

Cada año, a mediados de noviembre, México se inunda de anuncios, pantallas rojas y carteles que anuncian descuentos irresistibles. El Buen Fin se ha convertido en una tradición nacional que pretende dinamizar la economía, estimular el consumo interno y fortalecer el comercio formal. Pero detrás del entusiasmo, de los carritos llenos y de las compras en línea, hay una parte de la sociedad que, aunque también quiere participar, muchas veces no puede hacerlo: las personas con discapacidad.
En teoría, El Buen Fin es para todas y todos. En la práctica, sin embargo, la accesibilidad y la inclusión siguen siendo un lujo más que una política. Para millones de personas con discapacidad en México, aprovechar las ofertas o simplemente comprar un producto sin complicaciones representa un desafío diario.
De acuerdo con datos del INEGI, en México existen 8.8 millones de personas con discapacidad, equivalentes al 7.2% de la población. Se calcula que alrededor del 40% de ellas participa activamente en el mercado laboral, es decir, más de 3.5 millones de personas económicamente activas, con ingresos propios, poder adquisitivo y necesidades de consumo. Y sin embargo, en el discurso público y comercial, rara vez se les considera como consumidores con derechos y no como sujetos de caridad o asistencialismo.
El mercado mexicano aún no dimensiona el potencial económico de este sector. Si sumamos el ingreso laboral de las personas con discapacidad y el de sus familias, su capacidad de consumo podría superar los 200 mil millones de pesos anuales. Un segmento que, por tamaño y diversidad, debería ser visto como estratégico para cualquier empresa, pero que en muchos casos sigue siendo invisible para el sector comercial.
El Buen Fin 2025 es una oportunidad para reflexionar sobre esto. Porque no basta con vender más; hay que vender mejor, a todas las personas, sin excepción. Sin embargo, la realidad es que muchas de las páginas web y aplicaciones donde se concentran las promociones son inaccesibles para usuarios de lectores de pantalla. Las imágenes no tienen descripciones, los botones no se pueden navegar con el teclado, los formularios no están etiquetados correctamente y los catálogos son caóticos para una persona ciega o con discapacidad visual.
Lo mismo ocurre con los videos promocionales que carecen de subtítulos o interpretación en Lengua de Señas Mexicana, dejando fuera a miles de personas sordas.
Y si pasamos al terreno físico, los problemas se multiplican: tiendas sin rampas, probadores imposibles de alcanzar, pasillos obstruidos, mostradores demasiado altos, o personal que no sabe cómo atender adecuadamente a un cliente con discapacidad.
No se trata de pedir trato preferencial, sino condiciones equitativas para participar en el mismo acto de consumo. Porque consumir también es un acto de ciudadanía, un ejercicio de autonomía, y negarlo a partir de la inaccesibilidad es otra forma de exclusión social.
El discurso empresarial suele hablar de “responsabilidad social” o de “inclusión”, pero pocas veces se traduce en acciones concretas. La accesibilidad debería estar al centro de las estrategias de marketing, no en la letra pequeña de las políticas internas.
Un sitio web accesible no sólo beneficia a las personas con discapacidad: mejora la experiencia de todos los usuarios. Una tienda con pasillos amplios y señalética clara no sólo ayuda a quien usa silla de ruedas: también facilita la visita de familias con carriolas, personas mayores o cualquier cliente que valore la comodidad. La accesibilidad, lejos de ser un gasto, es una inversión en competitividad, empatía y reputación.
Además, la exclusión tiene un costo económico. De acuerdo con estimaciones del Banco Mundial, la falta de inclusión y participación plena de las personas con discapacidad puede representar entre un 3% y un 7% del Producto Interno Bruto perdido para un país. En otras palabras, México no sólo deja de ganar por cada persona excluida del empleo, la educación o el consumo: también pierde en productividad, innovación y cohesión social.
En este sentido, El Buen Fin podría convertirse en un laboratorio de inclusión económica.
El gobierno, a través de la Secretaría de Economía y la PROFECO, podría incluir criterios de accesibilidad y buenas prácticas inclusivas en la convocatoria del programa. Las cámaras empresariales podrían reconocer públicamente a las marcas que cumplan con estándares de accesibilidad digital y física. Y los medios de comunicación podrían dedicar espacios para promover ejemplos de empresas locales que sí estén haciendo bien las cosas.
El consumidor con discapacidad no busca descuentos especiales, busca no ser excluido. No quiere conmiseración, quiere acceso. Y eso empieza con algo tan básico como poder navegar un sitio web sin barreras, entrar a una tienda sin obstáculos o ser atendido con respeto y empatía.
En Aguascalientes, por ejemplo, el comercio local tiene una oportunidad invaluable de ser pionero en este tema. Implementar estrategias de accesibilidad no requiere grandes inversiones, sino voluntad y visión empresarial: capacitar al personal, mejorar la señalización, ajustar la infraestructura o adaptar las plataformas digitales puede marcar una gran diferencia. En un entorno donde la competencia crece, la inclusión puede ser el factor que defina el éxito o el estancamiento.
Al final, El Buen Fin no debería ser sólo una temporada de ofertas, sino un ejercicio de inclusión económica. Un momento para recordar que el consumo también puede ser una herramienta de integración social y que la economía mexicana sólo alcanzará su verdadero potencial cuando todas las personas, incluidas las que viven con discapacidad, tengan las mismas oportunidades para participar en ella.
Porque la inclusión no es un favor ni una tendencia; es una deuda histórica y una oportunidad de futuro.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.