La reducción del daño es una práctica que busca no avergonzar o persuadir a las personas que usan drogas para que dejen de hacerlo, sino simplemente proporcionarles las herramientas y ayudarles a mejorar su salud.
Este reportaje es publicado por Newsweek en colaboración con Capital & Main.
Carol Chrysler hace su mayor esfuerzo para responder y satisfacer las exigencias de un hombre sentado frente a ella en la atestada habitación de una pequeña casa de Ukiah, California. Chrysler, de 33 años, es voluntaria de la Red de Sida/Hepatitis Viral del Condado de Mendocino (MCVHN, por sus siglas en inglés); el hombre, de 31 años, ha conducido más de 72 km hacia el sur para buscar agujas limpias de varios calibres y longitudes distintas. “Soy un tipo que necesita un paquete de 10 unidades por uso”, le dice, sacudiendo nerviosamente una rodilla. “Necesito agujas del número 31, 29, 28, 27, de media pulgada, de un cuarto de pulgada y de tres octavos”.
“No tengo del número 28”, le informa.
“¿Tienes del 29? ¿O del 27?”
“Sí”, le responde.
“Porque hago mucha rotación. No estás para saberlo, pero he estado en esto durante 13 años”.
El hombre, cuyo nombre prometí no preguntar cuando me permitió presenciar su visita, me dice que se inyecta para soportar varios meses de soledad en terrenos despoblados cultivando cannabis, en un sitio de cultivo cerca del poblado de Laytonville. “Esto es lo que pasa cuando uno vive solo durante 10 meses del año”, dice. “Puedo soportar unos siete”. Supo de MCVHN, que los habitantes de la localidad pronuncian “Macavin”, hace cinco días, después de que su última aguja reutilizada resultó ser demasiado roma como para penetrar su piel sin riesgos. Aun así, le parece que los servicios de Ukiah son inferiores a los de la Alianza para la Reducción del Daño de las Personas en Seattle, donde vivía.
“Ahí, te aparecías y era como formarte en la fila de la cafetería”, dice. “Pipas para fumar crack, condones [para las pipas], mecheros, de todo”.
Las muertes por sobredosis aumentaron en gran medida cuando la gente se dio cuenta de que, al disolver e inyectar opioides de reciente incorporación al mercado para el dolor crónico, obtenían un efecto más satisfactorio que el de las píldoras.
Chrysler le dice cortésmente que MCVHN no proporciona mecheros. “Pero no eres la primera persona que me lo pregunta esta semana”, dice, “así que voy a planteárselo a mis superiores”.
Tras cierta negociación, Chrysler acuerda darle al hombre 10 paquetes de jeringas de dos tamaños distintos. Él rechaza una dosis de naloxona, un medicamento que se enlaza con los receptores de opioides del cerebro y puede frenar una sobredosis por opioides. (A veces, las metanfetaminas se potencian con fentanil, un potente opioide sintético). El hombre promete que cuando vuelva a resurtirse, se hará la prueba de la hepatitis C, una forma crónica de la enfermedad, que es muy común entre las personas que comparten agujas.
“La próxima vez que vengas, pregunta por Wendy”, dice Chrysler. “Ella te hará la prueba”.
A algunas personas les podría parecer indignante que alguien pueda llegar de la calle y tener acceso a la parafernalia que necesita para inyectarse droga.
Chrysler no le pregunta si le interesa recibir tratamiento. No le da discursos sobre las consecuencias que el uso de la metanfetamina podría tener en su cuerpo y su mente. Siendo ella misma una antigua usuaria de metanfetamina (ha estado limpia durante ocho meses), Chrysler sabe que si trata de hacerlo, es posible que el hombre nunca vuelva. Y ella desea que lo haga.
“Gracias, querido, nos vemos la próxima”, le dice mientras el hombre toma el paquete de suministros y sale a la carrera. “¡Cuídate!”
Chrysler es una “líder de pares” en el área de reducción del daño, una práctica que busca no avergonzar a las personas que usan drogas para que dejen de hacerlo, sino simplemente proporcionarles las herramientas y ayudarles a mejorar su salud. Ella comenzó a usar metanfetaminas cuando era adolescente, y aún comprende el valor de una pequeña y delgada aguja cuando te inyectas una segunda dosis con las manos temblorosas, así como entiende por qué es importante hacerse pruebas para detectar enfermedades transmitidas por la sangre. Ella es firme; pone límites. Pero no juzga. Ella también estuvo así recientemente.
