Donald Trump rompió las normas diplomáticas de Estados Unidos con la esperanza de desnuclearizar Corea del Norte pero, tal parece, de nada sirvió la “feroz retórica” del negociador en jefe.
Por Bill Powell
DURANTE más de seis décadas, los presidentes de Estados Unidos observaron una regla muy rígida respecto de Corea del Norte: no te reúnas con el dictador. La simple imagen del líder del mundo libre, parado junto a una figura autoritaria, daría prestigio y legitimidad al Estado rebelde, el cual ha desdeñado las sanciones de la ONU, asesinado a sus rivales políticos y desarrollado un pequeño arsenal nuclear.
Pero entonces ocurrió que, el 12 de junio pasado, Donald Trump rompió el manual de estrategias. Con su habitual arrogancia, el presidente de Estados Unidos irrumpió en la sofocante Singapur y se sentó a la mesa con Kim Jong Un en un intento, sin precedentes, de “desnuclearizarlo”, según su propio dicho. Más tarde, Trump descartó la idea de que su sola presencia había aportado algo valioso al dictador. “Si tengo que decir que estoy sentado en un escenario con el presidente Kim y eso servirá para que salvemos 30 millones de vidas”, declaró Trump, “estoy dispuesto a sentarme en ese escenario. Estoy dispuesto a viajar a Singapur con mucho orgullo”.
Como candidato, y ahora como mandatario, nada complace más a Trump que causar alboroto. Quizá por eso concluyó que el caso de Corea del Norte requería de semejante estrategia. En su opinión, las presidencias anteriores fracasaron y le dejaron un embrollo geopolítico. De hecho, el presidente saliente, Barack Obama, advirtió a Trump que Corea del Norte sería “el problema más urgente” que habría de enfrentar. “Muchas gracias por nada, jefe”, es así como un miembro del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés), no autorizado para hablar públicamente, caracteriza la respuesta del equipo Trump.
A lo largo de casi un año y medio, Trump insultó y amenazó; y, por un momento, incluso contempló un ataque preventivo contra el norte. Sin embargo, también logró que Naciones Unidas impusiera las sanciones más estrictas que haya aplicado al régimen hasta ahora, y consiguió que China —salvavidas económico de Pyongyang— restringiera el comercio con su vecino. De esa manera, Trump captó la atención de Corea del Norte como Obama nunca pudo hacerlo.
‘VAYA, ME EQUIVOQUÉ’
En una reunión de marzo, Kim dijo a funcionarios surcoreanos que quería entrevistarse con Trump. “No hay duda de que la presión económica tuvo mucho que ver”, comenta Cheong Seong-chang, miembro importante del Instituto Sejong, grupo de expertos de Seúl. Los surcoreanos transmitieron el mensaje y Trump, volviendo a desafiar las convenciones, aceptó de inmediato. Los dos bandos acordaron una fecha de junio para la cumbre: según los estándares diplomáticos tradicionales, muy poco tiempo para que los asistentes hicieran el trabajo preliminar para las negociaciones de desnuclearización.
Luego hubo otra ronda inesperada de insultos y Trump —para horror de los críticos que consideraban que jamás debió acceder al encuentro, por principio de cuentas— canceló todo el asunto. Cuando Rudy Giuliani, exalcalde de Nueva York y actual abogado de Trump, dijo que Kim los abordó “de rodillas”, rogando que el presidente reconsiderara, fue ridiculizado ampliamente por expresarse con tanta vulgaridad en público. No obstante, hasta el equipo de seguridad nacional del presidente reconoció que Giuliani tenía razón. “Ellos querían esto mucho más que nosotros”, asegura otro funcionario del NCS no autorizado a comentar de manera oficial. Y así, el presidente aceptó un nuevo compromiso.
Fue entonces cuando todo se arruinó. Trump creía que la reunión era poca cosa, una simple concesión descartable. Según él, tenía a Kim justo donde lo quería: de rodillas, económicamente hablando, ansioso (incluso hasta desesperado) por hablar. El “trato” pactado en Singapur serviría, por lo menos, para trazar el camino hacia una desnuclearización completa, verificable e irreversible, o CVID, siglas que ahora utilizan los funcionarios estadounidenses de manera rutinaria. Sin embargo, la realidad es que el maestro en el arte del trato bien pudo haber sido engañado, pues dio a Kim algo que los norcoreanos han deseado desde hace décadas, una audiencia con un presidente estadounidense, y, aparentemente, recibió nada a cambio.
