La Universidad Nacional Autónoma de México es, sin temor a caer en un exceso, una de las instituciones emblemáticas de nuestro país. Es una de las mejores universidades de Iberoamérica, y también es el mayor referente en la enseñanza en los niveles medios superior y superior, en la investigación científica, en la reflexión crítica y en la creación humanística.
Que lo sea es resultado de un largo proceso histórico de consolidación, pero también de múltiples crisis y procesos de cambio y renovación. Es la Universidad más antigua de América; y desde esa perspectiva, es síntesis de nuestra historia, pero también posibilidad y ventana abierta hacia nuestras oportunidades de porvenir.
Alguna vez, Gilberto Rincón Gallardo escribió, que hay instituciones tan arraigadas en nuestro entramado institucional, que en ocasiones ya ni siquiera notamos su presencia y relevancia; pero que bastaría un día sin ellas, para que el país entrara en una verdadera crisis y, en consecuencia, nos daríamos cuenta nuevamente de su enorme trascendencia para el desarrollo nacional.
Al respecto, hay quienes creen y afirman que la educación pública es un fracaso; que los recursos que se le asignan tienen pocos “rendimientos”, y que sería mucho mejor que también esta dimensión de la vida pública y social debería privatizarse o subrogarse para incrementar sus rendimientos.
Frente a una posición así, lo que debe considerarse ante todo es que es resultado de una visión de país, e incluso de cómo funciona en general la realidad en sus múltiples dimensiones. En la perspectiva de quienes piensan que el sector privado es el más eficiente, el problema es cómo alinear los incentivos, y cómo lograr que el aparato institucional funciones con la menor participación posible del Estado.
Sin embargo, quienes asumen estas tesis, se olvidan, o mejor dicho, comodinamente obvian ejemplos de catástrofes económicas globales, provocada, no por la intervención del Estado, sino precisamente por todo un conjunto de omisiones en la regulación, supervisión e intervención. Tal fue el caso de la crisis económica del 2008, generada literalmente -así dicho por su progenitores- por la codicia y la avaricia desmedida y sin límites del poder público.
Lo anterior lleva nuevamente al tema de la educación superior, pues es de destacarse, que en los índices de desempeño internacionales, aparecen cada vez más instituciones chinas. Este solo dato echa por tierra el argumento de que sólo las instituciones privadas tienen futuro; pues, por lo que dice el FMI y el Banco Mundial, China será en 10 o 15 años la principal economía del mundo, y también una de las principales generadoras de ciencia y tecnología, adivinen desde dónde: efectivamente, desde las universidades que, hay que decirlo, en aquel país todas las relevantes (por no decir que todas en absoluto), son públicas.
Finlandia, Corea, Noruega, Suecia, Holanda, Francia, Inglaterra, y suma y sigue, han desarrollado sistemas públicos de educación superior que, además de garantizar el derecho a la educación de los jóvenes, son auténticos mecanismos de movilidad, inclusión y cohesión social.
¿Por qué entonces renunciar en México a un modelo así? El tema es mayor, más aún ahora, cuando la UNAM se encuentra bajo el asedio del crimen organizado, y cuando numerosos acólitos de los intereses privados más inconfesables, aprovechan la coyuntura para volver a lo mismo de siempre: el denuesto, la diatriba y las acusaciones ramplonas frente a un asunto de la mayor seriedad y complejidad.
Proteger a la UNAM es un asunto de Estado. Se requiere fortalecerla, dotarla de más recursos, invertir más en su equipamiento, respaldarla y acompañarla en más y mejores procesos de vinculación laboral; y también potenciarla en sus capacidades para la promoción del arte y las disciplinas sociales y del espíritu.
El futuro del país es impensable sin una UNAM fortalecida y sin un sistema público de educación superior robusto, eficaz y sobre todo, incluyente de todos y todas aquellas que deseen formarse en el nivel superior.