Mariela, una joven veracruzana, fue esclavizada por un tratante de Tlaxcala que la obligó a prostituirse en La Merced. Esta es su historia.
Mariela y Ana salieron de la preparatoria una tarde en que el sol de Acayucan aturdía al pueblo. Caminaron al centro, sosegaron los treinta grados con un helado Holanda y se sentaron en la escalinata del kiosco. Abrieron su cuaderno e hicieron unos apuntes. “Lo vi de lejos acercándose”, recuerda Mariela. Bajó la mirada y en segundos la volvió a levantar: el joven ya estaba frente a ambas.
—Hola. ¿Conoces un lugar para divertirse? —le preguntó sólo a ella, una hermosa adolescente de piel apiñonada.
—¿Divertirte cómo?
—Una discoteca, algo así.
—No, sinceramente.
—¿Por?
—No salgo.
—¿Aceptan que les invite un refresco?
Hoy Mariela sonríe mucho, como si de ese modo liberara la angustia que aún le traen esos días. Mira con sus grandes ojos cafés hacia el parque Luis G. Urbina, el lugar donde cuenta su historia, y tonifica sus frases moviendo mucho las manos. “Nos invitó y le contestamos: no, estamos haciendo un trabajo”.
El joven se presentó ese día de 2008 como Rogelio, les contó que era un textilero poblano que aquella semana hacía negocios en ese punto de Veracruz. Se mantuvo de pie frente a ellas pese a su indiferencia. Incómodas, se levantaron. “Y ahí va él, atrás nuestro, haciendo plática”. Las estudiantes de diecisiete años volvieron a la heladería, donde hacia las 17:00 horas vieron a otros compañeros. “Le dije a un amigo: hazte pasar por mi novio”. Rogelio seguía firme en la entrada: “Ahí está mi novio, no puedo aceptarte nada”, le explicó.
—Dame tu número, no es tu novio.
Playera ceñida que estrujaba su torso de gimnasio, rayos rubios en la negra melena, Rogelio, de veintiocho años, sonrió ante la mentira. “Y entonces acepté darle mi número de teléfono —dice Mariela—. Primer error”.
El joven partió de Acayucan y a la semana mandó un mensaje de texto. “Hola, ¿qué haciendo?”. Mariela desconoció el número. “¿Quién eres?”. “El chico que conociste en el parque”, respondió y le pidió permiso para marcarle. Desde entonces las llamadas no pararon: “Me hablaba cada día saliendo de la escuela”. Así, se enteró que de niña Mariela fue entregada por su madre a su abuela, la mujer que la crió. Esta murió y la mamá recuperó la custodia: “Me volví rebelde con ella y empezaron los pleitos. Yo le contaba a Rogelio que mi mamá me hizo esto o lo otro”.
—¿Qué decía él?
—Siempre tenía un consejo.
Por tres meses el contacto se limitó al celular. “Se portó siempre lindo, atento”. La propuesta del primer encuentro llegó cerca de Navidad: “El 6 de enero cumplo años —le contó él—. Me gustaría que vengas a mi fiesta y conozcas a mis papás. Mi mejor regalo serías tú”.
La madre de Mariela se negó y Mariela llamó a Rogelio para contarle. Le contestó: inténtalo otra vez. La segunda petición bastó, pero la mamá le pidió viajar con su amiga Ana. Rogelio se opuso: “Va a ser un estorbo”. “Yo me extrañé —dice Mariela: ¿estorbo para qué? Era un foco rojo, pero mentí y me fui sola. Sólo le pedí que fuera por mí a Acayucan”.
Mariela hizo una maleta para tres días y caminó a la plaza. A las 20:00 horas Rogelio apareció. “Mi coche está por allá, es rojo”. Metros adelante, amagó abrir un viejo “vocho” de ese color. “Mentira”, rio, y abrió el auto de atrás: un Mitsubishi Eclipse Spyder convertible. “Lo vi y guau. Me impactó”, admite ella.
En el viaje, Mariela le contó de un novio con el que hacía poco había terminado, oyeron música, pararon para comprar piña picada.
—¿Ya te gustaba? —pregunto a la joven que hoy tiene veinticuatro años.
—Me empezaba a involucrar. Me encantaba por atento y caballeroso.
