En 1963, el profesor Richard Hofstadter subió al podio en la Universidad de Oxford y pronunció una conferencia que se convirtió en la base de uno de los artículos más influyentes en la historia de la ciencia política. Afirmó: “La política estadounidense ha sido una arena de lucha para mentes enfurecidas”, que alimentaron movimientos populistas basados en teorías conspiratorias para explicar por qué han sido “expulsadas del proceso político”.
En esa época, tales fuerzas se congregaban alrededor del senador Barry Goldwater, republicano de derecha de Arizona. Su campaña presidencial atrajo a miembros de la Sociedad John Birch y otros extremistas convencidos de que los líderes del partido, entre ellos, el presidente Dwight Eisenhower, se encontraban “bajo el control operativo del Partido Comunista”, en palabras de Robert Welch, fundador de la Sociedad Birch. Goldwater perdió la elección de 1964 de manera abrumadora a favor de Lyndon Johnson, pero la idea de un conciliábulo secreto en el centro del gobierno nunca desapareció.
En las décadas de 1960 y 1970 esa idea fue revivida por la izquierda, esta vez, postulando una conspiración secreta realizada por la CIA y el Pentágono para explicarlo todo, desde la guerra de Vietnam y los golpes de Estado en todo el mundo apoyados por Estados Unidos, hasta el asesinato del presidente John Kennedy. Su texto fundacional fue The Secret Team (El equipo secreto) de L. Fletcher Prouty, un desilusionado excoronel de operaciones especiales del Pentágono que planteó una conspiración de agentes de la CIA, contratistas militares y poderosos intereses empresariales para explicar la decadencia moral, económica y política de Estados Unidos.
No resulta claro cómo y cuándo fue que Donald Trump adoptó la idea del Estado profundo como objeto de sus ataques. Hofstadter, que murió en 1970, podría haber dicho que se derivó de la paranoia inherente del presidente, que Hofstadter definió en su artículo “The Paranoid Style in American Politics” (El estilo paranoico en la política estadounidense) como algo semejante a “un trastorno mental crónico, caracterizado por delirios sistematizados de persecución y de la propia grandeza”.
Hofstadter tuvo cuidado de aclarar que no estaba realizando un diagnóstico clínico. Había inventado la idea de “un estilo paranoico simplemente debido a que ninguna otra palabra expresaba adecuadamente la sensación de exageración, suspicacia y fantasía conspiratoria exacerbada que yo quería formular”. Añadió que “la idea de un estilo paranoico como una fuerza en la política tendría poca relevancia contemporánea o valor histórico si se aplicara solo a las personas con mentes profundamente perturbadas”. Lo que hace que sea públicamente “importante”, afirma, es que tales puntos de vista son adoptados “por personas más o menos normales”.
Fire and Fury: Inside the Trump White House (Fuego y furia: dentro de la Casa Blanca de Trump), el nuevo libro de Michael Wolff, presenta algunas pistas concretas sobre la forma en que Trump llegó a obsesionarse con el Estado profundo. Tras interactuar libremente con el presidente y sus asesores en la Casa Blanca durante meses, el autor escribe que la mente de Trump era un recipiente vacío en el que cualquier vendedor podía verter ideas. Una de las personas que le hablaba constantemente al oído era Michael Flynn, su “amigo” de campaña y asesor de seguridad nacional, escribe Wolff. Despedido de su puesto como jefe de la Agencia de Inteligencia de la Defensa por su personalidad impulsiva y su excéntrico estilo de liderazgo, Flynn atacaba constantemente al orden establecido de la inteligencia en Estados Unidos.
“A Trump le encantaba oír quejas contra la CIA y los infortunios de los espías estadounidenses”, escribe Wolff. Por otra parte, Breitbart, el sitio noticioso nacionalista encabezado por Steve Bannon, jefe de campaña de Trump y, posteriormente, director de “estrategia” de la Casa Blanca, presentaba teorías conspiratorias sobre cómo el Estado profundo conducía las investigaciones sobre las conexiones del equipo de Trump con Rusia.
Otra persona que le hablaba a Trump sobre el Estado profundo, de acuerdo con Wolff, era Henry Kissinger, el antiguo gurú de la política exterior del gobierno de Nixon, que se convirtió en un asesor no oficial de la campaña a través de Jared Kushner, el yerno y confidente del candidato. Kissinger, “que había sido un testigo de primera fila cuando la comunidad de la burocracia y la inteligencia giraban alrededor de Richard Nixon” con respecto a Vietnam y Watergate, le aconsejó a Kushner no atacar a los organismos de espionaje, describiendo “los tipos de daños, y cosas peores, que el nuevo gobierno podría enfrentar” por parte de dichos organismos si continuaban las diatribas de Trump, escribe Wolff.
Además, estaba Tony Blair, el exprimer ministro británico que supuestamente buscaba un trabajo diplomático independiente en Oriente Medio con Trump. “En febrero, Blair visitó a Kushner en la Casa Blanca [y] divulgó información muy jugosa”, escribe Wolff. “Sugirió que existía la posibilidad de que los británicos hubieran tenido al personal de campaña de Trump bajo vigilancia, inspeccionando sus llamadas telefónicas y otras comunicaciones, y posiblemente incluso a Trump mismo”. Esa afirmación reforzaría la creencia ferviente, aunque infundada, de Trump de que la inteligencia estadounidense había espiado la Torre Trump de Manhattan.
Blair calificó la afirmación de Wolff como “una completa invención”. Sin embargo, cualquiera que sea la verdad, Trump, prejuiciado por los meses de susurros de Flynn sobre conspiraciones de la CIA, se aprovechó de la idea de que estaba siendo vigilado por el Estado profundo. Esa idea “se agitó y se enconó en la mente del presidente”, escribe Wolff, una afirmación que fue confirmada cuando Trump tuiteó extrañamente su oposición a la renovación de la autoridad de vigilancia de inteligencia de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés) en las primeras horas del 11 de enero: “¿Esta es la ley que pudo haber sido usada por el gobierno anterior y otras personas, con la ayuda del desacreditado y falso expediente, para vigilar y abusar de la campaña de Trump?”.
El “expediente”, por supuesto, se refiere a los informes recopilados por Christopher Steele, antiguo espía del MI6 para Fusion GPS, la empresa contratada por la campaña de Hillary Clinton para investigar los posibles lazos entre Rusia y Trump y sus asesores.
Dos horas después, tras una intervención supuestamente frenética por parte de sus jefes de seguridad nacional y del vocero de la cámara, Paul Ryan, el presidente expresó su conformidad con la renovación de la ley, una postura que los republicanos y demócratas de la corriente principal, así como sus propios asesores de seguridad nacional, habían apoyado constantemente.
Sin embargo, no es probable que las sospechas más oscuras de Trump sobre sus organismos de inteligencia disminuyan, aún tras el despido de James Comey como director del FBI y del nombramiento de Mike Pompeo, un republicano del Partido del Té que, evidentemente, contempla al menos algunas de las teorías conspiratorias del presidente, como director de la CIA. Trump estaba seguro de que los burócratas del Estado profundo que pertenecen a la comunidad de inteligencia estaban tras él, una conclusión reforzada por “filtraciones de inteligencia relacionadas con sus supuestas relaciones y subterfugios con Rusia”, escribe Wolff, por no mencionar la revelación, que salió a la luz después de terminar su libro, de que al menos algunos agentes del FBI tenían sentimientos anti-Trump.
La mentalidad del presidente “parecía hacerlo coincidir con la izquierda y su medio siglo de convertir los organismos de inteligencia estadounidenses en la fuente de todo mal”, añade Wolff. “Pero en un notable revés, los liberales y la comunidad de inteligencia ahora coinciden en su horror hacia Donald Trump”.
Como si de ratificar la ferviente paranoia de Trump se tratara, Michael Hayden, exdirector de la CIA y de la NSA, inauguró un nuevo programa de estudios de inteligencia en la Universidad George Mason con un discurso al que tituló “Los que dicen la verdad en el búnker: Instituciones basadas en pruebas en el mundo de la posverdad”, refiriéndose a los medios de comunicación y a las agencias de espionaje.
El exgeneral de la Fuerza Aérea parecía aturdido por la extraña asociación. “Mi tribu se muestra reacia a hablar con el mundo exterior y con mucha frecuencia lo hace cuando trata de defenderse tras recibir alguna acusación”, dijo en el evento. “Es mucho mejor establecer un contacto periódico con la prensa”.
El hecho de que el presidente sea libre de adoptar “hechos alternativos”, como dijo alguna vez su asistente Kellyanne Conway (y parece que obtiene la mayoría de sus puntos de vista de Fox News e incluso de los rincones más abiertamente racistas de la internet) plantea un reto formidable para establecer un diálogo “basado en los hechos”. O como dijo Jack Goldsmith, exsubprocurador general en el evento de Hayden, “será difícil de recuperarse”, de la reafirmación de Trump de la cosmovisión paranoica que alguna vez estuvo relegada a los márgenes más excéntricos.
El sentimiento de persecución de Trump ayuda a explicar por qué sigue defendiendo a Flynn aún después de que sus devaneos con los rusos quedaron al descubierto, a pesar del riesgo que ello planteaba para la presidencia, escribe Wolff. “Los enemigos de Flynn eran sus enemigos… Cuantas más dudas se acumulaban alrededor de Flynn, tanto más seguro estaba el presidente de que Flynn era uno de sus más importantes aliados”.
Además, todo informe de inteligencia o del Congreso en relación con las continuas amenazas de Rusia no serviría más que para reforzar la afirmación de Trump de que estaba siendo atacado desde dentro o, peor aún, de que sus propios organismos de espionaje lo espiaban a él. Sin embargo, en el mundo real existen barreras legales infranqueables que evitan que el FBI y la NSA lo espíen electrónicamente.
“Resulta inconcebible”, dice Susan Hennesey, exabogada de alto nivel de la NSA, que “hubieran intentado obtener [una orden de vigilancia] contra un presidente en funciones”. Es igualmente inconcebible en el Washington de la actualidad, donde abundan las filtraciones, que una unidad de inteligencia hostil hubiera tratado de burlar la ley. Lo que Trump parece haber malinterpretado (o interpretado erróneamente de manera deliberada) es el espionaje legal ejercido por Estados Unidos contra objetivos rusos, en el que se recogieron las conversaciones y correos electrónicos entre estos últimos y Flynn, Paul Manafort, Carter Page y posiblemente George Papadopoulos, todos ellos colaboradores de Trump.
Antes de postularse para la presidencia, Trump era considerado como una persona más o menos normal, al menos, según los estándares de los ricos excéntricos y de los buitres del Partido del Té que atacaban sin cesar a Barack Obama y Hillary Clinton con sus interminables investigaciones, ninguna de las cuales produjo ninguna prueba de conducta criminal, y mucho menos alguna acusación. En un mundo así, incluso la fijación de Trump con el certificado de nacimiento de Obama entraba en los parámetros de lo “normal”.
No obstante, Trump parece haberse labrado un papel único que Hofstadter nunca pudo predecir: el estilo cómico en la política estadounidense.
“Él era quien era”, escribe Wolff. “Con el brillo en los ojos y el latrocinio en el alma”. Rupert Murdoch, el barón de Fox News, luchaba para visualizar como presidente a Trump, “un hombre que por más de una generación, ha sido, en el mejor de los casos, un príncipe payaso entre los ricos y famosos”. Incluso su hija Ivanka, dice Wolff, equiparaba a su progenitor con “un padre papanatas” que convirtió su extraña campaña en “una especie de comedia romántica” (Ivanka Trump no ha hecho ningún comentario público sobre el libro. Sarah Huckabee Sanders, vocera de la Casa Blanca, lo ha desestimado como “ficción barata digna de un tabloide”).
Sin embargo, la vis cómica de Trump no quedó muy bien una vez que asumió el cargo. Según el relato de Wolff, incluso la familia y los amigos más cercanos del presidente manifestaban abiertamente su preocupación por la estabilidad mental de este. El líder del mundo libre estaba “lleno de fobias en relación con los viajes y los lugares con los que no está familiarizado”, escribe Wolff, por no mencionar una germofobia confesada por él mismo (en uno de sus libros, Trump afirmó que el legendario industrial Howard Hughes había sido calumniado injustamente debido a su temor a los gérmenes).
La paranoia cala más hondo en la política estadounidense, declaró Hofstadter, “cuando los representantes de un interés social particular (quizá debido a la misma naturaleza poco realista e irrealizable de sus exigencias), son excluidos del proceso político”. ¿Pero qué ocurre cuando la paranoia es elegida para el cargo contra toda posibilidad?
Hofstadter no tenía ninguna respuesta para esto, pero si hubiera vivido lo suficiente para observar a Trump, es muy probable que lo hubiera comparado con Andrew Jackson, el héroe originario de Tennessee de la guerra de 1812, que logró generar una cantidad suficiente de sentimiento contra los estados del norte y contra el orden establecido como para ganar la presidencia en 1828. Jackson, autocrático, proesclavista y genocida del pueblo cherokee, escribió Hofstadter, era un “hombre irreflexivo”.
Bannon promovió a Trump como la segunda venida del mayormente mítico “populista” Jackson, que famosamente destruyó el Banco de Estados Unidos, dirigido por un consejo de directores que actuaba en beneficio propio y que tenía lazos con la industria y la fabricación. Sin embargo, una comparación más exacta entre Trump y Jackson la pudo haber dado Thomas Jefferson 200 años antes, cuando calificó al séptimo presidente de Estados Unidos como “uno de los hombres menos aptos que conozco” para ocupar la Casa Blanca, “un hombre peligroso” a quien había visto “ahogado por la rabia” cuando era senador y que “ha mostrado muy poco respeto por las leyes y las constituciones” del país. Sin embargo, el rechazo de Jackson hacia las élites partidistas del Este y su defensa de los “derechos de los estados” fueron muy populares, especialmente en el Sur de Estados Unidos, y le hicieron ganar un segundo periodo.
¿Trump tendrá esa oportunidad? Sus arrebatos de ira cada vez más intensos, contra los medios de comunicación, contra los demócratas, contra los atletas de raza negra, contra los mexicanos, contra el Estado profundo, contra el FBI y contra el Departamento de Justicia, coronados por una diatriba en la Oficina Oval contra los inmigrantes provenientes de “países de mierda”, pudieron haber emocionado a su base de votantes. Pero también pudieron haber desilusionado a miles de votantes que no pertenecen a ella, llevando a algunas personas a preguntarse si el “estilo” paranoico de Trump finalmente pudo haberse vuelto demasiado paranoico.
Un líder paranoico podría encontrar finalmente que su propio estado mental le resulta intolerable, sugirió Hofstadter, como lo hizo Nixon cuando vio a sus “enemigos” asediándolo por el caso Watergate y haciéndolo caer en una depresión cada vez más profunda. “Todos sufrimos debido a la historia —escribió Hofstadter—, pero el paranoico sufre doblemente, ya que no solo le afecta el mundo real, como al resto de nosotros, sino también sus fantasías”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek