Ahora que el mundo considera que Bashar al Assad ha ganado la guerra en Siria, los refugiados sirios en Turquía están atrapados. Si vuelven a su país, sus vidas están en peligro. Si se quedan, enfrentan la incertidumbre y la miseria: “Ya no pertenecemos a ningún lugar”.
El bombardeo sacudió el dormitorio escolar. Era el mes de junio de 2011 y Barzan Ramo, quien estaba en el balcón, pudo entrar apresuradamente. El universitario, de 22 años de edad, estudiaba para sus exámenes finales en Deir Ezzor en el este de Siria, cuando grupos rebeldes y fuerzas del régimen, favorables al presidente Bashar al Assad, se enfrentaron justo frente a él.
Para escapar, Barzan y unos cuantos estudiantes más le rogaron a un conductor de minibús que se atreviera a internarse por las calles llenas de escombros entre el fuego de los francotiradores antes de que las tropas del gobierno rodearan la ciudad. Barzan viajó furtivamente durante siete días antes de llegar a su ciudad natal, en las afueras de Qamishli, en el extremo noreste de Siria. Pero aún ahí, la guerra lo esperaba. El ejército de Assad deseaba que Rezan, hermano menor de Barzan que acaba de terminar su servicio militar obligatorio, volviera a luchar contra la floreciente revolución. La familia dependía de los hermanos; su padre, Jamal, tenía problemas cardiacos, y su madre, Hifa, dependía particularmente de Barzan como padre sustituto, para ayudarle con sus cuatro hermanos menores.
Viendo que sus dos hijos mayores estaban en peligro, “les dije que se fueran —dice Hifa—, para que tuvieran una vida segura”.
Por ello, Barzan y Rezan cruzaron la frontera hacia Turquía, que tenía una política de “puertas abiertas” para los sirios. El presidente turco Recep Tayyip Erdogan señaló que daría la bienvenida a los refugiados como “invitados” y les concedería protección temporal, un estatus legal que les permitiría quedarse en Turquía, y tener acceso a algunos servicios públicos. Muchos sirios vieron un camino hacia mejores oportunidades y seguridad más allá de las fronteras turcas, en Europa. Entre ellos estaba la madre de Barzan, así como dos de sus hermanas y dos hermanos, quienes fueron introducidos tiempo más tarde de manera ilegal en Estambul, mientras la situación en Siria empeoraba.
Sin embargo, Turquía no estaba preparada para que los miles de refugiados sirios que recibieron al inicio del conflicto se convirtieran pronto en millones. Los precios del alquiler de viviendas aumentaron, el desempleo creció y los refugiados pasaban grandes dificultades para sobrevivir. Actualmente, mientras la guerra en Siria entra en su octavo año, más de 3.5 millones de sirios viven en Turquía, la mayor población de refugiados del mundo, de acuerdo con Naciones Unidas. Año tras año, las diferencias culturales y lingüísticas, así como las desigualdades en la educación y el empleo, además de una prolongada crisis económica, han transformado el espíritu de hermandad en una actitud de hostilidad. Más de 80 por ciento de los turcos que apoyan al Partido Justicia y Desarrollo (AKP) de Erdogan, señalaron en 2017 que los sirios debían ser devueltos a su país cuando la guerra terminara, pero cerca de la mitad de los refugiados encuestados, en un estudio diferente realizado el año pasado, respondieron que deseaban quedarse en Turquía.
Esta creciente tensión invade a toda Turquía, desde Estambul, donde el número de refugiados asciende a casi 550,000, hasta el sureste de ese país, donde los sirios representan aproximadamente 30 por ciento de la población. Ahora, en lugar de una política de “puertas abiertas”, los soldados turcos patrullan el muro de aproximadamente 764 kilómetros en la frontera con Siria, con la orden de disparar en el acto. El gobierno desmantela campos de refugiados y cierra organizaciones no gubernamentales y clínicas médicas. “Nuestro objetivo es hacer que todas las tierras de Siria sean seguras”, dijo Erdogan durante su campaña de reelección en junio. “Y facilitar el regreso a casa de todos nuestros invitados”.
Ahora que gran parte de la comunidad internacional considera que Assad y sus aliados han ganado la guerra, las naciones vecinas que han sido las más afectadas por los desplazados sirios, así como miembros de la Unión Europea sacudidos por el resurgimiento del nativismo, hacen eco de ese llamado. Durante el régimen del presidente Donald Trump, la política estadounidense ha pasado de “Assad debe irse” a “los sirios deben volver a su país”.