Para las personas que no están en el área de la reducción del daño, la idea de que alguien pueda llegar de la calle y tener acceso de manera gratuita y sin identificación a la parafernalia que necesita para inyectarse droga podría parecer indignante y quizás incluso criminal. “La gente pregunta, ‘¿Quieres decir que le das a alguien una aguja nueva, y esa persona se va y se inyecta droga con esa misma aguja?”, señaló Alessandra Ross, especialista en drogas inyectables del Departamento de Salud Pública de California, hablando ante profesionales de la salud pública en una conferencia realizada en septiembre sobre el uso de opioides en el ámbito rural. “Eso podría ser todo un desafío para la gente”.
Las actitudes públicas sobre ofrecer ayuda a los adictos sin pedirles la sobriedad no han cambiado mucho, aún si ello evita la propagación de una enfermedad transmitida a través de la sangre.
Sin embargo, las consecuencias de no enfrentar este desafío han surgido muy recientemente en las comunidades rurales de todo Estados Unidos. Una vez que las personas se dieron cuenta de que al disolver, cocinar inyectarse formulaciones de liberación prolongada de opioides recientemente incorporados al mercado para tratar el dolor crónico (oxicodona y oximorfona) obtenían un efecto placentero más barato y más satisfactorio que con las píldoras, las muertes por sobredosis aumentaron en gran medida: entre 1999 y 2016, la incidencia de muertes por analgésicos opioides se quintuplicó en Estados Unidos. Cuando las píldoras se acabaron, llegó la heroína barata. Y donde escaseaban las agujas, las enfermedades se propagaron sin freno: en la zona rural del Condado de Scott, Indiana, más de 200 personas infectaron con la misma cepa de VIH entre 2011 y 2015, cuando el entonces gobernador de Indiana Mike Pence levantó la prohibición de los servicios de intercambio de agujas en los condados más afectados de ese estado. Si el Estado hubiera actuado cinco años antes, según se descubrió en un reciente estudio de la Universidad de Yale, el VIH podría no haberse propagado más allá de las primeras 10 personas que lo contrajeron.
La reducción del daño para los farmacodependientes no es nada nuevo. Incluso en las zonas rurales de Estados Unidos, la distribución de agujas limpias se ha realizado al menos desde la última parte de la década de 1980, cuando la epidemia de VIH mostró que no respetaba los límites urbanos. Libby Guthrie, directora ejecutiva de MCVHN, comenzó en 1987, trabajando en la prevención del VIH entre los usuarios de drogas inyectables en el área de la Bahía de San Francisco, pero en 1990 se trasladó a Carolina del Norte, donde el VIH se propagaba sin control durante la década de 1990 y prácticamente era ignorado. “Vi cómo morían varias personas cada mes en [el grupo de apoyo para pacientes con VIH que dirigía],” recuerda, “y vi como otras personas no mencionaban cuál había sido la causa de su muerte”.
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En ese entonces, los centros de intercambio de agujas operaban en la clandestinidad o, en California, con exenciones de emergencia emitidas por funcionarios de los condados. Esto no era posible en todas partes: Dallas Blanchard, que dirige un centro de intercambio de agujas los sábados por la tarde en Fresno, California, recuerda haber tratado de distribuir agujas limpias en el Condado de Kern hace una década. “Si te atrapaban, pasabas 10 días en la cárcel por cada jeringa”, dice. Sin embargo, la ley ha avanzado: desde 2012, es legal poseer y distribuir jeringas. En 2015, incluso era posible comprarlas en una farmacia, aunque en un estudio sobre adquisición de jeringas realizado entre farmacias de los condados de Fresno y Kern, dirigido por el catedrático Robin Pollini, de la Universidad de Virginia Occidental, solo 21 por ciento de los intentos tuvieron éxito.
Lo que no ha cambiado mucho son las actitudes del público sobre ofrecer ayuda a los usuarios sin pedirles que busquen la sobriedad, aún si ello significa evitar la propagación de una enfermedad que se transmite a través de la sangre. En una reciente encuesta realizada por investigadores de la Escuela Bloomberg de Salud Pública de Johns Hopkins se encontró que únicamente 39 por ciento de los adultos en Estados Unidos aceptaría un servicio legal de intercambio de agujas en sus comunidades, y solo 29 por ciento aprueba la creación de instalaciones para el consumo seguro, en las que las personas pueden inyectarse drogas en un ambiente protegido, en presencia de personal médico capacitado.
Veitinséis condados y ciudades de California cuentan con algún tipo de programa de intercambio de agujas, lo cual deja a prácticamente todo el lado oriental de ese estado sin ninguno de esos servicios. Aunque Blanchard afirma que entrega jeringas a lo largo de la línea entre los condados de Kern y Fresno una vez por semana, así como en un local de Servicios Sociales del Condado de Tulare, ni en Kern ni en Tulare existe un programa de agujas limpias para usuarios de drogas inyectables, a pesar de los altos índices de sobredosis y enfermedades. El condado rural de Plumas, California, ha disminuido con éxito su índice de muertes por sobredosis, que era uno de los más altos en todo el estado, con un programa de reducción del daño que tiene el apoyo de los funcionarios locales y los oficiales de aplicación de la ley. Sin embargo, en otros condados rurales que cuentan con esos servicios (Fresno, Humboldt y Mendocino en particular), la oposición local se ha mantenido tan feroz que quienes proporcionan el servicio han recurrido al Estado en busca de una autorización para que las autoridades locales no les impidan trabajar.
El dinero también es un problema. Dado que el presupuesto para los servicios sociales y de salud en California ha disminuido en la última década, los presupuestos para los organismos de reducción del daño han pasado de ser escasos a casi inexistentes. Guthrie recuerda cuando, a principios de la década de 2000, con la financiación de la oficina estatal para el sida, ella pudo contratar a cuatro trabajadores pagados de servicios sociales que trabajaban a jornada completa y que viajaban periódicamente a pie a los pequeños poblados del norte de Laytonville y Leggett, e incluso a Covelo, donde una confederación de seis tribus de Nativos Estadounidenses habita en el remoto Valle Redondo, a una distancia de una hora y media en auto desde Ukiah. Esto fue importante: una de las premisas de la reducción del daño es que el hecho de proporcionar agujas limpias es el primer punto de contacto con los farmacodependientes que podrían necesitar otros servicios de salud, asesoramiento o pruebas para detectar enfermedades.
“Todos los días de la semana”, dice, “[los trabajadores sociales] salían a hacerlo suyo, obteniendo suministros nuevos, realizando pruebas a las personas y canalizando a los enfermos; ‘¿Necesitas hacerte una prueba? ¿Necesitas atención médica? ¿Necesitas vivienda?’ Se encontraban cara a cara con las personas, les entregaban jeringas una vez por semana y venían a recogerlas”.
“Su percepción de un adicto es que soy una mala persona. Pero no lo soy. Tengo integridad. Me preocupo por otras personas más de lo que me preocupo por mí mismo”.
Luego vino la Gran Recesión y la crisis presupuestaria de California. En 2010, al enfrentar un déficit de 40,000 millones de dólares, California eliminó la totalidad del presupuesto de 33 millones de dólares para la prevención del sida, que recibía 9 millones de los Centros para el Control de las Enfermedades. El organismo se vio obligado a dividir sus fondos federales entre 19 jurisdicciones “con alta carga de trabajo”, la mayoría de ellas ubicadas en la costa y en las áreas urbanas. Mendocino, Humboldt, Lake y otros 39 condados principalmente rurales fueron dejados totalmente fuera.
“De la noche a la mañana, pasamos de tenerlo todo a no tener nada”, dice Guthrie. “Fue como, ‘¡Bum! Se acabó’. Yo dije, no, no es así. Tenemos personas necesitadas y tenemos este programa de intercambio de agujas, y es una de las pocas maneras de hacer participar a las personas que usan drogas en el condado”. Ella ha mantenido en funcionamiento a MCVHN con una red de voluntarios que distribuyen lo que pueden. Sin embargo, admite que no es lo ideal. El Condado de Mendocino abarca más de 6,000 km², gran parte de ellos escarpados y de acceso difícil. “Ya no podemos salir y hacer capacitaciones para pruebas de VIH y hepatitis C, ya no podemos hacer canalizaciones ni enlaces. Hemos perdido el contacto cara a cara con la gente”. Dado que los delegados voluntarios, que generalmente son personas que usan drogas actualmente, colectan los suministros para sus amigos y comunidades en los lugares remotos del Condado, dice, “nunca vemos a 65 por ciento de las personas a las que entregamos jeringas”.