A las 15:00 horas, tras casi siete horas de viaje, llegaron a una zona urbanizada que no parecía una ciudad importante. “Rogelio dijo: ‘Esto es Puebla’. Habíamos llegado ahí, supuestamente”.
—¿Supuestamente?
—Mucha gente ya sabe de dónde son los tratantes.
El joven jamás omitió que el destino era Tlaxcala, en concreto el pueblo de San Cosme Mazatecochco —en náhuatl “en el escondite”—, vecino de Tenancingo, cuna de tratantes en México y Estados Unidos.
El auto frenó al pie de una casa de tres pisos con cuarto para juegos. “Superlujosa —recuerda—. Cuando la vi dije: son de dinero”.
Rogelio le presentó a su familia: “Su mamá, muy atenta. Sus papás siempre me llamaban ‘hija’. Su hermana superamable, y sus sobrinos lindos me llamaban ‘tía’. Me sentía muy bien: nunca había tenido una familia así y yo la veía como ¡guau!, quiero una familia donde hay amor”.
Por la noche Rogelio le avisó: “Vas a dormir conmigo”. “Le dije: ‘No duermo con un hombre sin estar casada’”. De madrugada, un golpeteo sobre la madera la despertó. “Estuvo toque y toque para que lo dejara entrar, pero no lo hice: no quería deshonrar a mi familia. No podía dormir del miedo”.
A la mañana desayunó con la familia. La mamá se dirigió a su hijo: “Qué mal que tu mujer no durmiera contigo”. “Le dije: ‘Señora, no soy su mujer’”.
El resto del día Rogelio no quiso dirigirle la palabra a Mariela. “Como estaba enojado yo me preguntaba cómo lo contento. Empecé a asumir que yo había hecho mal”. No obstante, en un mercado recibió una propuesta: “Si le avisas a tu mamá que te quedas a vivir conmigo, ahorita mismo te compro toda la ropa que quieras”.
—¿Dudaste?
—Como que sí quería, pero no acepté. Le dije: hagamos las cosas bien.
Ante la negativa, ningún regalo.
Al tercer día, Rogelio debía llevar a Mariela de regreso a Veracruz. “Pero el señor, enojado, me llevó a la terminal y me mandó en camión (se ríe). Mi corazón de pasita decía: ‘Ay, se volvió a enojar’”.
En cuanto Mariela pisó Veracruz, su celular sonó: “Me quiero casar contigo”, le dijo Rogelio. “Me bajó la luna y las estrellas: ‘Eres superlinda, quiero compartir mi vida contigo y shalalá’. Volvió mi nube de ilusiones”.
Ahora sí, Rogelio respetaría las formas: “Me dijo: ‘Avísales a tus papás para hacer todo formal’”. Aunque agobiada porque dejaría la escuela, su madre aceptó. Si era su felicidad, la apoyaría.
El siguiente fin de semana, el papá de Rogelio llegó a casa de la familia de Mariela a pedir la mano. “Muy noche, Rogelio me dijo: ‘Recoge tus cosas y vámonos’”. Pero la madre de Mariela volvió a negarse.
Rogelio apartó a su prometida: “¿Me hiciste venir hasta acá a perder mi tiempo?”. El papá del joven intervino: “Señores, las intenciones de mi hijo son buenas”. La mamá no cedió: “Sólo de blanco sale de esta casa”.
Aunque Rogelio y su padre se fueron solos, pronto llamaron a Mariela para que volviera a Puebla a organizar la boda. Su madre aceptó.
La recogió en Acayucan y en San Cosme puso las reglas: 1) “Me quitó mi celular y dijo: ‘Para que tus amigos no te molesten y hacer una vida sin celos’”. 2) “Me prohibió agarrar su celular”. 3) “Me aclaró que haría labores de mujer: limpiar la casa y la ropa”. 4) Tendrían intimidad: “Debes darme tu prueba de amor”. 5) Si no era con él, tenía prohibido salir de casa.
Esa noche durmieron en la misma cama. “Como me costó mucho se enojó y dijo: ‘El hombre al que su esposa no le responde busca afuera’”.
