Para mí la escritura de poesía es una búsqueda incesante de la imagen, del cuerpo postrado en el recuerdo, un deseo nervioso por encontrar las alas del anhelo en las ramas de los árboles; la necesidad de remover en los alcoholes para compartir la angustia de la infancia, el desvelo amoroso, la mirada de mi madre muerta y los pinceles de mi hermano colgados de esa nube vieja, herrumbrosa, donde también descansa el grito, la rabia, el crucifijo y los libros de mi padre.
Escribo porque descubrí en la poesía y desde su penumbra una forma de nombrar la risa trágica de la adicción, porque las calles me dictan con su cotidianidad de lluvia sucia, su calor denigrante o la pereza de sus edificios artríticos las frases que sostienen la belleza rancia de vivir.
Todo es una búsqueda, todo es un intento por acercarse al verso, al poema, a la composición digna de nuestras lecturas. Porque no hay poesía sin poetas revelados, no existe la escritura sin la sentencia de Góngora, Quevedo, Sor Juana, Herrera y Reissig, Aleixandre, Paz, Lizalde, Isabel Fraire, sin los cuadernos necesarios de los amigos que enderezaron mis entuertos siempre tuertos, sin el incurable David Huerta, sin la perra “Depresión” y su amo generoso Francisco Hernández, sin el estuario imponente de José Luis Rivas, la levedad de Coral Bracho, la sonrisa del jueves luminoso de Antonio Deltoro, el viaje místico de Elsa Cross, los amorosos cementerios de alcoholes y pan noble de Ricardo Muñoz… por ellos y por tantos otros poetas intento acercarme a la escritura de la poesía.
LA ESCRITURA DE POESÍA DESDE LA SOLEDAD, EN EL MIEDO Y CON LAS VENAS ASFIXIADAS
Y a pesar de la abundante pretensión y difusión en nuestros días de escribir poesía de saltimbanquis disfrazados de bohemios, bufones de autoayuda, activistas oportunistas, sablistas optimistas, despistados luchadores sociales, lamentables compositores que confunden lo perverso con el verso e inefables héroes de las redes sociales, la poesía aún es la tempestad súbita breve cáustica, extática o colérica que aparece breve y en destellos en los libros que buscamos bajo el estruendo de los fuegos de artificio.
Escribo y leo poesía desde la soledad, en las madrugadas y en los transportes públicos, escribo en el metro, después de la lluvia, escribo en el miedo, en el acecho insolente de la enfermedad, escribo con la luz apagada y las venas asfixiadas, en la piel de mis amados difuntos y en los vidrios rotos de la ventana de mi desesperación, y toda esa osadía de verbos, frases y murmuraciones no es más que solo un deseo, el intento de acercarme a los libros de Pound y Pessoa, de Brodsky y Rimbaud, de Sandburg y Lee Masters, de García Lorca y Agustini, de Cernuda, Vallejo, Vilariño, Blanca Varela, Villon y tantos cadáveres exquisitos que me abren la brecha.
LA ETERNA BÚSQUEDA DEL VERSO
Leer a esos poetas, a esos errabundos en la bruma, me lleva a la escritura. De allí la eterna búsqueda del verso, del poema. Y debo insistir, mi trabajo es solo una búsqueda. Busco zurdo zafio torvo y necio la imagen, el verso, el rumbo de nervios, el crujido de la tiniebla, el momento en que los huesos arden en la queja o el miedo. Busco la sombra del poema en el aguacero, el destello, la botella rota, en el rostro meditabundo del lodo, del charco, en las gotas que resbalan de las hojas sucias de esos árboles siempre tristes, siempre resentidos, siempre en espera de la siguiente promesa, de la siguiente palabra.
Mi trabajo es un intento de acercarse a la poesía, un esfuerzo brusco, recargado, terco, un intento de hacer verso, de serlo en la niebla amarga del recuerdo y la develación del sol en los vasos de la inquietud, un intento sincero de encontrar la fe en los duraznos de los cuerpos añorados, el alcohol en los armarios desnudos, el pan en la nube asustada de la niñez.
De allí que mi libro más reciente, Helada la cabra de alcohol enterrado sea la comprobación de esa búsqueda de la emoción, la invocación y del sentido, un intento de rasguñar los verbos para hablar de la muerte, la enfermedad y la angustia. Una vieja escritura experimental para esbozar con el miedo y la sed aspectos de la vida y la no existencia a través de un elogio burdo de bardo barranco al barroco.
La cabra en este libro es un demonio triste que se mira en el espejo y sonríe a la vida retirada, maltrecha, maliciosa, una bestia que suplica a Dios alumbre e ilumine su sendero de mareo y caída.
“ESCRIBO PORQUE ME MUEVE UN DESEO SINCERO, CONFUSO, GOZOSO”
Con todas sus fracturas y tropiezos cada parte del libro invoca a la ceguera de James Joyce, se duele con la mujer enferma de Sonata de otoño de Bergman, saborea los deseos decadentes del cadáver, eleva algunos versos de los siglos de oro para provocar el gusto infantil por el futbol con el deseo de que cada octava sea un quiebre en la media cancha, un centro al corazón del área, el gol de la dicha a la desolación del presente.
En cada poema están mis muertos que todas las noches me arrullan con un padrenuestro, mis amigos que danzan coléricos bajo la lluvia o se mecen en el perfume de los nardos funerales. Sé que se escribe mucha poesía en México, alguna afortunada que persigo con gozo, otros intentos son innombrables, pretenciosos, oportunistas con nuestra violencia social rampante, cada quién tendrá su lector y su fantasma. No me ocupo más de esto y solo escribo porque me mueve un deseo sincero, confuso, gozoso, travieso por encontrar la piel de eso que nos estruja y nos eleva, de esa cadera violeta en las nubes: la poesía. N
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César Arístides es poeta, editor y reseñista literario. Es autor y antólogo de una veintena de poemarios.