Antes considerada la heroína de los derechos humanos, Aung San Suu Kyi, dirigente “de facto” de Birmania, hoy es repudiada por negarse a condenar las atrocidades de lesa humanidad que siguen cometiendo los militares contra la minoría musulmana rohinyá.
Un leve barullo se escucha en la Casa de los Recuerdos, popular restaurante de Rangún, donde dos veinteañeros en camiseta escuchan con ansia las preguntas que hace un visitante acerca de Aung San Suu Kyi, la lideresa de Birmania. A unos mil kilómetros de la ciudad más importante, en el estado occidental de Rakáin, los militares han emprendido una limpieza étnica contra los musulmanes rohinyás y el visitante quiere averiguar qué opinan sus interlocutores sobre el hecho de que Suu Kyi haya tolerado dichas acciones.
Los jóvenes comen una ensalada de mariscos y verduras empanizadas, voltean a ver a los turistas japoneses que ocupan la mesa contigua, murmuran entre sí, hasta que uno declara: “La amo”, con tono a la vez triste y desafiante. “Y de cualquier manera, esos no son birmanos”, concluye, refiriéndose a los rohinyás.
Es una afirmación común entre los budistas birmanos, quienes integran la mayoría étnica de Birmania y consideran que Suu Kyi, de 72 años, es una de ellos. Se trata de la venerada hija menor del comandante Aung San, quien encabezó la lucha contra los británicos hasta que sus rivales políticos lo asesinaron unos meses antes de que Londres otorgara la independencia al país, en 1947. Ella es la patriota educada en Oxford quien se opuso al régimen militar que tomó el poder en 1962 e introdujo un sistema totalitario. Es la disidente desafiante que, en 1988, se convirtió en el rostro de las protestas nacionales contra el régimen militar hasta que el Ejército las aplastó y mató a miles de ciudadanos. Suu Kyi, la Dama, como es llamada en Birmania, pasó más de una década bajo arresto domiciliario. Su resistencia fue tan feroz que se negó a viajar a Inglaterra para asistir al funeral de su marido británico, Michael Aris, pues temía que la Junta [militar] no le permitiera volver a casa. En 1991, recibió el Premio Nobel de la Paz por su compromiso con la lucha no violenta, la democracia y los derechos humanos.
Esa lucha continuó otras dos décadas y, para 2015, el entonces presidente Thein Sein decidió celebrar elecciones libres en un esfuerzo para asegurar que Occidente no reimpusiera sanciones económicas devastadoras para el país. El partido de Suu Kyi, la Liga Nacional por la Democracia (LND), resultó vencedor y formó un gobierno civil que la antigua disidente hoy encabeza como consejera de Estado.
No obstante, transcurridos tres años de aquella contienda, hoy sufre la condena de los críticos porque, entre otras ofensas, ha sacrificado a los apátridas rohinyás, abandonó los esfuerzos por la libertad de prensa, fue incapaz de lograr la paz con los grupos de activistas; y aún cree que puede unir a los generales de apoyarla en todo lo anterior. “La realidad es que Suu Kyi fue un gran icono de la democracia cuando trabajaba desde afuera”, señala Anthony Davis, analista de Jane, compañía británica de Bangkok, dedicada a la inteligencia militar, especializada en defensa y en seguridad nacional. “Pero cometió el error de alcanzar el poder. Se ha convertido en la tapadera y rehén de los militares”.
Con todo, los generales no están satisfechos con el papel que representa. “No ha cumplido con su parte del trato ni ha protegido a las fuerzas armadas de las presiones occidentales”, acusa un prominente oficial jubilado que tiene nexos con el comandante en jefe, el general Min Aung Hlaing (como otros entrevistados para este reportaje, solicitó el anonimato debido a la sensibilidad del tema. Con Suu Kyi en su despacho no respondieron a la solicitud de su posición al respecto.)
¿Solo una política?
La caída de Suu Kyi ha sido muy acelerada, pero muchos la consideran víctima de las grandes expectativas de quienes siempre la percibieron como una combinación de Madre Teresa y Juana de Arco. “Soy solo una política”, protestó la Dama el año pasado, durante una entrevista con la BBC. Después de ganar las elecciones, pasó de ser una activista marginal a la política más importante del país, aunque atrapada entre dos gobiernos paralelos. Cabeza visible de Birmania, está limitada por las poderosas fuerzas armadas, las cuales siguen a cargo debido a un mandato constitucional. Según los analistas, su partido no ha mostrado gran destreza para gobernar ni para esquivar los astutos generales. Y muchos creen que Suu Kyi ha quedado paralizada por su cautela y su necesidad de control; no ha aliviado la crisis de los rohinyá debido a que le inquieta la profunda hostilidad del grupo nativo mayoritario contra el grupo musulmán. “Es nacionalista”, afirma Khin Zaw Win, exprisionero político y actual director del Instituto Tampadipa, un think tank de activistas. “Muchos birmanos aborrecen a los rohinyá, y ella es una más”.
Hace tres años, cuando Suu Kyi logró una victoria arrolladora, sus seguidores se sintieron eufóricos, aunque también preocupados por los obstáculos que enfrentarían. En efecto, el Ejército respetó los resultados, pero lo hizo a sabiendas de que conservaba la mayor parte del poder. En 2008, los generales impusieron una nueva Constitución que reserva 20 por ciento de los escaños parlamentarios a las fuerzas armadas, así como el control de los ministerios clave: Defensa, Control Fronterizo y Asuntos Internos. Este último ponía a los militares a cargo de una enorme burocracia que cobra los impuestos y lleva todos los registros, desde compras de tierras hasta defunciones. Semejante poder les daba un acceso extraordinario a la información personal y empresarial de los ciudadanos, así como el control de la riqueza nacional.
Además, las fuerzas armadas introdujeron una cláusula constitucional que excluía de la presidencia a cualquier individuo con familiares que fueran ciudadanos extranjeros. Los críticos sostienen que esta cláusula fue ideada, expresamente, para frustrar a Suu Kyi, quien no solo estaba casada con Aris, sino que procreó dos hijos con él, ambos súbditos británicos. Por ello, cuando LND ganó, Suu Kyi adoptó el título de consejera de Estado, pues la Constitución la privaba del nombramiento de presidenta (“Los principios de la Constitución de 2008 son la mejor salvaguarda para la continua paz y estabilidad del país”, insiste el oficial militar retirado).
Hoy día, los defensores de Suu Kyi atribuyen a dicha constitución su incapacidad para impedir la expulsión forzada, la mutilación, la violación y los asesinatos de rohinyás en el estado de Rakáin. La represión militar contra el grupo musulmán dio inicio en la década de 1970. La crisis más reciente comenzó en agosto pasado y, desde entonces, unos 700,000 de los casi 1.1 millones de rohinyás de Birmania han huido a Bangladés. Naciones Unidas y diversas organizaciones de derechos humanos acusan a las fuerzas armadas de haber perpetrado una matanza al incendiar las aldeas de los rohinyás en fuga. Y los simpatizantes de Suu Kyi señalan —con toda razón— que ella no tiene control sobre los generales. El Ejército actúa de manera independiente e incluso establece su propio presupuesto, el cual, en 2017, sumó un total de 2.140 millones de dólares, casi 14 por ciento del gasto estatal.
Los cínicos argumentan que los altos mandos militares pretenden sabotear cualquier intento para llegar a un acuerdo con los grupos étnicos del país, en particular con los despreciados rohinyás. “Ella [Suu Kyi] habla de paz y de reconciliación, y los militares lanzan cada vez más ofensivas en las regiones étnicas”, acusa Zin Linn, consultor de medios que purgó dos condenas en la cárcel como prisionero político.
Los generales quieren paz, afirma a Newsweek el oficial retirado, “mas no entregaremos el poder ni territorio a los ejércitos étnicos”. A principios de abril, se desataron nuevas hostilidades entre las fuerzas armadas de Birmania y el Ejército para la Independencia de Kachin, una milicia de 8,000 combatientes, según cálculos de Jane. Hasta ahora, la violencia ha expulsado a más de 6.000 étnicos kachin de sus hogares en el estado más noroccidental de Birmania, localizado justo al sur de China. “La verdad es que Daw Suu no quería otro baño de sangre en este país”, asegura Zin Linn, usando el término honorífico birmano para designar a una mujer mayor o en posición prominente. “Lo que ella desea es unidad… Por eso ha sido tan cautelosa”.
Es posible, pero Suu Kyi no solo se ha negado a condenar las atrocidades contra los rohinyá: jamás ha utilizado la palabra rohinyás, lo cual algunos interpretan como un indicio de su renuencia a reconocerlos como un grupo distinto y con derechos. Sus críticos afirman que ha minimizado lo que Naciones Unidas califica de “actos de genocidio” y un “caso de limpieza étnica”. En septiembre pasado, durante sus primeros comentarios sobre la crisis, Suu Kyi culpó a las “noticias falsas” de exacerbar las tensiones con los musulmanes, y habló de un “enorme iceberg de desinformación”. En marzo de 2017, representantes de su oficina descartaron alegatos de agresiones sexuales contra mujeres rohinyá a manos de soldados birmanos, insistiendo en que eran “violaciones falsas”.