Cada tres días Rogelio se iba de casa y por la noche no volvía a dormir. Como maquilador de ropa, le explicaba, salía de “Puebla” a vender. “Yo le decía: ‘Llévame contigo, te ayudo’; él me respondía: ‘Tú quédate aquí’”. Ya sentía que algo me ocultaba: hacía llamadas telefónicas a escondidas y de nuestra boda ni una palabra: quería preguntarle, pero tenía temor.
—¿Con qué recursos vivían?
—Ese era un tema. Un día me preguntó: “¿Me ayudas a trabajar para juntar dinero, comprar nuestra casa y no vivir aquí con mis papás?”.
“Le dije: ‘Nunca he trabajado, si quieres busco en una farmacia (es lo primero que se me ocurrió)’. Contestó: ‘¿Y si pruebas en un table dance?’. Le dije: ‘¡Cómo crees! ¿Te gustaría que otros hombres me tocaran?’. Respondió: ‘Sólo van a tocarte, no van a hacerte nada’. No quería e insistió: ‘¿Por qué, gorda? Tu cuerpo te haría ganar buen dinerito’”.
https://newsweekespanol.com/2015/10/una-mujer-enamorada-hace-todo-por-ti/
Del asunto ya no se habló. Al volver de casa de su hermano una de esas tardes, Rogelio le confió una charla que acababa de tener con su cuñada Jazmín: “Ella gana mucho dinero trabajando de ‘acompañante’ en el DF —le explicó— y nos puede ayudar a hacer lo mismo”.
—¿Qué le respondiste? —inquiero.
—“¡Qué padre ganar bien por acompañar a alguien!”. Nunca me explicó de qué se trataba. Cuando le dije: “Va, acepto”, ordenó a su papá llevarme a Puebla a tramitar mi credencial del IFE (Mariela tenía en ese momento diecisiete años).
“Le pregunté: ‘¿Para qué no tengo edad?’. Contestó: ‘Para que viajemos’. Viajar era mi sueño y se agarró de ahí”. Un registro civil les vendió un acta de nacimiento alterada con la que después recibieron la credencial para votar.
MÉTETE A BAÑAR
Abordaron el Eclipse rumbo al DF junto a Jazmín y su esposo, el hermano de Rogelio. “Yo, supercontenta, con la ilusión de conocer la ciudad”. A las 22:30 llegaron a la colonia Guerrero, entraron en la calle Magnolia y estacionaron en el hotel Las Américas. Rogelio pagó, entró en un cuarto con su hermano, “y me dijo: ‘Ve a la habitación con Jazmín, te va a decir qué hacer’”.
Ahí no hubo preámbulos: “Su primera pregunta fue: ‘¿Sabes poner un condón?’ Yo le dije: ‘¡No, voy a trabajar de acompañante!’. Ella se soltó a reír y me dijo: ‘Ay, Mariela’ (imita el gesto de no ‘seas ingenua’)”.
—¿Rogelio no te dijo qué hacer? —la cuestionó Jazmín.
—No.
—Te vas a acostar con hombres.
“Salí superenojada —relata— y le dije a Rogelio: ‘No pienso hacerlo’”. Él agarró a Mariela, la volvió a llevar con Jazmín, y le aclaró: “Si me amas lo vas a hacer”. Por primera vez Mariela sabía que el hombre que asumía como su pareja la obligaría a prostituirse.
—¿Qué pasó dentro tuyo? —pregunto a Mariela.
—Dios, ¿qué hago aquí, a dónde fui a parar? Estaba en shock, con miedo y ni siquiera podía pedir un teléfono para llamar a mi mamá.
Jazmín sacó el condón y simuló ponerlo en un pene erecto. Mariela la recuerda serena, como dando clase a una alumna que aprende por propia voluntad. “Hazlo así”, explicó pausada, le mostró cómo maquillarse, le dio varios vestidos y pasó a lo administrativo: a cada cliente cobraría 145 pesos. Mariela retendría 100; el resto era para el hotel. “Cada que pagues en la recepción darán un condón y lubricante”.
Mariela volvió con Rogelio. “Le supliqué: ‘Trabajo de lo que sea, pero de esto no, por favor. Me costó mucho estar contigo, imagínate con un montón’”. Él ya no discutió. Sólo aclaró: “Es en lo que juntamos el dinero. Y ya duérmete, mañana te vas a levantar muy temprano”.
Al amanecer, Mariela oyó entre sueños: “Métete a bañar, se hace tarde”. “Obedecí. Metí la ropa y los tacones en una maletita y nos fuimos”. Del metro Guerrero transbordaron en Balderas y bajaron en La Merced.
De la mano del hombre que seis meses antes era un desconocido que deambulaba la plaza de su pueblo, Mariela, aún menor de edad, se confundía entre las multitudes que serpenteaban entre los changarros del Centro Histórico.
De pronto, Rogelio se detuvo. “Te vas con Jazmín. Hazle caso en todo y nada de rezongar. Pórtate bien; si no, pobre de ti: te voy a estar vigilando”. “Le dije: ‘Sí, está bien’”.
—¿Para ese momento habías asumido tu realidad?
—Desde que me dijo: “si me amas lo vas a hacer”.
“Hotel Universo. TV COLOR”, indica un pequeño rótulo en el edificio de cuatro pisos con vitroblocks que ocultan la vista del interior desde que esta esquina de La Merced fue por décadas un caldero de la trata. A la fachada, marcada con el permiso “Licencia Cuamo No. 1291”, la han cubierto el graffiti, ofertas de empleo, anuncios de bailes sobrepuestos. Cables pelones emergen del interior y saltan a la calle. La marquesina abandonada dejó hace seis años de aportar la luz ámbar que iluminaba a las jóvenes víctimas. “No hay paso”, exclama emparejando la puerta un policía preventivo que cuida la edificación de ladrillo rojo. Desde que la Procuraduría General de Justicia del DF (PGJDF) lo ocupó, aquí no entra ni sale nadie: ni menores ni mayores de edad, ni tratantes, ni empleados. Pero no hace falta alejarse cinco pasos para ver lo mismo que había aquí dentro hasta que fue expropiado. Al edificio aún lo rodean unas veinte mujeres que rentan su cuerpo en otros hoteles de la zona. Muslos desnudos, escotes extremos, maquillaje chillante, tacones. Una relación sexual en este 2015: alrededor de 200 pesos. Apenas algo más de lo que cobró Mariela desde el lunes 9 de marzo de 2009. Aquel día, Jazmín y Mariela frenaron en el número 303 de Anillo de Circunvalación. “Me informó: ‘Aquí vamos a trabajar’. Cuando vi que era un hotel, me dije: ‘¡Dios, perdóname!’”. Pasaron con el gerente, a quien Jazmín le notificó que iba a trabajar ahí y le dio unos documentos. Cuando el hombre los tomó, Mariela entendió la razón de la credencial para votar. El gerente se protegía: para el gobierno, ella era mayor de dieciocho años.
Pasaron a una habitación de la planta baja. “Me empezó a maquillar para que aparentara más edad: ‘Ponte la blusa y la falda así, párate así, sé amable y ven con el que acepte tu tarifa’”. Cada relación duraba diez minutos; quince como límite.
Esperó apoyada en la malla verde que separa la vereda de la calle. El primer cliente preguntó: “¿Cuánto?”. “Me puse a llorar frente a él. El tipo se asustó, se dio la vuelta y se fue. Yo, porque no sabía cómo era todo eso, me fui llorando tras él”. Mariela sintió las miradas atónitas de las otras jóvenes; Jazmín la alcanzó:
—¿A dónde vas?
—Me dijiste que me tenía que ir con él.
—No —le aclaró—. Lo asustaste por estar llorando. Cálmate y párate bien.
“Yo seguí llorando bajito —reconoce Mariela—. Como no podía hablar por el dolor tan grande, porque se me cerraba la garganta, con los primeros clientes ella hizo el trato: fue la madrota de un robot”.
Desde las horas iniciales no hubo pausa para Mariela, preciosa adolescente de rasgos redondos, menuda y de figura armónica: “Señoras y muchachas entraban poco al hotel. Yo entraba entraba-entraba-entraba”.
—¿Y las primeras experiencias?
—Me desvestía para dejar que hicieran conmigo lo que quisieran. Y yo, llorando. Se iban y me preguntaba: “¿Por qué si me ven así no me ayudan?”. Reclamaba a Dios: “Si para esto me hiciste, hubiera muerto cuando nací”.
Hacia las cinco de la tarde sintió que su cuerpo era un despojo. “Ya no podía, estaba superadolorida”. Jazmín llamó a Rogelio: ¿cómo ves que Mariela ya se quiere ir?
El tlaxcalteca ordenó que se esforzara un par de horas más.
La joven volvió a la calle y tuvo relaciones hasta entrada la noche.
—¿Con cuántos hombres estuviste en tu primer día? —pregunto.
—Unos cincuenta tipos.
Mariela se reunió con Rogelio. “¿Cómo te fue?”, preguntó. “Bien, creo”, le dijo entregándole un fajo. “Contó 5000 pesos. Lo vi feliz y me dijo: ‘Si sigues así vamos a juntar el dinero superrápido’”.
—¿A ti cuánto te dio?
—Me quedé con 100.
“Rumbo al hotel me abrazó y me dijo: ‘Te felicito, mi amor. Vi cómo lo hacías y lo hiciste superbién’. Yo empecé a llorar y le dije: ‘Me duele, estoy lastimada’. Y me dijo: ‘No te preocupes, mi amor, te vas a acostumbrar’. Dijo eso y se me partió el corazón, sentí que me iba a morir”. La frase de un minuto antes, “así vamos a juntar el dinero superrápido”, era falsa.
En el cuarto, Rogelio le pidió bañarse “para que yo le cumpliera como mujer, ahora a él”. Destruida, obedeció: “No le gustó cómo lo hice. Se enojó y me dijo: ‘Duérmete, mañana te levantas temprano’”.
Mariela continuó con las jornadas del martes y miércoles, sin variaciones de horario: cerca de catorce horas de servicio y cincuenta clientes al día. A ese ritmo, Rogelio registraría una ganancia mensual de cerca de 150 000 pesos sólo con ella.
El jueves la rutina se sacudió. Un cliente quiso penetrar a Mariela vía anal. “Por atrás no”, le advirtió ella; él no soportó el rechazo: “Se puso como loco: me agarró a la fuerza, como si quisiera violarme. Me defendí como pude y al final se fue, pero me dejo marcada (señala su cuello)”.
En la noche, Mariela se bañó y se apoyó en el colchón. “Esperé a Rogelio para cumplirle como mujer, y al besarlo me acostó de una cachetada. Le expliqué que un tipo se sobrepasó. Rogelio me insultó”.
—¿Cuáles fueron sus palabras?
—Eres una puta y te gusta: estabas tan excitada que dejaste que te marcara.
—¿Ahí cambió tu sentimiento por él?
—Desde que me dijo “ya te vas a acostumbrar” lo empecé a odiar.
VIERNES 13
Con el odio llegó un sueño: la fuga: “¿Y si le digo a Jazmín que voy a comprar comida?”, pensó poco antes de que “un joven con gafete de Televisa, muy guapo”, le dijera antes de salir de la recámara: “Qué bonita, deberías tener otra vida”. “Le respondí: ‘No a todas les va bien en este mundo’”. “Abajo está mi moto, te ayudo a escaparte”. No se arriesgó. Con el edificio vigilado y Jazmín del otro lado de la puerta, “si ella daba el pitazo nos mataban a los dos”.
Al día siguiente, a Rogelio le llegó su viernes 13: 13 de marzo de 2009. Mariela dormía junto a él. A medianoche, a su sueño lo deshicieron golpes, gritos. Despertó a Rogelio, que se puso de pie y abrió la puerta. Vio policías y cerró.
—Hay operativo —le avisó—. Si te preguntan qué haces aquí les dices: ‘Estoy hospedada, vine de compras al DF’. No digas que estás acompañada.
El edificio ya era un estruendo: unos cien policías se escabullían en cada rincón hambrientos de delincuentes. Sonó la puerta, Rogelio se escondió.
—¿Puede bajar? —pidieron los policías a Mariela—. Lleve sus documentos.
Abajo la interrogaron:
—¿Qué hace en el hotel?
—Vine a comprar unas cosas y me quedé hospedada.
—¿Está sola?
—Sí.
—¿Su edad?
—Diecinueve.
—¿Su IFE?
—Está en recepción.
—¿Por qué la tienen ahí?
“Me preguntaron eso y ya no supe qué decir”.
—¿Si te pedimos acompañarnos a la PGJDF lo harías?
De negarse, pensarían mal. “Acepté y les pedí buscar una chamarra en mi cuarto”. Al subir se dio cuenta de que había olvidado la llave dentro. Debió tocar. Un policía la observó: ¿no que estaba sola?
Rogelio abrió; los agentes se quedaron afuera. Mariela cerró la puerta: “Los policías me pidieron ir con ellos”, le dijo Mariela. De inmediato, Rogelio buscó el fajo de billetes que ella había ganado y que lo podía incriminar: “Llévatelo, no me pueden agarrar con tanto dinero”, le dijo, y le pasó un abrigo suyo para que se protegiera de la noche invernal.
En medio de una turba de patrullas con sirenas encendidas sobre Anillo Circunvalación, Mariela abordaba un camión con 45 mujeres que se dirigía a la PGJDF. “Reían como si nada; una de ellas me vio llorar: ‘Eres mayor de edad’? ‘Sí’, le dije, y me respondió: ‘Entonces tranquila, no tienes por qué tener miedo'”.
En las oficinas de la colonia Doctores le tomaron declaración. A la andanada de preguntas Mariela mintió sin excepción: declaró que estaba en el DF de compras, que era mayor de edad, que era de Puebla y que vivía en casa de Rogelio. Las contradicciones vinieron desde que le pidieron su domicilio exacto y dio el de Acayucan.
—Si sigues mintiendo no te podemos ayudar. A ti te explotaban sexualmente —le dijo la agente del MP.
—Rogelio es incapaz, me ama.
—Ay, mi niña, no te ama, es un padrote.
—No sé qué es un padrote.
—Alguien que se dedica a la trata de personas.
—No sé qué es trata de personas.
Mariela metió las manos a los bolsillos del abrigo que Rogelio le prestó y descubrió que ahí dentro él había dejado su celular. Empezó a revisar los mensajes SMS. “Leí el mensaje de una mujer. Decía: ‘Hola, mi amor’. Él le respondía con cosas perversas que no te voy a decir y le avisaba: te estoy viendo desde arriba”. Es decir, desde un piso superior Rogelio vigilaba a las cinco mujeres que (supo después Mariela) trabajaban ahí para él.
A su lado, Jazmín, que también declaraba, aceptó ser sexoservidora. Tras unas horas fue liberada junto a otras mayores de edad.
Once presuntos tratantes entraron esposados a las oficinas de la PGJDF acusados de trata de personas, delincuencia organizada y lenocinio. Hacía unas horas, mediante la averiguación 143/09, un juez penal había dictado órdenes de aprehensión contra los más poderosos lenones de La Merced.
Rogelio pasó junto a Mariela y le susurró: “No digas nada, cállate”. La agente del MP lo vio: “Tienes prohibido siquiera mirarlo”, avisó a Mariela y la metió en un consultorio para que una médico y una psicóloga determinaran si era menor de edad. Mariela pasó el fin de semana en el MP con otras cuatro menores.
La noche del domingo la psicóloga la encaró: Si eres mayor de edad, te puedes ir. “Me quebré: llorando le dije que no tenía a dónde, que mi novio estaba ahí y que mi cuñada se había ido. El MP contactó a Camino a Casa, fundación del abogado Germán Villar, para que diera techo, alimento y apoyo psicológico a Mariela y él se volviera su defensor. En su primer encuentro, le explicó a ella que había sido víctima de una familia tratante y que podría vivir en esa institución que hoy protege a cerca de treinta menores víctimas de trata. “Yo me aislaba, lloraba, no comía”.
En paralelo, la PGJDF llamó a familiares de Rogelio para que vinieran desde Tlaxcala a declarar sobre las actividades de su pariente.
Mariela sólo salía del Tlalpan para declarar en la averiguación previa de la Procuraduría. Durante semanas se resistió a inculpar a Rogelio, pero un día el azar la salvó. “Vi en la PGJDF que el expediente contra él estaba en un escritorio. Aproveché un rato en que la MP se fue y me porté mal: lo abrí”. Mariela leyó algo de lo declarado por la hermana de Rogelio: negaba que fuera un tratante. Su intención en el DF, alegaba, era “divertirse y cumplir sus necesidades”. “Y declaró —añade Mariela— que yo era una de las putas que él cargaba”. O sea, que tenían sexo con su pariente.
Mariela cerró el documento. “Mi corazón se partió, pero Dios me dejó ver eso. ¿Así que soy la puta? Me dije: ‘Ahora sí declaro contra él, cuento la verdad'”.
—¿Qué declaraste?
—Me sinceré: dije que era de Veracruz, di datos de mi familia, aclaré que nunca viví en Puebla y que era menor. Detalle a detalle.
Un año después Mariela se careó con Rogelio en un juzgado del Reclusorio Sur. En el juzgado quedaron cara a cara, él tras la reja de prácticas. “Me amenazó, me hacía así en su cuello (como si lo cortara)”.
Para su defensa, Rogelio llevó como testigos a familiares que declararon contra Mariela y a los que ella, asegura, nunca conoció. “Agarré valor. Les dije (a los testigos): ‘¿Cuánto les pagó para que mientan? En mi vida los he visto’”.
—¿Qué respondían?
—Inventaban cosas como: ‘Recuerda, Mariela, en una fiesta bailamos, convivimos’. Hablaban contra mí y se me iba el aire.
El proceso en contra de Rogelio avanzaba. Su familia viajó a Acayucan para hablar con la mamá de Mariela. “Me acusaron: ‘Su hija es mala persona, pudo más su interés monetario. Fue al DF para ser puta y está detenida’”.
Sin que Mariela supiera, la mamá fue traída al DF por la familia de Rogelio.
Su madre ingresó en el juzgado. “La vi y pensé: ‘Lo único que quiero es volver a Veracruz con ella’”. Pero vino el golpe de realidad. “Empezó a gritarme frente a la MP y el fiscal”.
—¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
—“No es cierto, levanta la denuncia contra Rogelio, es inocente”. Mi mamá me destrozó.
Hace poco más de cuatro años, el Tribunal Superior de Justicia del DF sentenció a Rogelio a quince años de cárcel. Una apelación bajó la pena a nueve años, de los cuales ya ha cumplido seis. El hombre de 35 años admite que de 2000 a 2009 sometió a decenas de mujeres en el DF y que fue uno de los capos de trata de personas en la ciudad de Tijuana, adonde pretendía llevar a la joven veracruzana. Pero sólo una chica lo reconoció, Mariela, víctima del delito de trata de menores por quien Rogelio estará preso hasta 2018, siempre y cuando la nueva apelación que gestiona no reduzca su castigo.
Mariela dice haber perdonado a su madre, se quedó a vivir en el DF y hoy estudia Derecho en la Universidad Intercontinental. Pasaron cuatro años sin que quisiera tener novio desde que fue obligada a prostituirse. “Me sentía mal moralmente: pensaba que si le contaba lo que viví me iba a dejar”.
Y entonces apareció un sinaloense de veintiún años, “bonito, chinito y bromista”, sonríe Mariela. El día que cumplieron dos años juntos sintió que era hora de hacerse fuerte y abrir su pasado. “No cualquier hombre lo acepta. Él pudo”.
La fundación Camino a Casa perdió hace un año a Germán Villar, defensor de Mariela. Antes de que el abogado muriera, ella recibió una petición: aceptar la petición de perdón de Rogelio.
Una mañana, el tratante entró en una sala de la prisión. “Sentí miedo, dolor, como si me arrancaran el corazón —narra Mariela—. Lo vi a los ojos y me dijo: ‘Perdóname’. Le contesté: ‘Me destruiste y ahora apelas tu sentencia. Si estás arrepentido y quieres reparar esto, paga’”.
Al despedirse, Rogelio le extendió la mano.
—¿Se la diste?
—No lo recuerdo.
Mariela bajó por las escalinatas del reclusorio: “Justo en ese instante me sentí libre, aliviada”.
—¿Y ahora qué esperas de la justicia?
—Sólo pido que Rogelio pague y que cuando salga no haga algo contra mí. Es lo único que espero en Dios.
*Los nombres reales de los protagonistas fueron cambiados a petición de ellos.
Aquí puedes leer la SEGUNDA PARTE de este reportaje: “Una mujer enamorada hace todo por ti”