Bolivia es el tercer país más peligroso de América para embarazarse. La mayoría de las muertes maternas son entre mujeres indígenas. No quieren ir a hospitales donde no hablan su lengua, se sienten maltratadas y las aíslan para dar a luz. Un grupo de parteras tradicionales ha conseguido que se les reconozca y atiende los partos siguiendo sus usos y costumbres, pero dentro de los centros de salud. ¿Son las parteras y una habitación cálida la solución a casi dos muertes diarias en un país de 11 millones de habitantes?
PATACAMAYA, BOLIVIA.— Francisco Huanca da vueltas sobre sí mismo, inquieto, en el pasillo de un hospital. Tiene 24 años y el gesto preocupado. Intenta calmarse hablando con su hermana menor, que trae sopa para toda la familia.
“Es mi tercer hijo, con el segundo no vinimos al hospital y falleció al nacer”, empieza a explicar con un español salpicado de acento aymara cuando un grito le hace entrar en la sala contigua.
En la habitación, su esposa, Roxana Chipana, está a punto de dar a luz. Está recostada en una cama de madera, entre cobijas atigradas y con las paredes de rojo teja. Una partera con una voluptuosa falda larga y el bombín que usan las mujeres aymaras le detiene el brazo. Parece una casa típica del altiplano boliviano, pero en la sala hay también dos enfermeras de bata blanca y un médico que revelan que estamos en el Hospital de Patacamaya, un pueblo árido atascado de tiendas y autobuses que apenas se orillan al detenerse en uno de los pocos centros urbanos entre los 230 kilómetros que separan La Paz del minero Oruro, a 4,000 metros de altura.
Las contracciones se aceleran y la partera le da ánimos a Roxana Chipana en su misma lengua, el aymara. Unos cuantos empujones más y empieza a asomar una cabecita velluda y amoratada. El doctor se acerca y comprueba que no trae el cordón enrollado en el cuello. La cara de la madre se destensa y la criatura se desliza sobre la cama acunada por el líquido amniótico. Su llanto le devuelve los colores al padre y el aliento a la madre.
“Es un varoncito”, exclama el doctor ante la cara risueña de Francisco Huanca. Su hija Sheila, de seis años, tendrá por fin un hermanito.
Al día siguiente Sheila corretea en esa misma habitación mientras su madre, Roxana Chipana, amamanta al recién nacido. Está esperando el alta, pero debe permanecer 24 horas en el hospital. Su cuñada le ha vuelto a traer comida. Ella está agotada pero ya más relajada, apenas se le empieza a disipar el miedo que albergaba de su anterior parto. Llegó antes de los siete meses, sin que se lo esperara y lo tuvo sola en casa. Su marido estaba trabajando de albañil en la ciudad. El bebé murió a las pocas horas de nacer. Nunca supo por qué. No había ido al hospital a ningún control ni fue a que la revisaran. Tardó un día en expulsar la placenta.
MUERTES EVITABLES
Si bien la gran mayoría de las muertes maternas se concentran en África subsahariana y Asia meridional, Bolivia es el tercer país más peligroso para quedar embarazada en América, después de Haití y Guyana. Y con una tasa que dobla las de sus vecinas paraguayas y comparable a países como Namibia o Yemen. Una embarazada en Bolivia tiene seis veces más posibilidades de morir que en México y 14 más que en Uruguay. La mortalidad infantil también es altísima. 31 de cada 1,000 bebés mueren antes del primer año, según las últimas cifras del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Bolivia. Más de la mitad antes de cumplir 28 días. Y eso sin contar la cifra negra, es decir, aquellos que ni siquiera se registró que nacieron. Tanto es así que los padres tardan semanas en decidir el nombre de su hijo. En el cementerio municipal de Patacamaya hay cruces blancas en memoria de niños que nunca tuvieron nombre.
El Plan Estratégico Nacional para Mejorar la Salud Materna en Bolivia 2009-2015 señala que 623 mujeres mueren cada año por complicaciones en el parto. En un país con poco menos de 11 millones de habitantes. Es como si cada dos días murieran tres mujeres al dar a luz en Ciudad de México y Tlaxcala.
