DE TIEMPO Y CIRCUNSTANCIAS
Agua, paso por la vida;
piedra, huella de su paso;
río, terrible fracaso;
puente, esperanza cumplida.
En esta doble partida
procura, corazón mío,
ganarle al agua con brío
esto que tienes de puente,
y que pase buenamente
esto que tienes de río.
(“El puente”, Manuel Benítez Carrasco)
EN LAS ENTREGAS anteriores de este autor hemos visto las circunstancias que se dieron para que el PRI permitiera un proceso democrático. El artículo previo se quedó entre el final del sexenio salinista y el principio del periodo zedillista.
La elección del Dr. Zedillo rompió récords de votantes. La ganó con una cómoda ventaja. El Dr. Zedillo no era médico de nadie, bueno, ni de las locas. Su título se debía al hecho de haber cursado un doctorado en filosofía en materia económica, pero paradójicamente su primer error, error mayúsculo, fue económico: “el error de diciembre”.
Carlos Salinas le dejó a Zedillo la necesidad de ajustar las variables económicas. El peso estaba sobrevaluado en aproximadamente 20 por ciento y había que devaluar. La noticia de la devaluación se coló antes de tiempo, y se presentó una devaluación alimentada por una psicosis. El peso se desplazó, en diciembre de 1994, de 3 a 6 pesos por dólar. La devaluación puso a México en una condición de insolvencia y nos volvimos a entrampar en una crisis económica atribuible a los priistas. Zedillo, a la mitad del sexenio, logró salir de la crisis.
Ernesto Zedillo era egresado del Politécnico y no pertenecía a la nomenklatura priista. En cuanto al proceso democrático estaba convencido de las bondades de la democracia, pero acotado por el entorno de su partido; sin embargo, la presión de la oposición por lograr un piso parejo en las elecciones era muchísima, y en la reforma de 1996 Zedillo dio su aval para separar al IFE de la Secretaría de Gobernación. Lo prohibido, lo impensable, se hizo realidad. Los comicios ya no estaban controlados.
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Usaré una expresión poco elegante pero gráfica para describir la situación que imperó hasta ese día: el gobierno tenía agarrado del cogote al sufragio. Si este se inclinaba en contra del PRI, el secretario de Gobernación jalaba los hilos y el sufragio se alineaba a favor del PRI. Pero con un órgano rector independiente del gobierno, y del PRI, cuya misión era garantizar la transparencia en las elecciones, las cosas fueron muy distintas. El secretario de Gobernación se quedó sin el control de los hilos, y la siguiente elección intermedia dejó al PRI sin la mayoría en el Congreso; y la sexenal, sin la presidencia. La alternancia era un hecho. Con la independencia del IFE y un piso parejo por fin se alcanzó la democracia.
La tan ansiada democracia llegó con un estilo tropical. Entre sus peculiaridades estaban: la serie de estructuras corporativas que para controlar el voto había creado el PRI y que ahora se ofrecían al mejor postor; los nuevos partidos que, aunque de ideologías diversas, compartían una misma ilusión: enriquecerse; ahí nació la partidocracia, y los votantes acostumbrados a vender sus votos vieron crecer el mercado.
Al principio de la alternancia los funcionarios apostaron por la mejora de servicios. Hubo una fiebre de cambio, pero al poco tiempo la realidad se materializó. La frase napoleónica, de que la guerra se ganaba con tres cosas: dinero, dinero y más dinero, comenzó a aplicarse a las votaciones, ya fuera en la Cámara o en la calle.
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La batalla por ganar la curul o la gubernatura se encontraba con la venta de votos; luego estaban los corporativos, cuyo apoyo requiere de compromisos y prebendas, y finalmente el ciudadano común, cuyo voto requiere promesas en eventos masivos y espectaculares. Los presidentes de partido vieron que las candidaturas podían venderse y comenzaron a hacerlo desvirtuando la función para la que fueron creados, y así por todos lados surgieron fariseos de la política.
Entre las incongruencias del sistema sobresale una: los diputados aprueban sus ingresos —lo que equivale a que Ud. mismo determine y apruebe sus aumentos de sueldo—. Esto es un conflicto de intereses, pero en la lógica del poder desmedido, los conflictos de intereses desaparecen detrás del telón de la complicidad.
PRESIDENTES DE PARTIDO, LOS GRANDES ELECTORES
Otra peculiaridad es que, si bien el gran elector ya no es el presidente de la república, ahora los grandes electores son los presidentes de partido, pues eligen a los candidatos para las elecciones sin que el elector tenga influencia en su elección. En el caso de la reelección hay una ventaja, pues si los ciudadanos han visto que el político en cuestión ha hecho un buen papel, lo lógico es que voten porque siga en su puesto, pero, hasta en ello, quienes controlan el partido deciden si puede o no concursar por la reelección. El caso del diputado Porfirio Muñoz Ledo, al que se le negó la reelección, es un claro ejemplo de esto. Así el funcionario electo no tiene ningún compromiso con sus electores; su obligación y su lealtad es con los líderes del partido, o con los moches.
Las dádivas necesarias para “llegar a gobernar” se multiplicaron sin medida y sin control. Los partidos aprendieron a torcer la ley, hacer alianzas y negociaciones bajo la mesa para adelantar las agendas de los políticos y los intereses de la nación quedaron a un lado, pero eso no fue culpa de la democracia, sino de un sistema de gobierno viciado de origen, que sin cambios en su esencia se volvió democrático.
Es cándido pensar que el único interés de los políticos sea servir a la comunidad. Escalar la pirámide del poder es complicado, a veces agotador y en ocasiones humillante. En una entrevista, Beatriz Paredes definió a la política como “el arte de comer mierda, sonreír y pedir más”. Así, resulta ingenuo suponer que hay políticos sin intereses personales. El problema es acotar los intereses y amarrar los beneficios a un desempeño en bien de la nación.
Para ello se requiere un entramado institucional fuerte, eficiente y confiable. Orientado a establecer equilibrios en el poder. Las instituciones que existen y están diseñadas para esto carecen de fuerza, y en vez de acotar a los políticos se ven atacadas, y acotadas por ellos cuando les resultan incómodas.
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Cuando Fox ganó la presidencia en el año 2000 el optimismo campeaba. Pensamos que la democracia era la solución a nuestros problemas, pues seleccionaríamos a los mejores candidatos. No fue así. Candidatos inmaculados no había. En su lugar encontramos seres humanos con virtudes, sí, pero con un defecto predominante: la ambición desmedida.
Felipe Calderón y Enrique Peña no hicieron modificaciones sensibles a la ley electoral. Entendieron que daba certeza en un país donde la certeza era un bien preciado y no trataron de cambiar el entramado. López Obrador ha sido muy distinto. Cuando se vio con el poder quiso ejercerlo por encima de sus funciones. Así, ha tratado de alargar periodos, imponer candidatos y desconocer derrotas. El fracaso del gobierno se evidenció en la votación reciente. Morena perdió la mayoría en la Cámara, y si bien ganó 11 gobiernos estatales, la realidad es que el narco fue un factor dominante en siete de estos. La capital del país mostró un cambio dramático, y tanto Monterrey como Guadalajara no quedaron en manos del partido en el gobierno.
En el asunto electoral el INE se ha convertido en la piedra en el zapatito moreno.
Hoy tenemos la certeza de que los votos son contados y cuentan gracias al INE. Una institución que funciona. Pero, al mismo tiempo, tenemos un sistema de partidos pernicioso, con vicios nuevos, y uno de gobierno con vicios atávicos. La certeza del voto ocurre dentro de un sistema creado para que un sector abuse de los beneficios del poder y otro padezca la ruina por la falta de oportunidades y riqueza. Esto es a todas luces un terrible fracaso y hay que cambiarlo.
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Si tratamos de entender dónde estamos veremos que se ha logrado mucho, pero al mismo tiempo hay mucho por enderezar. Si el INE regresa a depender de Gobernación, como lo sugirió el presidente, se desmantelaría lo logrado, se volvería a la dictadura; y las posibilidades de progreso y desarrollo se cancelarían.
Esto es, al fin y al cabo, la democracia a la mexicana, y los versos de Benítez al principio del artículo parecieran describirla: una institución firme instalada sobre un sistema enfermo que trata de torcer la ley a su conveniencia.
Una esperanza cumplida sobre un terrible fracaso.
VAGÓN DE CABÚS
La tercera ola de covid-19 en México crece a pasos agigantados. En la CDMX se reportan 20 hospitales saturados. La cobertura en vacunas aún no es suficiente y los jóvenes están sufriendo las consecuencias. Además, los centros de vacunación aplican políticas absurdas para rechazar a los pacientes, sin tomar en cuenta que cada paciente vacunado es un problema menos en la pandemia.
La estrategia de autorizar la aplicación solo al sector gubernamental ha sido contraproducente y, dolorosamente, en el registro de defunciones sobresalen primero los pobres.
Agradezco a los licenciados R. Jaimes y L. E. Casanova sus comentarios para este artículo. N
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Salvador Casanova es historiador y físico. Su vida profesional abarca la docencia, los medios de comunicación y la televisión cultural. Es autor del libro La maravillosa historia del tiempo y sus circunstancias. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.