“Dicen: ‘¿En dónde está la evidencia de violación?”, protesta Khin Zaw Win, del Instituto Tampadipa. “Pues bien, la evidencia está en todas las personas [de Rakáin], sobre todo en las mujeres. Si practicaran pruebas de ADN, habría evidencias. No basta con que Aung San Suu Kyi diga: ‘Muéstrenme la evidencia”.
Otros van más allá en sus críticas hacia la Dama. “Los militares cometen crímenes de lesa humanidad contra los rohinyá”, acusa Phil Robertson, subdirector de la División Asia para Human Rights Watch. “Y luego, de manera inexplicable, ella sale en defensa de su encubrimiento”.
Etnias sin autonomía
Con todo, apoyar públicamente a los rohinyás y otros grupos étnicos no es una estrategia política inteligente. Birmania no cuenta con un sistema de encuestas confiable, sin embargo, diversos analistas afirman que una mayoría abrumadora de los budistas birmanos aborrece a los rohinyás, a quienes consideran extranjeros y llaman “bengalíes”. Originarios de Bangladés, los colonizadores británicos los llevaron a trabajar a Birmania, donde viven como apátridas, sin derechos en el país donde inmigraron hace unos doscientos años. Durante décadas, la Junta [militar] intentó fortalecer el poder de la mayoría birmana otorgándole el dominio sobre otros grupos étnicos. “Ellos [los militares] tratan de asegurar la supremacía birmana. Es, a la vez, una postura deliberada y una muestra de incompetencia por parte de las autoridades”, explica Ma Thida, cirujana, activista, exasistente de Suu Kyi y antigua prisionera política.
Los militares reconocen 135 grupos étnicos, los cuales representan 25 por ciento de los 54 millones de habitantes de Birmania; el 75 por ciento restante está integrado por birmanos (o bamar). Los grupos minoritarios más numerosos incluyen a los shan, karen (o kayin), rakaines, kachin (o jingpo) y chin. Los birmanos han perseguidos a estos grupos durante generaciones y, más recientemente, bajo los auspicios del régimen militar. Muchas etnias han recurrido a la resistencia, lo que dio origen a las 21 “organizaciones étnicas armadas” que operan en el país. Desde 2012, el Ejército y sus gobiernos “casi civiles” —y ahora la administración gobernante— han pugnado por un acuerdo de cese a las hostilidades para lograr la reconciliación nacional, poner fin a las hostilidades y desarticular a los grupos armados. “Solo se logrará un arreglo si los grupos étnicos firman un acuerdo de alto al fuego”, dice el oficial retirado. Sin embargo, esas organizaciones exigen autonomía en sus regiones y dado que el alto al fuego no resolverá ese asunto, menos de la mitad de los grupos han suscrito el pacto.
En 2015, muchos votantes étnicos respaldaron a LND, seducidos (como todos los demás) por Suu Kyi. “Los chin no votaron por LND; votaron por ella”, comenta Cheery Zahau, activista política y directora nacional del Instituto Proyecto 2049, grupo de expertos asentado en Estados Unidos. “La gente común pensaba que Aung San Suu Kyi llegaría a darles la comida personalmente”. Y Cheery sabe de qué habla: compitió por el Parlamento en el empobrecido estado Chin, pero perdió ante el candidato del partido de Suu Kyi. “Ahora, muchos se dan cuenta de que Suu Kyi no los salvará”, prosigue. “El pueblo chin tiene que salvarse solo”.
Los kachin parecen haber experimentado un despertar parecido en su estado, sobre todo tras los ataques militares de abril, que reactivaron una lucha intermitente que data desde 2011, cuando se vino abajo un cese de hostilidades que había durado 17 años. El gobierno estatal, en manos del partido de Suu Kyi, aprobó campamentos y operaciones de rescate para los desplazados por la contienda. No obstante, con la aparente intención de disimular la dimensión del conflicto, el Ejército de Birmania ha bloqueado dichos esfuerzos.
Ese fue otro ejemplo de la inacción de los “dos gobiernos” del país. “Tenemos dos entidades que trabajan por separado”, dice el reverendo Hkalam Samson, secretario general de la Convención Bautista de Kachin, durante una llamada telefónica desde Myitkyina, una ciudad abrumada por las manifestaciones contra el Ejército. Casi la mitad de los cerca de 800,000 residentes del estado son bautistas, y ese grupo evangélico proporciona ayuda a los aldeanos y a los desplazados. “Estamos muy confundidos con Aung San Suu Kyi”, agrega el reverendo. “No está atendiendo los problemas étnicos. Está dedicada a la democracia y a tratar con los gobiernos occidentales. Por eso el pueblo está decepcionado de ella. Está demasiado cerca de los militares”.
Ese desencanto no cederá mientras sigan escalando las operaciones militares contra los grupos étnicos. A mediados de mayo murieron al menos 19 personas en el estado Shan, cuando las huestes nacionales combatieron contra el Ejército de Liberación Nacional Ta’ang (grupo insurgente famoso por sus operaciones contra el cultivo de opio) cerca de la frontera con China. Hkalam Samson asegura que la estrategia de paz de Suu Kyi ha fracasado.
Luego de años de arrojar bombas retóricas a los generales, Suu Kyi mantiene una relación incómoda con ellos. En privado, dicen que “no hay relación, ninguna comunicación” entre ella y el general Min Aung Hlaing, según alguien que la conoce. Después de las elecciones, intentó acercarse al general, pero la violencia en Rakáin puso fin a ese esfuerzo. Desde entonces, los líderes de los “dos gobiernos” han tenido forcejeos, revela una segunda persona allegada a Suu Kyi. Pero, siguiendo el espíritu de la realpolitik, la Dama ha evitado censuras y confrontaciones con los militares. El segundo allegado añade que, en privado, Suu Kyi reconoce que el Ejército está emprendiendo una limpieza étnica en Rakáin, aunque ni por asomo utilizaría un término remotamente equivalente en público.
Estrategia evolutiva
Los críticos de la Dama son conscientes de sus limitaciones constitucionales, pero arguyen que perdió la oportunidad de explotar su popularidad justo después de las elecciones de 2015. “Tuvo el apoyo internacional masivo —incluido el de China—, y también el apoyo nacional”, señala Davis, el analista de Jane. “Cualquier político inteligente habría aprovechado el momento para impulsar un cambio constitucional. Sin duda el Ejército habría protestado. Pero, en media hora, ella habría tenido a medio millón de birmanos en las calles de Rangún”.
Quizá sí, pero el Ejército rara vez ha vacilado en matar a miles de ciudadanos. Bo Bo Oo, parlamentario de LND, explica que Suu Kyi y el gobierno civil optaron por “una estrategia evolutiva” de no violencia y “sin gente en las calles”. Reconoce que los generales están a cargo, así que “hemos elegido otro método”: al parecer, hablar con sutileza y llevar consigo un palo pequeño. Al pedirle que cite algunos de los logros de Suu Kyi en los últimos dos años, el legislador confiesa que “es difícil cambiar la rígida Constitución”, pero entonces menciona la reforma fiscal —“el ingreso fiscal se ha elevado bastante”— y las mejoras en educación y atención a la salud. Si parecen poca cosa es porque lo son, apunta Khin Zaw Win, el exprisionero político. El gobierno también podría llevarse el crédito de simplificar los reglamentos para fomentar la inversión, y de las propuestas para mejorar la infraestructura del país. Pero sigue siendo poca cosa, insiste. En buena medida, los funcionarios gubernamentales han recurrido a la retórica en temas políticos difíciles, como si pudieran usar palabras para borrar los problemas de la nación.
Kyaw Kyaw Hlaing, presidente del consejo de Smart, grupo de compañías de petróleo y gas, se queja de que el gobierno nombra funcionarios no por sus destrezas o su dedicación a ciertas carteras, sino por sus nexos con Suu Kyi. “Todo se ha paralizado”, lamenta. “Nadie quiere tomar una decisión. Todo tiene que pasar por Daw Suu o un ministro… quien lo envía a su atención”. Se burla de los burócratas haciendo una pantomima de funcionarios histéricos que agitan las manos en el aire: “‘¿Qué quiere la Dama? ¿Qué haría la Dama’”, prosigue. “No es que le teman; a lo que le temen es a perder sus cargos”.
Gobierno vacilante
Algunos analistas opinan que Suu Kyi resulta perjudicada por su estilo de administración imperioso. Incluso antes de la victoria electoral de LND en 2015, anunció que, aun cuando la Constitución le prohibía ocupar la presidencia, estaría “por arriba del presidente”. De hecho, el presidente civil —primero, Htin Kyaw, quien renunció en marzo y ahora, Win Myint— ha servido, eminentemente, como un vehículo para Suu Kyi. La Dama también es ministra del Exterior. “Su estilo de gobierno es personalizado y centralizado. Todos los ministros le tienen un miedo mortal y no osan criticarla”, señala Khin Zaw Win. Ese sistema centralizado funcionaría si Suu Kyi fuera más decisiva, señalan sus críticos. Pero como dice Kyaw Kyaw, de Smart: “Está demasiado ocupada en las consecuencias de tomar decisiones”.
Según diversos analistas, esa vacilación podría perjudicar las posibilidades electorales de Suu Kyi en 2020. “Más le vale rezar para que, cuando regrese a las urnas en 2020, los birmanos se enfoquen en su pasado legendario y no en lo que logró estando en el poder”, dijo Robertson, de Human Rights Watch, en entrevista con Newsweek. Con todo, la Dama pretende ganar, aunque no pueda jactarse de muchos logros. Bo Bo Oo, el legislador LND, insiste en que los votantes están menos interesados en asuntos de gran envergadura, como el federalismo y la paz, y más en temas como mejorar la electricidad y la recolección de basura, construir nuevos estacionamientos y refugios para animales. “Trato de resolver problema por problema”, explica. “Y ellos siguen pensando que LND es el mejor partido para solucionar esos problemas”.
Puede que tenga razón. LND conserva su popularidad, y los votantes no tienen muchas opciones. La mejor alternativa es el Partido para la Unión, la Solidaria y el Desarrollo de los militares, y algunos dicen que los generales aceptarían dejar de nuevo el gobierno en manos de civiles, a fin de que ellos puedan dedicarse a robustecer las fuerzas armadas y ganar dinero. Pero otros opinan que Aung Hlaing podría causar serios daños a Suu Kyi en 2020.
¿Se postulará el general? Hay algunos indicios. Ha hecho presentaciones públicas y ya está usando las redes sociales. Las fuerzas armadas suelen repugnar al pueblo de Birmania, amante de la democracia; mas el general está obteniendo algo de apoyo entre los budistas birmanos, gracias a su represión brutal de los rohinyás y otros grupos étnicos. Incluso, hay birmanos que lo consideran un defensor de la fe.
De manera conveniente, ha permitido que Suu Kyi y su partido tomen las riendas de la mayor parte de los ministerios, pues así puede responsabilizarla de las políticas fallidas y también usarla como un escudo contra las protestas internacionales por la falta de democracia en el país. “Para Min Aung Hlaing… el apoyo militar se reforzaría si logra desarrollar una popularidad auténtica entre los birmanos como un líder capaz y fuerte… quien ha viajado mucho por el extranjero, a la vez que es percibido en el país como el defensor de una nación budista cada vez más asediada”, escribió Davis, de Jane.
No obstante, el grado de la popularidad del general es debatible. A pesar de su apoyo público, algunos de sus colegas recelan de sus ambiciones. “Hay numerosos militares a quienes esto les resulta desagradable”, revela el oficial retirado. “Muchos oficiales jóvenes opinan que está más interesado en el poder y en la riqueza personal que en los intereses del país”.
Si Suu Kyi fuera superada por Min Aung Hlaing, las fuerzas armadas tomarían el control total del país. “El Ejército siempre ha ambicionado la legitimidad”, acusa Ma Thida. “La obtuvieron con la Constitución de 2008 y las elecciones posteriores. Por eso nunca habrá otro golpe de Estado militar. No lo necesitan”. Y, lo necesitarían mucho menos, si triunfan en las urnas.
Suu Kyi, cuya aureola jamás le ha embonado del todo, parece decidida a impedir semejante desenlace. Su renuencia para enfrentar a los militares durante la crisis de los rohinyá, o para anticiparse demasiado a los generales en el proceso de paz, subraya que está consciente de los riesgos políticos, asegura Khin Zaw Win. Lo mismo hizo con su aparente desinterés en liberar a dos reporteros de Reuters que fueron encarcelados en Birmania en diciembre pasado, mientras investigaban el asesinato de diez rohinyás en el estado de Rakáin. Y también con su desconfianza en la libertad de prensa, patente en la escasez de entrevistas y en las instrucciones ocasionales para que sus subalternos no hablen con periodistas.
No obstante, incluso ahora, sus decepcionados simpatizantes siguen declarando fidelidad mientras, simultáneamente, dan rienda suelta a la frustración. Hkalam Samson, el líder Kachin, es uno de ellos. “Sabemos que no puede mover a este monstruo por sí sola”, dice a Newsweek. “Así que oramos por ella. Porque todavía la amamos”.
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Con la colaboración de Larry Jagan
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek