CIUDAD JUÁREZ, Chih.— El reportero plantea la pregunta obligada para Julián Leyzaola Pérez, quien encabezó una controvertida función como secretario de Seguridad Pública en Tijuana entre 2008 y 2010: “Hay una parte de la sociedad que defiende los derechos humanos, ¿cuál es la opinión que tiene?” La respuesta del teniente coronel en retiro es un sarcasmo que lo retrata perfecto: “No he visto yo los comentarios del 28 de diciembre”.
La entrevista con Leyzaola se publicó a doble plana, el 22 y 23 de abril, en el periódico Frontera. En ella despedazó la estrategia de seguridad pública seguida en Tijuana tras su salida, y haciendo gala del sentido de superioridad con el que suele expresarse, dijo que al llegar a Ciudad Juárez para encargarse de la policía municipal (2011-2013) descubrió que la delincuencia era tan sólo un alarde.
“En Juárez mataban a cuatrocientas ochenta gentes al mes; lo dejamos en veintiséis o veintisiete. Y los robos, los robos de vehículos, que andaban en dos mil, los dejamos en doscientos. Pero era más bien blof, porque no era como los delincuentes de aquí: allá nada más mataban a gente desarmada, no hay confrontación directa entre cárteles”, declaró.
Dos semanas más tarde, el viernes 8 de mayo, un sujeto de veintidós años, drogado y con una escuadra calibre .380, mal aceitada y con tres balas útiles, bajó de su camioneta para encaminarse al Jeep Commander de Leyzaola, y sin blofle descargó el arma dejándolo malherido, con el pulmón izquierdo perforado y una vértebra rota.
El jefe de policía de dos de las ciudades clasificadas entre “las más violentas del mundo” fue sorprendido con la guardia totalmente relajada mientras esperaba a su pareja, junto con su hijo de dos años sentado en el asiento trasero, al frente de una pequeña casa de cambio ubicada a menos de un kilómetro de la línea fronteriza. Se dirigían a El Paso, Texas. Conducía en shorts y camiseta azules.
Al término de sus funciones como jefe de policía, Leyzaola se asoció con el exalcalde que fue su jefe, Héctor Murguía Lardizábal, y la exdirectora de Tránsito Municipal, Maris Domínguez. Juntos crearon la empresa de seguridad privada Leyzacorp, única facultada en el municipio para ofrecer escolta armada y vehículos blindados. La sociedad, sin embargo, se tambaleó al iniciar este año debido a una disputa entre Leyzaola y Domínguez, según versiones de uno de sus allegados.
La misma fuente dijo que días más tarde un grupo de agentes ministeriales se apostó en los alrededores de la casa del teniente coronel, con órdenes de apresarlo.
En su función como secretario, Leyzaola acumuló expedientes por casos que implican a policías bajo su mando en desaparición forzada, tortura y homicidio. La supuesta acción para detenerlo fracasó porque fue advertido de la celada. Abandonó entonces la ciudad para reaparecer en Baja California como asesor en seguridad pública de los candidatos del Partido Encuentro Social (PES). Pero el mensaje estaba dado: dejaba de ser el huésped estelar de los años previos.
La llegada de Julián Leyzaola como secretario de Seguridad Pública ocurrió en un momento crucial. Ciudad Juárez había sufrido la ola criminal más apabullante del hemisferio, desde que en marzo de 2008 se implementó la Operación Conjunta Chihuahua. La estrategia diseñada por el gobierno de Felipe Calderón consistió básicamente en el envío de tropas del Ejército y de la Policía Federal para “combatir” a grupos de narcotraficantes que, de acuerdo con la narrativa oficial, se disputaban “la plaza”.
Entre enero de 2008 y noviembre de 2011, el operativo federal dejó la cifra hasta hoy insuperable de nueve mil homicidios. El año más terrible fue 2010. No sólo se consumó durante ese periodo casi la tercera parte de los asesinatos, sino que despuntó el secuestro, la extorsión, el robo y la desaparición de mujeres. Agentes y mandos municipales se hallaron también entre los objetivos de “la guerra”. Así que, para 2011, la dependencia estaba acéfala, sin ningún candidato firme para dirigirla.
En Tijuana, los números de Leyzaola como encargado de la policía municipal eran ponderados por organismos empresariales, el alcalde, el gobernador y el mismo presidente Calderón, todos del Partido Acción Nacional. Para ellos, y buena parte de la sociedad, el teniente coronel encarnaba al héroe que toda ciudad violenta necesita. La otra gran frontera con Estados Unidos y cuna del narco, marcaba el contrapeso a la brutalidad exhibida en Ciudad Juárez.
Los métodos que aplicó Leyzaola, en conjunto con militares bajo el mando del general Alfonso Duarte Mújica, entonces comandante de la II Región Militar, escaparon de todo marco jurídico, dice Raúl Ramírez Baena, director de la Comisión Ciudadana de los Derechos Humanos del Noroeste. Ramírez encabeza una treintena de expedientes de víctimas de tortura y desaparición forzada cometidos presumiblemente en el campo militar, la mayoría con Leyzaola como protagonista.
“Es un tipo brutal”, lo resume.
A Leyzaola, en efecto, le gusta presumir la dureza de sus acciones. Tiene un sentido muy particular de la justicia, del bien y del mal. En octubre de 2009, a pocos meses de asumir la titularidad del cuerpo de policía en Tijuana, fue captado por cámaras de televisión al momento de abofetear el cadáver de un individuo muerto durante un enfrentamiento a tiros con agentes municipales.
“Yo no los ando persiguiendo, esa no es mi función”, dijo sobre el revuelo provocado por sus actos, durante una entrevista que me concedió casi al final de aquel mandato, en octubre de 2010. “Pero si me los topo, el que se entrega pues ya se entregó y va para adentro. Pero el que se quiere enfrentar, pues se enfrenta y ahí queda. Esa es la estrategia.”
Leyzaola junto con su segundo de a bordo, el también militar en retiro Gustavo Huerta, fue inhabilitado por ocho años para ejercer cualquier cargo público en Tijuana, merced a esa estrategia. En abril obtuvo una suspensión provisional ante tal disposición, después de alegar que no fue escuchado en testimonio. Pero las recomendaciones siguen llegando.
El día previo al atentado, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitió la más reciente. Se trata de la privación ilegal y posterior ejecución de cuatro jóvenes —dos de ellos menores de edad—presuntamente cometidas por agentes municipales.
Triunfos inobjetables
Leyzaola asumió el cargo de secretario de seguridad en marzo de 2011. Llegó recomendado por empresarios de Tijuana. Operó exactamente igual que en el pasado. Apretó los controles internos de la corporación, reemplazó mandos medios y superiores, sectorizó la ciudad y desarrolló en cada uno de esos sectores una cuadrícula, casi manzana por manzana, que le sirvió para ubicar al enemigo. Luego fue por ellos.
Se valió también de la misma retórica con altas dosis de menosprecio y repulsión hacia quienes él juzgó delincuentes. Y día tras día, en las pantallas de televisión y planas de los diarios locales, aparecieron detenidos con rostros deformados y cuerpos maltrechos por los golpes, muchos de ellos inocentes. La clase gobernante y empresarial aclamó la estrategia firme de Leyzaola que, si bien controvertida, brindaba triunfos inobjetables. La ciudad veía reducir sus índices de secuestro, extorsión y homicidio, dijeron. Pero así como en Tijuana empresarios y políticos omitieron hablar de las torturas cometidas en los campos militares de la II Región, en Juárez se omitió el factor fundamental que explica el declive delictivo atribuido a Leyzaola: la salida de militares y agentes federales del municipio.
“Lo de Leyzaola fue, en los hechos, la continuación de la Operación Conjunta Chihuahua. Con él a la cabeza, se dispararon los índices de violaciones a los derechos humanos. Se tuvo una corporación arbitraria, temible”, dice Cecilia Espinoza, asesora jurídica de la Red Mesa de Mujeres.
A la Red le tocó asistir a la menor de dieciséis años que fue la única sobreviviente de la ejecución extrajudicial de los cuatro jóvenes por los que la CNDH emitió la recomendación al gobierno del estado y al ayuntamiento de Ciudad Juárez.
Los hechos ocurrieron la madrugada del 24 de abril de 2012. La víctima sobreviviente dormía en casa junto a su pareja de diecisiete años y su hermano, de dieciocho. Alrededor de las cuatro de la mañana, llegó ante ellos uno de sus amigos, de veintidós años, acompañado de su novia, de diecinueve. Fueron a pedirles que los acompañaran a un parque relativamente próximo, para recoger un dinero que le entregaría su padre.
Salieron en un vehículo hacia el punto de encuentro. Al llegar, sin embargo, no hallaron a nadie. A los pocos minutos arribaron dos camionetas de la policía municipal, con cinco agentes varones y dos mujeres. El testimonio de la sobreviviente dice que a todos les cubrieron el rostro y los inhabilitaron de brazos subiéndoles las camisetas. Luego los echaron violentamente a las cajas de las camionetas y emprendieron la marcha.
Primero enfilaron rumbo a la colonia situada en el rincón norponiente de la ciudad, un enclave empobrecido llamado Anapara. De allí condujeron hacia el sur y se detuvieron durante algunos minutos a las afueras de una casa en la que se escuchaba música “como de fiesta”. Por último enfilaron rumbo a la salida a Chihuahua y se internaron en el panteón municipal San Rafael. En ese lugar, uno a uno recibió el tiro de gracia. Por alguna razón, el proyectil que le dispararon a la menor de dieciséis años no penetró el cráneo, y ella se fingió muerta.
La CNDH dice tener elementos suficientes para probar la transgresión a cargo de los policías municipales, y también la violación al derecho humano a la debida procuración de justicia, puesto que la fiscalía no avanza con sus pesquisas.
La recomendación fue aceptada de inmediato por el gobierno del estado. Sin embargo, no hubo tiempo de maniobras oficiales. En menos de veinticuatro horas el exjefe policiaco era tiroteado.
Los agresores de Leyzaola fueron aprehendidos casi al instante. La avenida Internacional, donde ocurrió el atentado, es una de las más patrulladas por la policía municipal y agentes de tránsito. Los agentes de la unidad que dio alcance a los presuntos criminales justo inspeccionaban a los tripulantes de un auto que detuvieron por exceso de velocidad. Se hallaban a unos cien metros de distancia.
La tarde del mismo viernes fueron presentados ante los medios de información. Se les identificó como Jesús Antonio Castañeda Álvarez, de veintidós años, y Hugo Alonso Cerenil Luna, de treinta y tres. “Unos delincuentes de poca monta”, los calificó el fiscal general del estado, Jorge González Nicolás.
Cerenil declaró ante el juez, a dos días de su captura, que nunca supo quién fue el hombre tiroteado hasta que fue detenido por los agentes. Dijo que conducía la camioneta Mitsubishi en compañía de Castañeda, cuando de pronto vieron la Commander blanca. Castañeda le ordenó seguirla, porque la conducía el sujeto que había querido violar a su hermana en días pasados. En la maniobra perdieron de vista la camioneta de Leyzaola, hasta que la vieron enfilar por la avenida Internacional y luego detenerse frente a la casa de cambio.
Se estacionó a unos diez metros de distancia. Castañeda bajó y le dijo que diera la vuelta en U para que lo recogiera una vez que ajustara cuentas. Cerenil dice que hasta entonces supo que su amigo portaba el arma y todavía así creyó que sólo le daría un susto al conductor de la camioneta. Pero escuchó los disparos y casi al mismo tiempo frenó para que el otro se subiera. La huida terminó quinientos metros adelante.
Leyzaola fue llevado de emergencia a un hospital privado, que en pocos minutos quedó bajo resguardo de militares, federales, agentes estatales y municipales. A los pocos minutos se apersonaron el fiscal del estado, el exalcalde Murguía y el actual secretario de Seguridad Pública, César Omar Muñoz, quien apenas en abril declaró que los abusos cometidos durante la era del teniente coronel impedían la reconciliación de la policía con la sociedad.
El fiscal González Nicolás ajustó su discurso varias ocasiones en menos de un día. Primero afirmó que los detenidos eran sicarios que operaron por encargo de la delincuencia organizada, luego los relacionó con una pandilla y posteriormente con otra, hasta que terminó por calificarlos como inexpertos para faenas de tal envergadura.
“En lo personal me sorprendió el atentado”, dice Raúl Ramírez Baena, el derechohumanista de Baja California. “Leyzaola conoce el teje y maneje de las mafias, de las policías. El no tomar providencias e ir con su familia, me parece muy raro. ¿Qué hacía allá, en Ciudad Juárez, solo y sin escolta? Que se lo quieren echar, pues sí, en Tijuana y en Juárez. Tiene enemigos a muerte. Así que solo hay una explicación, o dos, para entenderlo: O pecó de arrogante o creyó que sus cuentas estaban saldadas.”
Otro defensor de los derechos humanos, Gustavo de la Rosa Hickerson, cree que los agresores son, como dice el fiscal, “de poca monta”. Pero ello no justifica el relajamiento con el que se condujo Leyzaola. “Creo que él mismo terminó por creerse que, en efecto, Juárez es una ciudad que pacificó, un blof. Y si alguna consideración haría, es que la investigación debe ocuparse también de algunos exfuncionarios y funcionarios públicos.”