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En cierta forma, la atención dedicada a la dependencia de opioides en Estados Unidos ha dado un gran impulso a lugares como MCVHN, que ya abordaba las necesidades de los usuarios de drogas inyectables desde mucho tiempo antes de que los trastornos provocados por el uso de sustancias atrajera la atención de todo el país. En junio de 2018, cuando California emitió una orden permanente para la naloxona, en la que permitía que las organizaciones comunitarias obtuvieran y distribuyeran este medicamento para revertir la sobredosis sin la guía de un médico, el departamento de salud de ese estado recurrió a Guthrie en busca de ayuda. “Somos el único organismo del Condado que tiene alguna experiencia con él”, dice. La reacción ante la crisis de opioides “significa que ya no tengo que invitarme a mí misma a las reuniones del Comité de Seguridad sobre Opioides”, señala Guthrie. “Ya no somos esas personas al final de la calle que habilitan a los adictos”. Con la ayuda de Barbara Howe, la nueva directora de salud pública del Condado, Guthrie está en vías de obtener financiación para contratar a dos trabajadores sociales por primera vez en 13 años. Justin Wyatt, el nuevo jefe de la policía, incluso se ha incorporado al Grupo de Servicios de Acción para los Sin Techo, el cual, entre otras cosas, aborda el mal uso de fármacos entre las personas que viven en las calles.
“He estado limpio durante seis días y ya he decidido que hoy saldré y me inyectaré una dosis. Tengo síndrome de abstinencia”.
Sin embargo, “seguimos siendo el patito feo”, dice Guthrie. “No todo el mundo apoya lo que hacemos”. En otras palabras, no todo el mundo comprende que un kit de prevención de sobredosis y una revisión de protocolos de prescripción no son la respuesta para todas las personas que luchan con el uso de sustancias.
En MCVHN, conocí a Sean Jardstrom, que ha usado metanfetaminas durante 34 años, desde que tenía 14, inyectándose durante 15 de ellos. Mientras varios perros, grandes y pequeños (un poodle llamado Snickers, un collie de nombre Finn) entran y salen del cuarto, él me dice que acaba de abandonar su cuarto intento de rehabilitación. “He estado limpio durante seis días”, me dice, “y ya he decidido que hoy saldré y me inyectaré una dosis. Tengo síndrome de abstinencia”.
Jardstrom, que es alto, tiene una voz áspera y viste pantalones cargo y una playera del Parque Nacional de Yosemite, no necesariamente requiere agujas gratuitas de MCVHN. Aunque vive en las calles, tiene suficiente dinero, derivado de sus pagos por discapacidad, para adquirirlas en Walgreens. Ha logrado evitar contagiarse del VIH y de la hepatitis C, y tiene los conocimientos suficientes para mantenerse así. Acude a MCVHN, afirma, para encontrar una comunidad de personas que lo acepten como es, personas a las que considera su familia adoptiva, personas que no lo juzgan.
“Me aterra el hecho de que moriré siendo adicto”, dice. “Pero no veo la forma de evitar que esto suceda”. Su familia, compuesta por su madre, su padrastro, un hermano y una hermana, se rehúsan a hablarle en tanto no deje las drogas. “Su percepción de un adicto es que soy una mala persona. Pero no lo soy. Tengo integridad. Me preocupo por otras personas más de lo que me preocupo por mí mismo”.
Jardstrom y yo hablamos por largo tiempo, hasta que él se siente intranquilo y tiene que hacer otra cosa. En un momento dado, al hablar de su padre, el único miembro de su familia que estuvo a su lado hasta que falleció en 2008, Jardstrom comienza a llorar. “Nunca se dio por vencido conmigo”, dice. “Él fue el único”. Quisiera ayudarlo. Pero sé que no puedo hacerlo. Doy gracias de que haya encontrado este lugar.
El reportaje de Judith Lewis Mernit sobre la reducción del daño en el área rural de California fue financiado por el Fondo de Impacto 2018 del Centro USC Annenberg para el Periodismo de Salud.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek