Importa, y mucho, la forma en cómo hablan las personas dedicadas profesionalmente a la política. Las razones de esto son varias, pero quizá una de las más relevantes es que los políticos hablan de las cosas públicas, es decir, de aquellas que tienen relevancia para todos, no sólo en el momento actual, sino para las generaciones por venir.
El político es una entidad sui generis pues en su hablar despliega lo que podría pensarse como una doble personalidad: habla a nombre propio, en tanto portador de una idea de nación, pueblo o comunidad; pero también habla a nombre de otros, quienes se asume que le han otorgado la confianza de representarles en la discusión de los asuntos del Estado.
El político debe en se sentido, tener el más amplio sentido de la responsabilidad. Nada de lo que dice puede ser emitido a la ligera; por el contrario, su lenguaje debe ser siempre meditado; la prudencia debe ser su norma, y la temperancia su código lingüístico de cabecera.
Un político debe hablar apegándose a las reglas fundamentales que se exigían en la Grecia antigua: quien es responsable públicamente debe emitir siempre ideas con claridad, precisión y exactitud. En su lenguaje no debe sobrar ni faltar nada, porque todo lo que dice está bajo el escrutinio e interpretación de la ciudadanía; y por ello, a fin de evitar malos entendidos, su lenguaje debe apegarse a lo que estrictamente quiere decir.
Al respecto, es pertinente citar un pasaje atribuido al filósofo Wittgenstein -uno de los más grandes pensadores del lenguaje-, quien al concluir una conferencia fue interrogado: “¿Qué fue lo que Usted quiso decir con aquella idea?” a lo que el filósofo respondió: “no quise decir ni más ni menos de lo que dije”.
El político debe evitar no sólo ambigüedades, sino ante todo, las mentiras: sus palabras deben siempre estar apegadas a la verdad o, al menos, a la autenticidad respecto de lo que se piensa y de las intenciones que se tienen al tomar una u otra medida. La mentira, a diferencia de lo que se piensa popularmente, es el contrasentido del político profesional, pues su vocación es el servicio a los demás, y para hacerlo adecuadamente debe evitar a toda costa decir cosas que no son ciertas, o que no le constan.
Un político es enemigo de las amenazas; nunca intimida, nunca hace alarde de su poder ni lo usa para otorgar perdones ultra-institucionales. Su lenguaje, por el contrario, busca la concordia, es amable y busca tender puentes con base en la inteligencia y la aceptación sin cortapisas de la lógica del mejor argumento.
El lenguaje del político debe articularse para plantear preguntas pertinentes y para ofrecer respuestas honestas. La necedad no es una de sus cualidades, y el tono de sus palabras es siempre reflexivo. Sus respuestas en ese sentido nunca son concluyentes, y siempre dejan abierta la posibilidad de la rectificación.
El lenguaje del político debe guardar siempre un equilibrio preciso entre lo moral y lo legal; y jamás debe confundir o llevar a la confusión de ambos planos: su visión ética es la base para la construcción de explicaciones respecto de lo que busca y propone; pero es la Ley la que rige su actuar. Esto significa: ideales en su propuesta, y respeto a la ley y al mundo institucional al momento de instruir la acción pública.
El político está obligado a un actuar ejemplar, quizá hasta pedagógico frente a la ciudadanía. Por ello la ignorancia y la vulgaridad son sus peores enemigos: no puede darse el lujo de la frivolidad lingüística, ni ceder a la tentación populachera de hablar para caer bien, y no hablar para gobernar conforme lo establece la Constitución.
Octavio Paz decía de forma magistral que la vulgarización de la política inicia precisamente con la vulgarización del lenguaje. Por ello, una cualidad del político es el bien hablar. De otra forma, no se pasa de ser un merolico.