el desarrollo normal del cerebro en áreas que rigen la interacción social y las habilidades comunicativas. Quienes lo padecen suelen presentar deficiencias en la comunicación verbal y no verbal y en las interacciones sociales.
Dependiendo del tipo de autismo hay quienes pueden exhibir movimientos repetitivos del cuerpo, respuestas inusuales en determinadas circunstancias y resistencia a cualquier cambio de rutinas, entre otras manifestaciones.
El autismo, en cualquiera de sus expresiones, no es una condición que se pueda remediar o atender fácilmente. Los sistemas de salud no suelen poner mucha atención en ello. Desde luego, quienes viven con esta discapacidad, difícilmente encontrarán opciones de acceso a la educación y al trabajo.
Lejos de ser aceptadas y respetadas, las personas con autismo normalmente suelen verse sujetas a ese tipo de respuestas sociales como la que vimos dedicada al hijo de Cuarón. En el entorno social, lo normal es verse sometidas a prácticas discriminatorias, burlas y sobajamiento de su dignidad.
Las personas con autismo no gozan de las consideraciones sociales y jurídicas que la moderna corrección política sí dispensa a otros sectores de la sociedad que igual se encuentran en desventaja, como las mujeres, los indígenas e, incluso, las personas con discapacidad física.
En pocas ocasiones quienes padecen autismo son incluidos en esas franjas de vulnerabilidad social; es como si no existieran o como si su condición no fuese algo sensible o delicado que atender.
Sin embargo, las personas autistas son tan vulnerables como cualquiera otra que se ubique en algún otro estrato de desventaja, por más que se piense que las dificultades en su desarrollo psicosocial no son relevantes y dignas de protección.
Los especialistas en este tipo de personalidades han señalado que el autismo en sí mismo no es un drama; el drama radica en la respuesta social hacia esta condición; es en este punto donde una condición neurotípica se convierte en una enfermedad socialmente discapacitante.
El autismo no es una especie de “perturbación mental”, ni una tara intelectual, y aun cuando así fuera, no existen razones para socavar la dignidad de quienes viven esa realidad, tal como sucede. Las personas con autismo merecen respeto igual que cualquiera. Respeto traducido en condiciones de acceso a la educación, al mercado laboral, a tener amigos… a pertenecer.
Quien en realidad padece el autismo, la que verdaderamente sufre una discapacidad y la imposibilidad para comunicarse y aprender es la sociedad misma. Esta es la autista, a la cual le resulta imposible establecer contacto con aquellas personas cuya interpretación del mundo es diferente y permitirles el desarrollo de sus destrezas para facilitar su integración.
Sé bien que poco de lo que aquí escriba influirá para generar una mayor comprensión hacia estas personas o para sensibilizar sobre lo inusual, extraño o peculiar que pudieran parecer las conductas de quienes padecen autismo, en comparación con lo prescrito como “normal”. Sin embargo, es necesario contribuir para lograr romper esos estereotipos que tanto afectan la vida de las personas autistas y de sus familias.
Si algo bueno pudiera extraerse de las patéticas e indignantes burlas y ofensas dedicadas a Olmo, esto podría ser las reacciones de repudio contra el escarnio que han servido como un llamado de atención sobre una realidad social de la que resulta más práctico desentenderse.