Los refugiados enfrentan una situación sin posibilidades de triunfo: si vuelven a la Siria de Assad, se arriesgan a ser reclutados, desaparecidos, o a sufrir la venganza sectaria, así como a una enorme falta de servicios básicos y de oportunidades. Si se quedan en Turquía, enfrentan una incertidumbre y miseria crónicas, mientras la política local e internacional se vuelve contra ellos.
En 2014, Barzan viajó a Alemania para terminar su educación y encontrar un mejor empleo para apoyar a su familia. Rezan lo siguió después. Sin embargo, las autoridades alemanas han rechazado la solicitud de asilo de Barzan, con lo que eliminaron no solo sus esperanzas, sino también las de su madre y sus hermanos, que han pasado cinco años atrapados en Estambul.
Ahora que son adultos, tres de sus hermanos trabajan jornadas de 12 horas en un taller de costura ubicado en un sótano, hacinados junto con otros 100 sirios y turcos (señalan que su jefe turco paga menos a los sirios, lo cual es una queja constante). Incluso el hermano más joven, Mohamad, de 12 años, que dormía una siesta durante toda mi visita, realizada en octubre, asiste a la escuela por las mañanas, pero hace mandados para la fábrica por las tardes. La familia ha pagado tres veces a un traficante de personas para que los ayude a llegar al centro de Europa, pero las autoridades los han regresado. Ahora, envían gran parte de sus ahorros a Siria para ayudar a Jamal, cuya salud se ha deteriorado.
“Esta situación —me dice Hifa— empeora día con día”.
En medio de la más reciente crisis de refugiados de gran magnitud, después de la Segunda Guerra Mundial, Turquía firmó la Convención de Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, en la que se define el término refugiado y las obligaciones de los países de proteger a las personas desplazadas. Pero Turquía, que se encuentra entre Europa y Asia, mantuvo una limitación geográfica, y concedió el estatus de refugiados solo a las personas de origen europeo. Seis años después, cuando estalló la guerra en Siria, Turquía no estaba obligada a conceder a los sirios un estatus de refugiados, de ahí la política de “invitados”, aunque tiene prohibido devolverlos al peligro.
Únicamente en este año, alrededor de un millón de personas han sido desplazadas en Siria, de acuerdo con Naciones Unidas. El Banco Mundial calcula que cerca de un tercio de todas las viviendas, y la mitad de las escuelas y hospitales, están destruidos o dañados. Los varones de entre 18 y 50 años de edad se arriesgan a ser incorporados al debilitado ejército sirio, y algunos grupos rebeldes que acordaron dejar las armas en acuerdos de reconciliación con el gobierno han sido enlistados para luchar a favor de Assad. Asimismo, el gobierno de Damasco ha declarado que confiscará las propiedades de los sirios desplazados para “emprender nuevos desarrollos”.
Al principio, Erdogan obtuvo un capital político al dar la bienvenida a los refugiados sirios como invitados, presentándose como un líder regional y religioso que ayudaba a millones de musulmanes mientras las naciones desarrolladas más poderosas no hacían nada, de acuerdo con Hande Paker, catedrático de la Universidad Bahcesehir en Estambul.
Sin embargo, para finales de 2015, mientras Turquía albergaba a millones de sirios y más de un millón de refugiados huían a Europa, la migración en masa se convirtió en una crisis política. Partidos nativistas desde Italia hasta Suecia adquirieron mayor poder y acosaron a los centristas de la Unión Europea, como la extrovertida canciller alemana Angela Merkel, que se mostró a favor de albergar a más refugiados. Erdogan llegó a un acuerdo con la Unión Europea: los refugiados que llegaran a Grecia desde Turquía serían enviados de vuelta, pero por cada persona regresada, uno de los refugiados que ya estuvieran en Turquía sería reubicado en el bloque. Según este acuerdo, la Unión Europea recibiría a un máximo de 72,000 personas.
Esto no ha salido así. La migración hacia Europa ha disminuido, pero más de dos años después del acuerdo, solo 16,975 refugiados sirios han sido reubicados fuera de Turquía, de acuerdo con Naciones Unidas. El gobierno de Trump admitió únicamente a 62 sirios a Estados Unidos durante el año fiscal de 2018. “El gobierno turco puede afirmar que está conteniendo a los refugiados que desean llegar a Europa”, afirma Kati Piri, relatora del Parlamento Europeo sobre Turquía. “Nosotros no estamos cumpliendo nuestra parte”.
