Las proyecciones de los principales organismos financieros internacionales se han ajustado a la baja. En el mejor de los casos, la economía mexicana crecerá en el 2019 a un ritmo de 2.4%, mientras que en las proyecciones más pesimistas el estimado es de 1.6%. Para el 2020, la CEPAL ha proyectado un crecimiento aproximado de 2.5%
Durante la campaña electoral, el entonces candidato López Obrador prometió que México regresaría a tasas de crecimiento entre el 4.5% y el 6% anual. Así, dadas las proyecciones mencionadas, México tendría que crecer consecutivamente a un ritmo de al menos 4% en 2021 y 2022; e igualmente de forma consecutiva, a un ritmo de 6% en 2023 y 2024.
Lo anterior se ve prácticamente imposible, sobre todo ante las medidas económicas que se han anunciado en el corto plazo; mientras que los programas sociales, en el mejor de los casos, permitirán reducir de manera poco significativa los niveles de pobreza de la población que es considerada en esa condición.
En estricto sentido, nadie sabe ni puede anticipar cuál será el efecto de incrementar la pensión de adultos mayores, así como el programa de jóvenes trabajando por el futuro, sumado al programa de becas y proyectos como el Tren Maya y la pretendida construcción de la refinería de Tabasco, así como la reconversión de las que actualmente existen en el país.
Este nivel de incertidumbre se debe a una simple razón: no hay programas pilotos que permitan plantear escenarios ni de corto ni de mediano plazo con base en resultados obtenidos en su implementación en ciudades o regiones.
Por ejemplo, el programa denominado hoy como Prospera, en cuyo origen fue denominado Progresa, fue piloteado primero en algunas regiones del país; y una vez que se tuvo claridad de cómo debía operar, se amplió gradualmente hasta llegar a más de 2.5 millones de familias en el año 2000.
Lo anterior significa que, hasta hoy, se desconocen las reglas de operación de los programas de nueva creación del gobierno federal; no se tiene claridad de cuáles serán los criterios de inclusión o exclusión, así como de permanencia y probable “egreso” de los diferentes nuevos programas.
Desde esta perspectiva, sería interesante conocer cuál es la perspectiva de un organismo como el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social respecto de cómo habrá de evaluarse a los nuevos programas federales; y si estas evaluaciones serán de diseño, de desempeño o de impacto. Igualmente sería interesante conocer la perspectiva de la Auditoría Superior de la Federación, la cual también cuenta con facultades y probadas capacidades de evaluación de programas.
Si México habrá de avanzar en la erradicación de la pobreza y en la reducción de la desigualdad, lo podrá hacer sólo con base en programas evaluados y perfeccionados con base en esas evaluaciones. Por eso llama la atención que en el diseño de los nuevos programas federales, no se sabe si la evaluación fue considerada como uno de sus componentes.
Desde esta óptica, lo que urge saber es cuál es el impacto esperado de la política social en el desarrollo económico del país; y cuál es el de la nueva política económica en las condiciones sociales; esto es exigible saberlo, porque si algo se criticó a los gobiernos de Fox, Calderón y Peña, es precisamente el divorcio de la política económica de la política social.
Ahora, lo que es importante saber es, con realismo, cuáles son las estrategias que seguirá el gobierno federal, en un entorno de crecimiento de 2%, indicador de hecho menor al promedio que se ha criticado de nuestra economía en los últimos 30 años. La ciudadanía tiene derecho a saber cuál es la proyección en la reducción de la pobreza y qué debemos esperar en los próximos seis años. Ya es hora de dejar atrás la retórica y comenzar a conocer, con detalle, proyecciones y números precisos.
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