Después de la elección, los mexicanos hemos estado centrados en el cambio de gobierno, pues no sólo es cambio de “fichas” sino de reglas de juego, y eso genera incertidumbre.
En los procesos electorales anteriores al de julio creímos haber ganado en términos de democracia algunos escalones; las nuevas formas de participación ciudadana en nuestro sistema democrático, como el voto diferenciado y los candidatos independientes, sumaban al análisis del entorno político. Los analistas ponían los ojos a los representantes que no emanaban de ningún partido político, cuestionando su pureza ciudadana y el voto diferenciado parecía que finalmente daba muestras de una sociedad que había distinguido entre los candidatos más que los partidos, que el electorado más informado iría desvaneciendo el voto en cascada partidista para empezar a ver por perfiles y que el “clientelismo” partidario se quedaría atrás.
¿Retroceso hoy? Aún es temprano para sostenerlo. La democracia da y quita, bajo la premisa de que el pueblo decide. Lo que es cierto es que ahora, sin distinción, volvió el voto en cascada, el que ciegamente se da, sin conocer incluso ni el nombre de los candidatos, y podría ser costoso cuando es evidente que la sociedad no sabe a ciencia cierta que vendrá.
Los férreos defensores e incluso lo más esperanzados con el cambio de régimen ven con optimismo los nombramientos de secretarios de estado, la distribución de las secretarías por toda la República, la tan sonada “austeridad republicana” y la designación de súper delegados haciendo frentes a los gobernadores electos, el anuncio de obras de infraestructura e incluso las decisiones gubernamentales menores, que dan cuenta que empezó el nuevo gobierno sin la formalidad del cambio de estafeta.
Pero lo sustancial vendrá después del 1º de diciembre; nos habrá de llegar la realidad cuando las decisiones cupulares impacten decididamente en lo habitual, y en ello solo especulan los analistas sobre el gobierno por iniciar, pues un día da visos de tolerancia y apertura para el otro sostener argumentos bajo el lema de “porque lo digo yo”.
Por supuesto que todos queremos que le vaya bien a México; sería una especie de harakiri el desear a un gobierno su derrota y más aún si apenas empieza, pero hay temas de latente preocupación: ¿cómo va a funcionar un Congreso sin contrapesos? Ya lo vivimos, y fue precisamente ese ejercicio de años el que dejó claro a los mexicanos el daño del poder absoluto.
Un gobierno sin contrapesos es indeseable; se luchó y se logró el equilibrio entre poderes para abandonarlo nuevamente. ¿Qué partido o partidos serán las voces de oposición que en legitimidad cuestionen, señalen y abran conciencias? ¿Quién no se cegará ante el oficialismo? ¿Quién exigirá la transparencia, fiscalizará y sancionará sin temor alguno? ¿Quién va a alzar la voz por la libertad de prensa? Y peor aún: ¿Quién tendrá poder vs el poder? ¿El mismo pueblo que eligió?
El otro tema de análisis es la llamada Constitución Moral, “para los cuidados del alma”, y cómo en los asuntos del alma ni quienes se dedican a su estudio están de acuerdo, primero en su existencia, y quienes la sostienen, afirman que es etérea.
No faltará quien separe los asuntos del cuerpo y del alma, y bajo el argumento de que el alma es pura y los excesos inherentes al cuerpo, tendríamos que dejar de estudiar derecho constitucional para estudiar la naturaleza del alma, y en eso ni un congreso ecuménico nos saca del apuro. ¿Cuál será el deber del estado de cuidar del alma, en que consiste y como es exigible?
Nuestras libertades y nuestros derechos están sostenidos en nuestra Constitución, que ha sido reformada, y no pocas veces, según la realidad social, que nos agobia en ocasiones.
Nuestra Constitución nos da certidumbre y la libertad de poder decir lo que pensamos, de tener y pedir justicia; de dedicarnos a lo que escojamos para vivir; exigir servicios y atención de salud, de educación, a la propiedad privada y a transitar libremente por nuestro país y optar por salir de él también; a disentir, a poder elegir a nuestros gobernantes y garantiza que cada gobierno se acabe en seis años. Nos da certidumbre en estas fechas de incertidumbre.
Ojalá que no añoremos al tiempo, la única certeza que hoy conservamos.