Ahora que la opinión pública en Turquía ha cambiado, Erdogan ha endurecido su postura sobre los refugiados. Turquía ha cerrado su frontera, dando fin, de hecho, a la reunificación de familias sirias en Turquía, así como al registro de nuevas llegadas. De manera notable, los sirios interceptados por la Guardia Costera turca ya no son liberados en Turquía por el gobierno, sino que son trasladados a los campamentos que aún existen en el sureste o son enviados de vuelta a Siria. El verano pasado, funcionarios turcos animaron a los sirios registrados para que volvieran a su país para las fiestas musulmanas, en parte, para que reconsideraran la posibilidad de volver a vivir en su país.
En total, Erdogan afirma que medio millón de los sirios que había en Turquía han optado por regresar a su país, aunque los observadores cuestionan esa afirmación. El 1 de noviembre, el ministro de Defensa de Turquía señaló que 260,000 sirios habían regresado a los territorios controlados por Turquía en el norte de su país. “Esto debería ser voluntario”, dijo Erdogan en octubre, durante una cumbre sobre Siria, en la que Rusia, Alemania y Francia acordaron que el regreso de los refugiados era el principal objetivo, coordinado por Naciones Unidas. Sin embargo, las cifras mencionadas por las autoridades turcas, así como los informes que dan cuenta de las repatriaciones y deportaciones forzadas, han provocado preocupaciones entre defensores de los derechos humanos y funcionarios. Selin Unal, del organismo de Naciones Unidas para los refugiados, señala que Naciones Unidas no promueve ni organiza todavía viajes de retorno “porque la situación en Siria no es totalmente segura”.
Mehmet Gulluoglu, director de la Autoridad para el Manejo de Desastres y Emergencias de Turquía, niega las acusaciones de retornos forzados. “Ninguno de ellos ha sido presionado ni entregado de vuelta”, declaró a Newsweek.
De cualquier manera, durante varios días de octubre en Bab al Hawa, el cruce internacional más cercano a Idlib, el último bastión rebelde en Siria, no vi ninguna señal de retornos masivos. Un autobús con refugiados registrados que volvían de una peregrinación en Siria se detiene con gran estruendo en una parada. Varios conductores de taxi abandonan su juego de dados y corren para descargar el equipaje.
Jamal Baraa dice que él y su familia vuelven a Turquía provenientes de Alepo. El viaje a casa “fue muy difícil”, dice. “Con las amenazas de bombas, podíamos haber sido atacados en cualquier momento”. Al preguntársele sobre las afirmaciones de Moscú y Damasco de que los refugiados podían volver a las áreas controladas por el régimen, responde: “Son puras mentiras”. Mientras hablamos, su hija se sienta sobre una roca y carga a su hermano dormido. La familia ha vivido en Reyhanli durante los últimos cinco años, y volver a Siria permanentemente, dice, sigue siendo muy peligroso. Pero aún tienen la esperanza de hacerlo.
“Si las cosas mejoran —dice—, volveré”.
Plantíos de algodón flanquean la carretera que va desde la antigua ciudad turca de Antakya hasta Reyhanli, bordeando el largo muro gris que marca la frontera con Siria. Durante el día, hombres y mujeres turcos se inclinan sobre los blancos copos. Al atardecer, un refugiado llamado Ali Jaja me muestra su cosecha, acurrucado detrás de su tienda a orillas del camino. A los sirios, me explica, les dejan únicamente las sobras.
La ley turca mantiene atrapados a los sirios como “invitados” perpetuos, prácticamente imposibilitados para acceder a las vías para obtener un trabajo legal, adquirir una vivienda, obtener la ciudadanía o, incluso, para reubicarse, porque, técnicamente, no son refugiados.
En Siria, Jaja tenía un huerto de cítricos. “Se lo llevaron todo”, dice, refiriéndose al régimen. Ahora, en Turquía, al igual que 3.3 millones de refugiados, vive “sin techo” en ciudades y no en campamentos oficiales, de acuerdo con la Dirección General de Manejo de la Migración de Turquía. Durante los últimos cinco años, su hogar ha sido un campamento improvisado de lonas azules, situado en un terreno sin pavimentar en Reyhanli. Veinticinco familias viven ahí. Los más afortunados tienen pisos de cemento y antenas de televisión por satélite. Dado que las autoridades de inmigración exigen a los sirios que vivan en donde fueron registrados, los refugiados no pueden viajar muy lejos para buscar trabajo y tienen oportunidades muy limitadas. Hasta la fecha, el gobierno turco ha emitido únicamente 20,000 permisos de trabajo a sirios y los ha limitado a ocupar menos de 10 por ciento en cualquier lugar de trabajo, de acuerdo con el Centro de Política de Estambul, un instituto de investigación. Jaja y los otros hombres del campamento sobreviven recogiendo las sobras de la cosecha estacional de algodón.
Al mismo tiempo, la presencia constante de refugiados irrita a los turcos locales, a pesar de que muchos de ellos tienen raíces sirias. Perciben, generalmente de forma equivocada, que los refugiados compiten por los empleos y los servicios públicos y fomentan la delincuencia. “Turquía se enorgullece de su hospitalidad —dice Paker—, pero ahora los sirios son vistos como personas que han abusado de la bienvenida que se les dio”.
La violencia entre las comunidades anfitrionas turcas y los refugiados sirios se triplicó en los últimos seis meses de 2017, en comparación con el mismo periodo de 2016, de acuerdo con el Grupo Internacional de Crisis. Un factor importante lo constituyen los cerca de 950,000 sirios que trabajan en la economía informal, que da empleo a un tercio de la fuerza laboral turca. Pero los hombres que se reúnen al atardecer frente a la carpa de Jaja afirman que un día completo de duro trabajo para un jefe turco les produce apenas 5 dólares estadounidenses.
“Nos tratan muy mal”, dice Jaja. De no ser por sus hijos, él volvería a su país. “Al menos tendría respeto. Aquí no tengo nada”.
Para las mujeres sirias, las condiciones son peores. Ellas enfrentan mayores obstáculos para la educación, el empleo y los servicios, así como una mayor vulnerabilidad ante la xenofobia y la violencia, derivada de las estructuras patriarcales de la región. Muchas de ellas deben mantener su función tradicional como cuidadoras, al tiempo que realizan trabajos de tiempo completo; sus esposos o familiares masculinos se quedaron en Siria o fueron asesinados.
Durante mi último día en Reyhanli, conocí a Hafizaa Bregeh, de 59 años, viuda, abuela y sostén de los 13 miembros de su familia. Ella y siete de sus familiares huyeron de Taftanaz, su pueblo, situado en las afueras de Idlib, a principios de 2012. Afirma que los soldados del régimen entraron en su casa y sacaron a su esposo lesionado, que era maestro de escuela, y a su hermano. Mientras ella veía, los soldados les ataron las manos y los fusilaron contra un muro. Los disparos de francotiradores le impidieron recuperar sus cuerpos durante tres días. Los enterró precipitadamente por la noche y cruzó la frontera en Bab al Hawa.
“No pensábamos en lo que comeríamos —dice Bregeh—, sino en que estaremos lejos de los cohetes”.
Tras llegar a Turquía, ella recogía hierbas en las afueras de un campo de refugiados en Reyhanli para hervirlas y comerlas. Un vecino turco le dio una vieja máquina de coser para que comenzara a trabajar como costurera, y después de ahorrar durante cuatro años, pudo comprar otras dos máquinas. Sin embargo, sus pocas ganancias se acaban rápidamente debido a la discriminación de los turcos, afirma, pues los habitantes de la localidad le cobran precios más altos. “Me explotan por ser mujer —dice—, porque saben que soy siria y estoy sola”.
Mientras hablamos, Bregeh se relaja en una silla detrás de sus máquinas. Hace una mueca de dolor. Necesita una cirugía de rodilla, pero esto le costaría más de cinco meses de alquiler en Turquía. “Si trabajo, también puedo comer”, dice. “Si no trabajo, no tengo comida y soy la única que trabaja para alimentar a 13 personas”.
Hace unos seis meses, la hija de Bregeh y cuatro nietos más se le unieron en Turquía; el esposo de su hija fue asesinado en Siria. Cuando Bregeh se siente más desesperada, considera la posibilidad de volver a casa. La vida, dice, es demasiado dura en Turquía. Pero luego comienza a coser de nuevo. Mientras Assad siga en el poder, afirma, no hay retorno.
Para muchas personas, volver sería una sentencia de muerte.
En la oficina cercana de una organización no gubernamental de ayuda, una joven siria me dice que ella enfrentaría la prisión o algo peor en Siria. Pide que se le identifique únicamente por sus iniciales, R. Z., pues teme que su familia en Damasco sea atacada. En 2014, su madre fue herida en un bombardeo en Siria, por lo que ella y su hermana la llevaron a un hospital cercano, dirigido por el gobierno. Sin embargo, debido a que el hermano de R. Z. era un activista que se había unido a un grupo islamista rebelde simpatizante de Turquía, las autoridades sirias encerraron a la mujer en una sala de hospital durante los siguientes 11 meses, y luego en una prisión durante otros 13. Los dos hijos pequeños de R. Z. y su marido, un maestro de matemáticas del gobierno, pensaron que había muerto.
Cuando fue liberada, en abril de 2016, comenzó a ahorrar de inmediato para trasladar a su familia a Turquía y, al final, logró llevar a su madre, que había quedado con una discapacidad durante su encarcelamiento. En Reyhanli, los hijos de R. Z. asisten a una escuela turca, pero con la poca ayuda que recibe del gobierno, debe superar grandes problemas para pagar el alquiler de su pequeño departamento, mientras cuida todo el día a su madre.
El esposo de R. Z. salió de Turquía un año después y volvió a Damasco con su familia, que está a favor del régimen. Ella rehúsa volver, por lo que su esposo le envió una demanda de divorcio. “Es imposible que nos volvamos a ver”, dice R. Z. “Le dije que, tras dos años en prisión, no puedes sentir lo que yo siento”.
Rakan al Hardan sostiene un jilguero de color naranja neón en su callosa palma. Otros pájaros de vivos colores silbaban por encima del tejado con vista a Antakya, pero él le había enseñado a esta ave siete canciones. Rakan cría los pájaros para ayudar a alimentar a su familia mientras esperan a ser reubicados, y para dar tratamiento a su hijo, Safi, de 13 años, que sobrevivió a un disparo en el rostro.
“Me iría a cualquier país donde pudiera obtener un tratamiento para mi hijo”, dice Hardan. “Iría hasta el mismo infierno”.
Hardan no pudo llevarse a sus preciados pájaros cuando salió de Siria en 2013. Su familia había ido a visitar a varios familiares en las afueras de Latakia, sede de la más grande base aérea de Rusia en Siria, cuando comenzó el bombardeo. En medio del caos, su tío sacó la pistola y Hardan encontró a Safi en el piso. Con 40 centavos en el bolsillo, subió de un salto a una ambulancia, mientras los médicos trasladaban a su hijo a través de la frontera hacia Antakya, donde se encuentran las instalaciones de emergencia mejor equipadas de la región.
Le dijeron que Safi tenía 10 por ciento de probabilidades de sobrevivir, y Hardan mandó traer a Hamide, su esposa embarazada, que había pasado de contrabando a sus otros tres hijos a través de la frontera turca. La familia durmió en el jardín del hospital. Médicos Sin Fronteras y el Consejo Danés para los Refugiados les recomendaron a los Hardan que se reubicaran en Estados Unidos, uno de los pocos países con la experiencia para tratar a Safi. Sin embargo, la reubicación es poco frecuente; el año pasado, el organismo para los refugiados de Naciones Unidas reubicó a menos de 1 por ciento de alrededor de 20 millones de refugiados de todo el mundo, y las leyes turcas, que niegan a los sirios el estatus oficial de “refugiados”, hacen que esto se vuelva aún más difícil. Sin embargo, los lineamientos de Naciones Unidas y de Estados Unidos dan prioridad a los casos de urgencias médicas.
Hardan dijo que la familia entera se entrevistó varias veces con funcionarios de Naciones Unidas y de Estados Unidos, pero en enero de 2017, las órdenes ejecutivas de Trump prohibieron la entrada a su país de todos los refugiados, específicamente de los sirios. Posteriormente, el caso de los Hardan fue sometido a una revisión de 120 días, la cual ha sido ampliada por el gobierno. En junio, Trump dijo que no permitiría que Estados Unidos se convirtiera en “un centro de detención de refugiados”.
La oficina para los refugiados del Departamento de Estado de Estados Unidos y el organismo para los refugiados de Naciones Unidas señalan que no pueden hablar de casos específicos.
Cada día que Safi pasa en Turquía, pierde constantemente lo que le queda de vista. “Mi hijo necesita tratamiento —dice Hardan—, pero estoy indefenso”.
Una red de médicos sirios que trabajan con organizaciones no gubernamentales de asistencia trata de proporcionar más atención básica. En octubre pasado, en Antakya, un pediatra llamado Ziad Jouma estaba muy ocupado atendiendo a niños. Entre consulta y consulta, hacía ademanes ante las ventanas de cristal que miraban hacia un exuberante jardín. Tras lo vivido en Siria, lo considera todo un lujo; su clínica de Idlib fue bombardeada tantas veces que sustituyó los cristales de las ventanas con hojas de plástico para que sus jóvenes pacientes no resultaran heridos por los fragmentos de vidrio producidos por las explosiones. Sacudía el polvo de su mesa de auscultación y seguía adelante. “Uno trata a aquellos que puede salvar, y ya está”, dice.
A funcionarios y expertos médicos como Jouma les preocupan los niños sirios que están en Turquía, que han vivido una guerra continua y que ahora dan forma al futuro de su país adoptivo. Alrededor de dos tercios de los refugiados sirios en Turquía son mujeres y niños.
Jouma dice que la mayoría de los niños que atiende en Antakya sufren de incontinencia y de un pánico intenso. También presentan problemas psicológicos complejos como problemas en la escuela, de alimentación, e incluso del habla. Los niños, dice, internalizan los traumas de otras personas. “Sus padres sufren, por lo que los problemas de los niños aumentan”. Durante sus primeros meses en Turquía, los tres hijos del propio Jouma se metían debajo de una mesa siempre que oían un avión volando por encima de ellos.
Cuando los visité, los médicos de Antakya temían que el gobierno cerrara la clínica, como otras en toda Turquía. Los críticos consideran esas acciones como una extensión de la inclinación antiliberal de Erdogan, que ha realizado purgas entre los trabajadores públicos y ha perjudicado a los medios de comunicación y al sistema judicial. Los sirios sospechan que el gobierno trata de obligar a los refugiados a que se autodeporten. Para diciembre, la clínica de Jouma había sido cerrada.
“En Siria, yo tenía mi propia clínica, un auto, una casa, mi familia”, dice Jouma. Ahora, en Turquía, “es como una pesadilla de la que no puedes despertar”.
Al atardecer, las máquinas de coser todavía ronronean desde la fábrica de ropa ubicada en el sótano de Estambul, en la que trabajan los hermanos Ramo. Jazia, la hermana mayor de Barzan, pidió que nos reuniéramos afuera porque tenía miedo de que una visita pusiera en riesgo sus empleos. Caminamos por las oscuras calles hacia su departamento. En el interior, ella se disculpa por la escasa decoración: pocos muebles, aparte de una cama, dos sillones y paredes desnudas.
Sin embargo, a sus 24 años, Jazia luce feliz; acaba de casarse, con el típico enorme vestido blanco, el banquete y el baile. Conoció a su esposo, Youssef Kabawa, en Turquía. Siendo también un refugiado, vio por primera vez a Jazia en su vecindario de estar en 2014, mientras ella buscaba un alojamiento para su familia. Él se atrevió a ofrecerles ayuda. “No estaba pensando en ofrecerles una casa”, dice con una pícara sonrisa. Él y Jazia habían intercambiado mensajes de texto. Luego, ella entró en la fábrica de ropa, y vio a Kabawa ahí, entre las máquinas de coser. “Es muy apuesto, excepto por la barba”, señala la madre de Jazia. Kabawa se ruboriza, detrás del humo de su cigarrillo.
En Siria, su romance jamás habría ocurrido: Kabawa es árabe y pertenece a una familia de clase alta de la derruida ciudad de Alepo; Jazia es kurda y proviene de un pequeño pueblo relativamente pacífico en las afueras de Qamishli, en el área controlada por los kurdos. Sin embargo, las tensiones históricas de su patria persisten en Turquía. Cuando Kabawa visitó a la familia de Jazia para pedir su mano, llegó solo; su familia no aprobaba su matrimonio con una kurda. De igual forma, Barzan no le habla a Jazia porque está casada con un árabe.
Dado que ganan apenas lo suficiente para pagar el alquiler y la deuda contraída por su boda, Jazia y Kabawa se preguntan si alguna vez podrán darse el lujo de tener su propia familia. Han contemplado la posibilidad de llegar al centro de Europa, pero la tarifa que exigen los traficantes de personas, que suele ser de más de 10,000 dólares, les resultaría imposible de pagar.
La guerra de Siria ha separado a sus familias, aun cuando los ha unido a ellos en Turquía, y ellos llevarán consigo la guerra a donde quiera que vayan.
Jazia ha perdido sus esperanzas en volver. “Si no podemos regresar junto con toda la familia, no puedo ni imaginarlo”, dice. “Ya no pertenecemos a ningún lugar”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek