Los ojos de la tormenta
El año pasado, miles de migrantes emprendieron una marcha desde América Central hasta Estados Unidos. Muchos huían de la violencia y la pobreza, y abrigaban la esperanza de obtener asilo en el norte. Donald Trump ha calificado las caravanas como una “invasión [de] pandilleros y personas muy malas”. En cambio, tres fotógrafos de Getty Images —John Moore, Spencer Platt y Mario Tama— han percibido algo más entre las separaciones familiares forzadas, los gases lacrimógenos y el conflicto por un muro fronterizo que condujo al cierre parcial del gobierno estadounidense.
SPENCER PLATT
Durante el otoño, cuando estuve en el sur de México para cubrir una caravana de migrantes centroamericanos, fui muy consciente de la naturaleza hiperpartidista de este problema, y de que los medios de comunicación lo utilizaron para atizar el temor en el preludio de las elecciones [estadounidenses] de medio periodo. Si bien era importante documentar la magnitud de la caravana y mostrar la cantidad de personas que emprendieron el viaje, me pareció igualmente importante resaltar la lucha individual.
Investigué mucho para prepararme y encontrar una postura que me permitiera cubrir el problema de manera adecuada. Pero, después de caminar con los migrantes aquel primer día, recuerdo haberme sentido impactado por la peligrosidad del viaje. Cada día, los integrantes de la caravana caminaban hasta 14 horas o viajaban en la parte trasera de los camiones cargando niños pequeños; tarea nada fácil. Fue increíble ver su fortaleza para despertar diariamente antes del amanecer, y hacer lo mismo una y otra vez. Imagina que viajas miles de kilómetros en condiciones muy precarias, a sabiendas de que hay muy pocas posibilidades de que te concedan asilo en la frontera.
Creo que entre 25 y 30 por ciento de los migrantes eran familias con niños. Como padre de una niña pequeña, me resultó difícil asimilar el costo de la odisea para esos niños de tres o seis años. El viaje es casi imposible para ellos debido a la mala nutrición, el calor brutal y las pésimas condiciones sanitarias. Retraté a un hombre que cargó a su hijo durante casi 3 kilómetros, a las 4:00 horas, en silencio y sin quejarse una sola vez. Y en el otro extremo del rango de edades, observé a familiares y amigos que empujaban las sillas de ruedas de varios ancianos.
Muchos estaban exhaustos y maltrechos y, no obstante, se sentían muy esperanzados por lo que les aguardaba en la frontera, casi como si desconocieran las políticas de la presidencia de Trump.
Las tensiones del viaje eran palpables cuando la caravana llegó a Ciudad de México. Días después, cuando los migrantes alcanzaron la frontera, agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos dispararon gases lacrimógenos. Quienes observaban la situación desde sus hogares no podían entender la desesperación de los migrantes que conocí. Su viaje de asilo es largo y dificultoso, y en el tiempo que pasé con ellos aprendí a valorar mi ciudadanía, una condición que muchos damos por sentada.
MARIO TAMA
En el puerto de entrada de Tijuana, los oficiales fronterizos de Estados Unidos solo procesan entre 30 y 100 casos de asilo cada día. Los demás migrantes tienen que elegir entre cruzar ilegalmente o vivir en ruinosos refugios de México mientras aguardan más de un mes para una audiencia de asilo. Por ello, no sorprende que algunos decidan cruzar como ilegales, reclamar asilo y entregarse a las autoridades.
Me impresionó mucho un caso de Tijuana, en el que un pequeño grupo de migrantes —que incluía a una madre hondureña y su pequeña hija— bajan por una ladera en busca de una sección de la valla donde pudieran cruzar. Encontraron una abertura en una de las vallas y, poco después, apareció un agente de la Patrulla Fronteriza estadounidense. El agente y la madre estaban casi cara a cara en la abertura cuando la mujer suplicó, una y otra vez, que les permitiera cruzar a Estados Unidos. Por supuesto, el oficial les negó el paso. En mi experiencia, la política y la humanidad chocan bruscamente en la frontera.
Las diferencias entre nuestros países se pierden un poco al llegar a esa zona. En San Ysidro, un distrito de San Diego, hay establecimientos donde cambian dólares por pesos, y pareciera que todos los residentes hablan algo de español; mientras que, en Tijuana, el taxista puede tener sintonizada una estación de radio de San Diego. Hay una valla fronteriza que cruza la playa hasta el océano Pacífico. Puedes ver a la gente del lado estadounidense a través de los largueros de la valla. He fotografiado esa playa muchas veces, y siempre me parece igual de extraña o surrealista.
En cierta ocasión, retraté una reunión familiar en la frontera de Nuevo México, adonde centenares de personas fueron a abrazar a sus parientes. Casi todas las familias estaban separadas a causa de su condición migratoria, y cada una disponía de tres o cuatro minutos para ver a sus seres queridos. Algunos residentes del lado estadounidense cruzaron la frontera y después regresaron. Otros se saludaron a través de los largueros. Una familia del lado estadounidense me contó que era la primera vez en 15 años que abrazaban a su madre, pues vivía en México.
La Patrulla Fronteriza envió agentes a supervisar la reunión. Durante el encuentro, uno de ellos abrazó a un oficial de policía mexicano, mientras que otro agente iba armado con un rifle. Es parte de su trabajo. Al terminar el encuentro, un agente cerró la valla fronteriza y las familias regresaron a sus vidas separadas. Me pregunté qué estaría pensando aquel oficial mientras cerraba la cerca.
JOHN MOORE
Al cubrir el tema de la inmigración para Getty Images a lo largo de tres presidencias, he constatado que las fuerzas de la ley están cada vez más militarizadas. No obstante, los hombres y las mujeres que patrullan la frontera aseguran el cumplimiento de la ley y solo obedecen las órdenes de sus superiores.
Es evidente que las prioridades que eran de Obama cambiaron mucho con Trump; lo que sigue igual son los agentes que implementan esos cambios. Hay unos 20,000 agentes fronterizos, de modo que sus opiniones abarcan un espectro muy amplio, sobre todo en lo tocante a la visión original del muro de Trump (la cual sigue evolucionando). Aun así, podríamos afirmar que todos agradecerían que se destinen más fondos para la seguridad fronteriza, en términos de más agentes, mejor tecnología, instalaciones y equipos más actualizados y… sí, más barreras físicas en la frontera. Todos quieren más recursos para hacer su trabajo.
El nivel de vigilancia es tan alto, especialmente en las zonas urbanas de la frontera, que los migrantes intentan cruzar por zonas más apartadas. Hace poco, la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos fue abrumada por la cantidad de familias que ingresaron por esos lugares. Cuando emprendieron su largo viaje a Estados Unidos, los migrantes estaban tan nerviosos que muchos abandonaron sus países de origen sin saber siquiera que las políticas estadounidenses habían cambiado.
En junio, poco después de que la presidencia de Trump implementara su política de “tolerancia cero”, solicité un recorrido con los agentes de la Patrulla Fronteriza de Texas. Quería retratar a las familias que fueron detenidas y enfrentaban la separación forzada. Jamás imaginé que la imagen de la niña que llora en la frontera tendría tanto impacto; no solo en Estados Unidos, sino en el resto del mundo. Creo que nunca sabré por qué esa escena afectó a tantas personas. Tal vez lo que conmovió al público fue la incertidumbre de la separación. Desconozco si la imagen influyó en la decisión presidencial de poner fin a la separación de las familias en la frontera. En todo caso, sentí un profundo alivio al enterarme de que madre e hija permanecieron juntas.
Las recientes muertes de niños migrantes son desgarradoras y han causado que la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos revise la manera como está respondiendo a la afluencia de solicitantes de asilo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek