El culto a la muerte está incrustado en el ADN de los mexicanos desde su raíz indígena.
Gabriela es una mujer de 36 años que guarda más de un secreto en su pasado y en su espalda. Esa espalda que parece cargar el peso del mundo mientras platica, y sus ojos profundos, son suficiente señal de alguna tragedia que la ha traído hasta aquí, el Santuario de la Santa Muerte, en el municipio de Pedro Escobedo en Querétaro.
Se trata de un edificio de ladrillo, pintado desde hace pocos años de azul, situado sobre una calle de tierra y piedras, a solo unos cientos de metros de la Autopista México- Querétaro. Fue abierto al público en el año 2000 por Teodoro Reyes Díaz, quién falleció en 2010 y cuyas cenizas se encuentran resguardadas en la misma capilla, tras una vitrina de vidrio.
Cada año, en la noche previa al Día de Muertos, los fieles que rinden culto a la Niña Santa –uno de los muchos nombres que le dan- peregrinan desde el estadio de fútbol La Corregidora, en la ciudad de Querétaro, hacia Pedro Escobedo, por toda la orilla de la autopista 57. Este año unos mil 400 peregrinos se dieron cita, la mayoría de ellos a pie, aunque algunos otros llevan en camionetas imágenes y figuras de gran tamaño que representan a la Muerte.
Gabriela no asistió este año a la peregrinación, y esperó hasta el día siguiente para venir a rendirle tributo a su santa. Confiesa que no todos los días de muertos asiste, y que apenas es la cuarta vez que viene en esta fecha tan especial para el culto a la Muerte, pero que, en cambio, suele venir antes de que acabe el año al menos dos veces.
Fue hace siete años que conoció a esta controvertida santa, que no es reconocida como tal por la Iglesia católica. Su vida se complicó cuando a los 19 años dejó la preparatoria, se salió de su casa y comenzó a ser novia de un policía judicial que prometió mantenerla y hacerla su esposa. Cuatro años después, se enteraría de que él ya estaba casado, y durante ese tiempo vivió en casas de las colonias pobres de Querétaro que el policía rentaba para ella. Además tuvo que trabajar vendiendo ropa por catálogo, cosméticos y cuando eso dejó de ser suficiente, se empleó como mesera en un bar del centro de la ciudad. Ahí, en la vida nocturna de las cantinas, conoció la droga, y por consecuencia casi inevitable, la prostitución.
Seguía siendo falsa prometida del policía, pero ahora ambos tenían secretos que ocultar. Gabriela se mudó a una casa con otras dos amigas para recibir a los clientes de las tres. Así vivió un año, comprometida con un policía casado, trabajando por las noches, atada a una adicción. El 13 de febrero de 2002, una fecha que dice de memoria y sin esfuerzo, un operativo conjunto de las policías municipal y la estatal de Querétaro llegó hasta la casa, detuvieron a las tres mujeres y en un juicio rápido y confuso, se le acusó de lenocinio, narcomenudeo y fraude. Culpable de los tres delitos, según un juez que apenas la volteó a ver durante la sentencia, fue recluida en el penal de San José el Alto. El policía fue a visitarla tres veces, y le prometió que le ayudaría. Nunca volvió a verlo. Tenía 25 años, le habían robado los pocos ahorros que tenía, era adicta a varias drogas que en el penal eran un verdadero lujo, y tenía a un abogado de oficio novato a cargo de su apelación. Dos años en la cárcel la llevaron a lugares oscuros en su mente, un intento de suicidio la hizo tocar fondo.
Mientras se recuperaba de las heridas que se hizo en las muñecas, una compañera de celda se la presentó. Era una figura esquelética, con hábito negro y capucha, dos grandes cuencas vacías, una guadaña en la mano izquierda. La Santa Muerte, cuando todo lo demás ha fallado, solo ella concede el milagro. Sin más esperanza le dedicó una oración. La promesa, construirle un altar en su casa, y luego otra muy común entre los fieles a ella, realizarse un tatuaje con su imagen. Es el secreto que lleva en su espalda.
A los dos meses de comenzar a pedir por su milagro, le cambiaron al abogado de oficio, la apelación fue favorable y la dejaron en libertad. La Muerte había ganado una seguidora más, y el milagro apenas empezaba.
Tradición que renace
El culto a la muerte como un ser sobrenatural y divino no es nuevo en México. Todas las culturas prehispánicas tenían un dios o una diosa a quien consideraban como guardián de las almas de los muertos. Lejos de temer al final de la vida, era visto como un paso más en el viaje por el universo. Las representaciones eran elaboradas, pero coincidían en usar calaveras en vez de cabeza, y en la mayoría de los casos sus cuerpos no tenían carne.
Mictlantecuhtli, el dios de la muerte azteca, tiene las mismas cualidades físicas que la Santa Muerte, salvo el género, en que se nota más bien un rasgo de la diosa Mictecacíhuatl, que es mujer, y que también tiene en común con la nueva santa, una bondad ligada a la justicia.
La muerte formaba parte esencial de la cosmovisión prehispánica, y cuando se da la conquista y la evangelización, este culto no cupo más. Su eliminación fue una de las misiones más importantes de la Iglesia católica, ya que para esta doctrina, la muerte y la salvación del alma solo puede darse a través de Jesús. Cualquier figura que intervenga, sería vista como externa.
Así, durante 500 años el culto a la muerte se fue reduciendo y sincretizando en una celebración no a un dios de los muertos, sino a los muertos mismos, más a manera de homenaje que de adoración. Así, el Día de Muertos es el día siguiente al que en la Iglesia católica se celebra a “todos los santos” a ninguno en particular.
La historia real de su adoración, entonces, no puede reducirse al año 2000, que fue el momento en que la Iglesia Santa Católica Apostólica Tradicional lo oficializó en su registro tanto en México como en Estados Unidos, ni mucho menos a 1965, cuando se dio a conocer en el Estado de México una figura a la que se le rendía culto de manera clandestina desde 1795, aproximadamente. El culto a la muerte está incrustado en el ADN de México desde su raíz indígena, fecundado por la fe cristiana, y llevado a la realidad por la modernidad de sus miles de fieles que admiten su santidad, a pesar de no ser reconocida por la Iglesia católica.
Gabriela enseña su tatuaje con una condición, no le puedo tomar foto. Está sobre su hombro izquierdo, tinta negra dibuja la calavera y la guadaña. Se trata de un secreto, uno que tiene quizás un par de miles de años, pero que los mexicanos comprenden bien: en México no se le teme a la muerte, se le adora.