La mitad no acudió al hospital y entre las principales causas de fallecimientos están las hemorragias graves e infecciones tras el parto. El propio Ministerio de Salud reconoce que siete de cada diez muertes de mujeres podrían ser evitadas con la asistencia del parto en un servicio de salud que debería ofrecer una atención calificada.
“Las mamás tienen miedo de venir al hospital, no hablan español, tienen vergüenza y no confían en los doctores”, explica en un castellano precario la partera de pollera y bombín, Leonarda Quispe.
Roxana Chipana y Francisco Huanca lo confirman. En su primer embarazo Roxana siguió todos los controles, el Estado boliviano da incluso un bono económico si acreditan las visitas, pero no quedó contenta con el trato, aunque es parca para explicarlo. Su marido, más hablador, ahonda: “Hay algunos doctores entre comillas que son buenos pero otros son malos. En el primer embarazo la han forcejeado, la han maltratado, en este lugar no todos hablan español, algunos hablan solo aymara, y los doctores no entendían ese idioma, ha habido confusiones, lastimaban a las señoras, les alzaban la ropa con torpeza, por esas razones algunas mamás no querían ir al hospital. Con el segundo embarazo le dije vamos a los controles, pero ella por el miedo a los médicos, de como eran malditos, no fuimos”.
Ahí ya Roxana Chipana se anima y explica que en este tercer embarazo tampoco quería ir, hasta que en el quinto mes tuvo un dolor muy fuerte. “Pensaba que lo iba a perder y he ido al hospital. Ahí ya me han dado algunos medicamentos, se ha normalizado y ahora está sano. Yo creo que lo mismo hubiera sido con el otro, dudo que lo hubiéramos perdido si hubiéramos ido”, confiesa entristecida.
“Aquí algunos doctores son prepotentes, no son buenos, sí existe la discriminación, por eso la gente prefiere a las parteras”, añade el esposo.
NORMATIVAS VS. RESISTENCIAS
El gobierno de Bolivia ha tratado durante años de convencer a las mujeres sobre la necesidad de acudir a los centros de salud para los cuidados pre y posnatales, además de dar a luz en algún hospital con la implementación, por ejemplo, de un bono de 247 dólares, al que se acogió Roxana Chipana la primera vez, para estimular a las embarazadas a que fueran, pero las autoridades no vieron un cambio.
Desde la ciudad de La Paz, la consultora en Salud Sexual y Reproductiva Alexia Escobar, da más elementos. “Hay maltrato y una pésima atención: el personal de salud no te informa, no deja que traigas acompañantes, no espera a las 10 o 12 horas que toma dilatar. Hay un abuso de las cesáreas. Y para las mujeres indígenas que deben trabajar muy pesado en el campo esa recuperación es muy larga. En cambio con una partera dan a luz de forma natural. ¿Cuál es la percepción que tienen? Que el médico no sabe, desconfían. La posición del parto es la piedra de toque. Probablemente las más occidentales no sabemos otras formas de parir, pero las rurales han visto a sus madres o a sus abuelas dar a luz, tienen una relación mucho más natural con el parto. Y les violenta mucho tener que treparse a una camilla y dar a luz en posición ginecológica. Tenemos una resolución ministerial de 2001 que habla de favorecer la posición del parto que quiera la mujer, etcétera. Pero realmente todas estas normativas que buscan mejorar la calidad de trato no han logrado realmente permear en los establecimientos de salud. Hay muchas resistencias. Ahora tenemos una ley de Salud Intercultural. Pero ves las cifras y siete de cada diez mujeres que fallecen en Bolivia son indígenas. En el Estado plurinacional, con el presidente indígena”, matiza.
Ante ello han sido las mismas mujeres las que han ido abriendo brecha. Leonarda Quispe y sus compañeras llevan siglos dando seguimiento a los partos en municipios como Patacamaya como en tantas otras zonas rurales. Como responsables históricas de alimentar y cuidar a sus familias, las mujeres han desarrollado conocimientos de salud y en las comunidades agrícolas las parteras son las mujeres más reconocidas por la comunidad. Son las médicas tradicionales para las enfermedades básicas y en el embarazo dan seguimiento, son capaces de reacomodar al bebé con masajes, por ejemplo, y ya en el parto saben cuánto falta para el nacimiento sin hacer los invasivos tactos vaginales. Interpretan las pulsaciones de la mujer, el sudor o los gestos y saben qué infusiones favorecen la dilatación o si la criatura viene mal y hay que recurrir al doctor. También asisten partos de cuclillas que evitan o limitan el desgarro. Doña Leo asegura que lo aprendió de su abuela y de los 48 años que lleva atendiendo partos. Con una libreta de registro presume los miles de partos que ha atendido desde que empezó, a los 15 años.
A finales de la década de 1980, la Organización Mundial de la Salud reconoció que la partería capacitada era una alternativa para prevenir la mortandad materna y prenatal. Al estrenar el año 2000 las Naciones Unidas incluyeron la mortalidad materna e infantil en sus objetivos prioritarios a combatir y empezaron a repartir cantidades millonarias a instituciones internacionales, ONG y gobiernos. En ese momento, Médicos del Mundo, que apoyaba el hospital de Patacamaya, y las autoridades municipales decidieron buscar a las parteras. Ellas ya atendían en sus casas o iban a los domicilios de particulares, pero al reunirse vieron que debían de tomar los establecimientos oficiales y trabajar codo con codo con los médicos de bata blanca. En 2007 consiguieron una primera sala de atención multicultural y ya llevan tres, que suelen estar llenas, frente a una sala de partos ginecológica convencional.
ALIADO DE PARTERAS
Henry Flores es uno de los doctores que se comprometió con las salas de parto intercultural. De familia indígena, es el aliado de las parteras. “El protocolo nos enseñaba que toda mujer primeriza se somete al corte. Las parteras nos enseñaron que esto no era necesario. Que podemos acompañar el parto de cuclillas, que somos nosotros quienes tenemos que acomodarnos de rodillas, aunque nos mojemos seguramente con una secreción, pero que la mujer debe ser el centro y el médico quien debe ayudar y no lo contrario”, dice ante la cámara.
En las salas de parto intercultural del hospital de Patacamaya no hay un monitor que esté controlando la frecuencia cardiaca del bebé durante el parto, pero existe la posibilidad de que el padre, los hijos u otra familia estén en la sala e incluso se queden a dormir. Hay una cocina por si la cuñada quiere calentar la sopa, o el ambiente, aunque a veces, como cuando el parto de Roxana Chipana, el ayuntamiento no hubiera repuesto el gas.
“Las mamás tienen confianza en mi persona. Somos de pollera a pollera”, resume otra partera llamada Alejandra Laura Quispe. Y continúa: “las mamás del campo tienen miedo y vergüenza a echarse en la mesa. Aquí los catres son de madera, el piso es de madera, las camas están calentitas. Cuando le dijimos al doctor que si pudiéramos parir como en nuestra casa habría más partos en el hospital, conseguimos la primera sala. Nosotras manteamos a la mamá, la frotamos y con tisanas le ayudamos a dilatar. Y sin que nadie nos vea, de cuclillas, tenemos nuestro bebé. Si se complica viene el doctor”.
Flores la complementa. “Ver a una mujer en la sala de partos con las piernas temblando de frío a las 3-4 de la mañana, las temperaturas en invierno en esta región llegan a bajo cero. Y con ninguna estufa llegábamos a calentar la estancia. El sistema de salud se evalúa sobre la calidad técnica y científica y muchas veces se olvida de la calidad humana”, señala —y asegura que desde la incorporación de las salas han duplicado el número de partos que atienden en el hospital.
Pero su predisposición no es la norma. La doctora de emergencias, Andrea Huanca, una joven de la ciudad, llegó a Patacamaya sin saber nada de las salas interculturales y no se siente cómoda en atender allí. “Para las pacientes esta súper, pero nosotros tenemos que agacharnos, da dolor de espalda, la luz no se enfoca bien. En la sala biomédica con la posición ginecológica se le puede observar mejor”, reconoce.
En cambio, según el mismo estudio del Ministerio de Salud, el segundo lugar donde mueren más mujeres en el parto es en los hospitales, casi cuatro de cada diez mujeres mueren. El programa de Salud familiar comunitaria e intercultural del Ministerio reconoce desde 2013 la medicina tradicional y ya ha creado más de 70 salas de parto intercultural como las de Patacamaya en establecimientos de todo el país. Sin embargo, las parteras siguen trabajando en estas salas hospitalarias de manera voluntaria sin recibir remuneración oficial.
Las tasas de mortalidad materna e infantil han disminuido, pero están todavía muy lejos de quedarse en una tercera parte de la que era en 1990, como pretendía la ONU. Porque al final los esfuerzos se topan con las limitaciones de las estructuras locales.
En Bolivia, según la última Encuesta gubernamental en Salud Sexual y Reproductiva, de 2008, el 70 por ciento de las mujeres que fallecieron tenían menos de seis años de escolaridad o ninguno. Y son las mujeres indígenas del campo las que tienen cuatro probabilidades más de morir que el resto. Estos riesgos se incrementan, según el Plan Estratégico, cuando la mujer tiene menos “poder de decisión”. Sin embargo, en culturas como la guaraní, una de las 36 identidades que componen el mosaico boliviano, cuando una mujer muere en el parto la encumbran como una valiente. En las cosmovisiones indígenas el prestigio femenino se fundamenta en la maternidad. Y dar a luz es para demasiadas mujeres en el mundo todavía una guerra en la que se puede morir en el cumplimiento de la reproducción social.
“Y no pasa nada. Pero ese no pasar nada, es una negligencia estatal que se refleja en muertes. Queremos que las mujeres sean bien atendidas y que además se les salve la vida. Porque las parteras no salvan vidas. Hay complicaciones que no resuelve su conocimiento ancestral. Si tú sumas las dos mujeres que mueren por complicaciones por parto y posparto al día, y las dos mujeres que mueren por cáncer cervicouterino, tienes a cuatro mujeres muriendo por causas evitables y relacionadas con su rol reproductivo. Es un flagelo que recae sobre las mujeres. Sobretodo sobre las indígenas, las pobres y las rurales. Y eso en un país donde una mayoría de la población se considera indígena, gobernado por indígenas. Pero no ha habido un mayor empuje a políticas de salud sexual y reproductiva. Y mientras, hay mujeres que se mueren por una responsabilidad del estado boliviano”, concluye, crítica, Alexia Escobar desde La Paz.
En Patacamaya, ya en su casa, una semana después de dar a luz, Roxana Chipana asegura ya no quiere tener más hijos. Alexander Huanca Chipana es el “varoncito” que vino a difuminar el recuerdo amargo del segundo hijo y su madre no quiere volver a exponerse al riesgo emocional y físico de otro embarazo.
“Lo que quiero es un futuro mejor para ellos dos”, dice Roxana Chipana, sentada frente a pósteres llenos de juegos de letras donde Sheila aprende a leer y escribir.
“Que estudien, que puedan ser profesionistas o maestros para que tengan seguro y pensión. La vida en el campo aquí es dura”, se apresura a explicar Francisco Huanca, quien está al lado de su esposa, sentados ambos con el bebé, en una de las dos camas de este cuarto abigarrado donde duermen los cuatro.
—¿Y tú que quieres ser de mayor? —pregunto a Sheila.
—Doctora —espeta sin apartar la mirada del móvil de su mamá donde juega videojuegos.
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Este reportaje forma parte del proyecto SexSymbols financiado por EJC, Journalism Grants y la Universitat Rovira i Virgili y se desarrolla también en el Este del Congo y en Indonesia.