Trump salió de la entrevista de seis horas con la insulsa declaración de que Kim dijo, simplemente, que Corea del Norte se había comprometido a “trabajar por” la desnuclearización de “la Península de Corea”. El magnate aseguró a la prensa reunida que tenía la seguridad de que el líder norcoreano daría seguimiento al asunto, aunque también reconoció que, tal vez, “apareceré ante ustedes en seis meses y diré, ‘Vaya, me equivoqué’. Creo que jamás reconocería algo así, pero encontraré alguna excusa”. Otro beneficiario de la cumbre fue China, que ya había empezado a retirar las sanciones que impuso a Corea del Norte. Trump prometió cancelar los ejercicios militares con Corea del Sur y farfulló algo sobre la manera como, a la larga, retiraría las fuerzas estadounidenses de la península: cosa que Beijing recibiría con enorme satisfacción, dado su deseo de controlar el vecindario.
NEGOCIACIÓN INFRUCTUOSA
Esa es la ironía posterior a la cumbre: pese a su feroz retórica y la diplomacia alborotadora de los últimos 18 meses, la presidencia Trump no ha salido mejor parada que sus predecesoras. El mandatario se encuentra al inicio de una negociación con un socio poco confiable que, en opinión de los analistas, tal vez nunca ha tenido la intención de renunciar a sus armas nucleares.
Bill Clinton y George W. Bush recorrieron ese mismo camino antes de darse por vencidos. Funcionarios que han negociado con Corea del Norte en épocas pasadas aseguran que, ciertamente, no es el equivalente diplomático del infierno, aunque sí algo muy parecido a una cámara de torturas. Christopher Hill, diplomático de carrera que encabezó las llamadas “negociaciones de seis partes” de 2005, durante la presidencia Bush, recuerda que su homólogo norcoreano, el diplomático veterano Kim Gye Gwan, solía interrumpir las sesiones para “tomar una siesta”, y más tarde regresaba a la sala diciendo que la postura de Pyongyang había cambiado porque él acababa de “recibir nuevas instrucciones”. En determinado momento, Hill se sintió tan frustrado que abandonó las negociaciones durante tres días, y los chinos tuvieron que intervenir para reiniciar el proceso.
John Bolton, actual asesor de seguridad nacional de Trump, fue subsecretario de Estado en 2002 cuando ese mismo Kim Gye Gwan negó, tajantemente, una acusación estadounidense de que Corea del Norte tenía un programa secreto para enriquecimiento de uranio, solo para que un colega del diplomático lo confirmara después. Aquello echó por tierra el acuerdo de 1994, meticulosamente negociado por el equipo Clinton, y el cual suponía acabar con el programa armamentista del norte. En unas memorias sobre su trabajo en la presidencia Bush, Bolton afirma que lo único que conduciría a la desnuclearización de Corea del Norte sería el fin de la dinastía Kim y la “reunificación” con el sur. También califica las negociaciones con los norcoreanos como “un miasma”.
Es en ese punto donde Trump se encuentra ahora. Durante el encuentro en Singapur, el presidente ofreció a Kim garantías de seguridad que, en apariencia, mantendrían al líder en el poder de manera indefinida, a condición de que “trabaje por” la desnuclearización. Eso descarta las opciones preferidas de cambio de régimen y reunificación. Mientras las conversaciones directas se desarrollan en los próximos meses -y que podrían incluir una visita de Kim a la Casa Blanca, más o menos durante la época de la Asamblea General de Naciones Unidas, en septiembre-, casi todos los miembros de la presidencia opinan que Estados Unidos tendrá que poner freno a sus expectativas.
Con todo, en privado, ni siquiera los pacifistas del gobierno del presidente surcoreano Moon Jae-in —quien fue el casamentero del romance Trump-Kim— esperan que el norte renuncie por completo a su programa de armas nucleares. CVID es imposible, pero las negociaciones para el control armamentista son más realistas: conseguir que Corea del Norte desmantele algunos aspectos de su enorme complejo nuclear y para producción de misiles, y reducir la cantidad de centrífugas que enriquecen uranio.
Tal es la esencia de las negociaciones cuidadosas de vieja escuela. Para alivio de todos, Trump ha logrado que los dos frentes eviten la guerra. Ahora, falta ver si su presidencia es lo bastante paciente y competente para dar seguimiento a la oportunidad diplomática que tiene enfrente.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek