Su carácter militarizado y falta de transparencia y de supervisión civil contrastan con las afirmaciones del presidente sobre la naturaleza y el sentido de esta policía.
JESSICA SILVA Y SU ESPOSO, Jaime Torres, circulaban en auto por Delicias, una localidad en el estado norteño de Chihuahua, a últimas horas del 8 de septiembre cuando elementos de la Guardia Nacional los atacaron.
Esa tarde se habían unido a miles de campesinos en una tensa protesta en La Boquilla, una represa cercana, para defender su derecho al agua. La Guardia Nacional había disparado gas lacrimógeno contra los manifestantes, que iban armados con bates, palos y piedras. Sin dejarse intimidar, los manifestantes consiguieron hacerse con el control de la represa y obligaron a los soldados a retirarse.
Cuando Silva y Torres se dirigían a su casa esa noche, elementos de la Guardia Nacional abrieron fuego contra su vehículo. Un testigo contó a Amnistía Internacional que había visto pasar dos camiones de la Guardia Nacional y había oído cinco o seis disparos. Torres, quien cultiva nogales y alfalfa, resultó herido de gravedad, mientras que Silva, ama de casa y trabajadora agrícola de 35 años, con dos hijos y una hija adolescentes, murió en el acto.
Se suponía que la Guardia Nacional, fundada el año pasado, iba a terminar con el enfoque militarizado de la seguridad pública que había causado la muerte de unas 200,000 personas y la desaparición de decenas de miles durante los dos últimos gobiernos de México. Durante la inspección de un cuartel en febrero de 2020, el presidente Andrés Manuel López Obrador declaró que era una “nueva institución importantísima para garantizar la paz, pero sin excesos, sin autoritarismos, respetando los derechos humanos”.
Las primeras señales sugieren que las cosas no han sido así. La nueva fuerza no fue capaz de impedir que México registrara una cifra récord de asesinatos el año pasado, y ha sido acusada de cientos de violaciones de derechos humanos, entre ellas, el homicidio de Silva y las heridas a su esposo.
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La Guardia Nacional inicialmente dijo que “repelió [una] agresión” de “civiles armados en varios vehículos”, pero Torres ha negado que fuera armado. Ninguna de las víctimas parecía ir armada en una foto que mostraba a Torres tras el volante, con la camiseta blanca empapada de sangre, y el cuerpo de Silva desplomado a su lado, con el rostro aún cubierto por su cubrebocas negro.
Luis Rodríguez Bucio, director de la Guardia Nacional, dijo más tarde que fue “un desgraciado, lamentable accidente” y, el 27 de octubre, la Guardia Nacional admitió que había “encontrado elementos que hacen suponer la culpabilidad de algunos elementos de nuestra Institución”. Ese mismo día, la Fiscalía General de la República anunció que había aprehendido a seis elementos de la fuerza por los delitos de homicidio calificado y tentativa de homicidio.
“No se vale que por defender el medio de trabajo para ellos esté ahorita Jaime entre la vida y la muerte y a ella le hayan arrebatado la vida, personas que están para salvaguardad nuestra integridad y ellos nos la quitan”, dijo Alma Rodríguez, tía de Silva, a Amnistía Internacional. “Le truncaron la vida a una persona excelente, a una persona trabajadora, una persona que no era delincuente, que no robaba, que no mataba, que su único defecto a lo mejor era haber ido a protestar por algo a lo que tenía derecho”.
LA CONTINUA MILITARIZACIÓN DE MÉXICO
Hay amplios indicios de que el despliegue de fuerzas militares ha coincidido con un aumento de las violaciones de derechos humanos y de los niveles de violencia en todo México. Una encuesta que el gobierno realizó en 2016 concluyó que es más probable que las fuerzas armadas cometan abusos contra las personas detenidas que la policía federal, estatal o municipal de México; un 88 por ciento de las personas detenidas por la Marina y un 86 por ciento de las detenidas por el Ejército denunciaron tortura u otros malos tratos.
En lugar de cumplir su compromiso de devolver a las fuerzas armadas a sus cuarteles, López Obrador ha ampliado el papel de estas fuerzas a la aplicación de la seguridad pública hasta 2024, y les ha confiado proyectos importantes como la construcción de un nuevo aeropuerto para Ciudad de México y un polémico tren turístico que conecte las ruinas mayas. El gobierno también ha desplegado a las fuerzas armadas para ayudar en la respuesta de México a la pandemia de COVID-19 y ha anunciado planes de entregar el control de los puertos y aduanas al Ejército y la Marina.
La Guardia Nacional nació en este contexto de militarización. Aunque una reforma a la Constitución de México estableció que la Guardia Nacional debe ser “de carácter civil”, se trata de una fuerza mayoritariamente militarizada. Dirigida por el exgeneral Rodríguez Bucio, sus miembros van armados con rifles de asalto FX-05 Xiuhcoatl fabricados en México y pistolas Sig Sauer de 9mm, y se desplazan en camionetas Chevrolet respaldadas por helicópteros Black Hawk.
En respuesta a los informes que indicaban que el gobierno había cedido el control operativo de la Guardia Nacional al ejército en octubre, la Secretaría de la Defensa Nacional de México dijo a Amnistía Internacional que “trabajan de manera coordinada atendiendo a la situación particular de cada estado” y que las fuerzas armadas solo pueden desempeñar “tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria” durante un periodo de cinco años, “en tanto la Guardia Nacional desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial”.
No obstante, persisten las dudas sobre si la Guardia Nacional es una fuerza realmente “civil”.
“La experiencia pasada muestra que es peligroso que el ejército actúe sin supervisión civil”, dice Sam Storr, asesor del Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad Iberoamericana de México, quien advierte que la Guardia Nacional no ha cumplido sus obligaciones legales relativas a hacer pública la información, en particular respecto a cuántos de sus miembros continúan empleados por las fuerzas armadas.
A julio de 2020, la Guardia Nacional se componía de aproximadamente 90,000 miembros, de los que 51,101 habían sido transferidos desde el Ejército, 10,149 desde la Marina, y 26,376 desde la ya extinta Policía Federal, según una investigación realizada por Animal Político. El Ejército y la Marina habían sido responsables de todo el reclutamiento, y seguían pagando los salarios de sus exmiembros que se unían a la Guardia Nacional. Solo el 20 por ciento de los miembros, y únicamente el 0.3 por ciento de los nuevos reclutas, habían pasado, según los informes, comprobaciones de antecedentes y habían recibido formación y titulación para llevar a cabo trabajo policial.
“El contexto más general es la falta de inversión en buenas fuerzas policiales y la falta de unas instituciones civiles sólidas en México, algo que solo servirá para agravar el problema con el tiempo, por lo que está situando al país en una trayectoria potencialmente muy peligrosa”, advierte Storr.
Aunque a menudo se retrata a las fuerzas armadas como menos corrompibles que la policía mexicana —una narrativa debilitada por el arresto del exsecretario de Defensa Nacional, el general Salvador Cienfuegos, en Estados Unidos en octubre—, la Guardia Nacional ya ha estado implicada en múltiples escándalos. Se ha mostrado a sus miembros extorsionando a un presunto narcotraficante en Sonora, cenando con presuntos miembros de grupos criminales en Puebla, haciendo un uso indebido de armas de fuego en un aparente estado de ebriedad en Jalisco, e invitando a trabajadoras sexuales a una fiesta en un cuartel durante el confinamiento por COVID-19 en Guanajuato.
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USO ILEGÍTIMO DE FUERZA LETAL
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de México registró al menos 219 denuncias sobre la Guardia Nacional entre el 26 de mayo de 2019, cuando se estableció formalmente el cuerpo, y agosto de 2020. Entre ellas había denuncias de 51 detenciones arbitrarias, 28 casos de trato cruel, inhumano o degradante, tres casos de tortura, dos homicidios ilegítimos y dos desapariciones forzadas.
Sin embargo, los expertos dicen que resulta difícil determinar el número total de violaciones de derechos humanos que está cometiendo la Guardia Nacional, debido a la falta de transparencia de las autoridades, la ausencia de un mecanismo especializado e independiente de vigilancia, el hecho de que las víctimas a menudo tienen miedo de denunciar a las fuerzas de seguridad por temor a represalias, y los peligros que inhiben la labor periodística en partes del país.
Lucía Chávez, investigadora de la organización no gubernamental Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), afirma que la cifra real es probablemente mucho más alta, especialmente en los estados que han sufrido altos niveles de violencia como Tamaulipas, Veracruz y Durango, donde normalmente se presentan pocas denuncias a causa de la “desconfianza en las autoridades y en la figura del ombudsman”.
La Guardia Nacional también encara una reducción de la rendición de cuentas después de que, el año pasado, el gobierno mexicano aprobara una Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza que no restringía el uso de fuerza letal mediante el requisito de que dicha fuerza solo puede utilizarse como último recurso para proteger la vida, y ni siquiera mencionaba la necesidad de proteger a terceros.
La información disponible en la prensa, aunque no sea en absoluto completa, es suficiente para despertar la alarma sobre el uso de fuerza letal por parte de la Guardia Nacional. A finales de septiembre de 2020, la información de medios de comunicación recopilada por la CMDPDH desde 2019 indicaba que 11 miembros de la Guardia Nacional habían fallecido en 128 enfrentamientos violentos en los que habían resultado muertos 178 presuntos delincuentes o transeúntes, así como 11 miembros de otras fuerzas de seguridad del Estado. Tan solo en los agitados estados de Guanajuato, Michoacán y Tamaulipas, la Guardia Nacional sufrió, según los informes, cuatro bajas mortales en 52 enfrentamientos en los cuales murieron 84 presuntos delincuentes o transeúntes, así como un agente de policía y dos miembros de la Marina.
Aunque esto puede parecer una prueba de la eficiencia o la superioridad de la Guardia Nacional, expertos del grupo Monitor Fuerza Letal han determinado que, si hay diez o más decesos por cada miembro de las fuerzas de seguridad que resulta muerto en enfrentamientos, “ello constituía un claro indicio de uso abusivo de la fuerza”.
TORTURA Y VIOLENCIA SEXUAL
Aunque teóricamente creada para mejorar la seguridad pública, la función más visible de la Guardia Nacional hasta la fecha ha sido interceptar a las personas migrantes y solicitantes de asilo centroamericanas que atraviesan México para llegar a Estados Unidos.
La CNDH ha denunciado ante la Corte Suprema de México el despliegue de la Guardia Nacional para hacer cumplir la ley de inmigración, alegando que es inconstitucional, que dará lugar a múltiples violaciones de derechos humanos y que, en la práctica, criminaliza la migración y perpetúa una conducta xenófoba. Mientras tanto, la Guardia Nacional ha hecho redadas en albergues para migrantes, ha acosado a quienes defienden los derechos de las personas migrantes y utilizó gas lacrimógeno al detener a cientos de migrantes que atravesaron la frontera sur de México en enero.
En un incidente ocurrido el 23 de marzo, unos 20 miembros de la Guardia Nacional entraron en la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, una ciudad pequeña y calurosa del estado sureño de Chiapas. Decenas de personas migrantes y solicitantes de asilo de Centroamérica habían empezado a protestar y a pedir que las pusieran en libertad, pues temían contraer el COVID-19 allí encerradas.
Flanqueada por agentes de inmigración mexicanos, la Guardia Nacional agredió, al parecer, a personas migrantes durante varias horas, hizo desnudarse a algunas de ellas y las atacó con sus escudos, con los puños, botas, mangueras, extintores de incendios, gas pimienta, armas Taser, bates y puños americanos, según transcripciones de entrevistas que el Centro de Derechos Humanos Fray Matías mantuvo con testigos y compartió con Amnistía Internacional.
“Los llevaban así, agarrados de las manos, de los pies, encarcelados, desnudos, con la cara desfigurada, golpeados todos, hasta quebrados… los tiraban al suelo y les empezaban a dar con todo, con el puño y los electrocutaban”, dijo un hondureño. “Nunca voy a olvidar los gritos de esas personas, porque yo estaba viendo por un espacio ahí cómo vomitaban la viva sangre”.
Otro hombre, que había huido de su hogar en Guatemala tras sobrevivir a un atentado contra su vida, declaró que casi se asfixia con el gas pimienta y que se había quedado traumatizado por la brutalidad que había presenciado: “Nunca había vivido yo algo de esa magnitud, ese tipo de violencia”.
Finalmente, la Guardia Nacional arrastró a un grupo de personas migrantes a un autobús y se las llevó, sin revelar su destino. Salvador Lacruz, del Centro Fray Matías, dice que finalmente supo que las habían trasladado a otros centros de detención en los estados de Chiapas, Tabasco y Veracruz. Según Lacruz, las declaraciones de los testigos “son elementos para señalar tortura o malos tratos”, mientras que otros grupos locales de derechos humanos sugirieron que los abusos encajan en la definición de desaparición forzada tal como la establece el derecho internacional, ya que las autoridades se negaron a revelar la ubicación o el destino de estas personas durante los sucesos.
En otra ocasión, cuando el pasado diciembre la coordinadora de asilo de la CMDPDH, Daniela Reyes, visitó la estación migratoria de Hermosillo, en el estado septentrional de Sonora, quedó impactada no solo por el severo hacinamiento y el calor opresivo del lugar, sino también por la reticencia de las personas detenidas a hablar con ella y sus colegas. Las personas migrantes de otros centros de detención se acercaban rápidamente a los miembros de su organización, contó Reyes a Amnistía Internacional, pero en Hermosillo se encontró con que las habían silenciado mediante una cultura de miedo e intimidación.
A medida que las personas migrantes empezaron a abrirse, le contaron que la Guardia Nacional las había golpeado, amenazado y apuntado con sus armas de fuego durante una inspección del centro, como represalia por haber iniciado protestas o huelgas de hambre para denunciar sus condiciones de vida. La violencia tenía un sesgo de género: 13 mujeres, la mayoría de Camerún y Centroamérica, contaron a Reyes que elementos de la Guardia Nacional las habían agredido sexualmente.
“Estos testimonios los recogimos un día. Al día siguiente, cuando ingresamos, las personas ni siquiera nos querían voltear a ver. No querían hablar”, dice Reyes. “Finalmente, solamente fue una persona la que nos dijo que en la madrugada habían entrado elementos de la Guardia Nacional a agredir físicamente a las personas que agentes del Instituto Nacional de Migración habían identificado que habían hablado con nosotras”.
La CMDPDH también representa a varias personas migrantes que afirman que sufrieron tortura y amenazas de desaparición forzada a manos de la Guardia Nacional en el centro de detención de Las Agujas, en Ciudad de México, en octubre de 2019 y febrero de 2020.
La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana de México no respondió a las solicitudes de comentarios sobre las denuncias contra la Guardia Nacional, las cuales, unidas al carácter militarizado del cuerpo y a su falta de transparencia y supervisión civil, contrastan con las afirmaciones del presidente sobre la naturaleza y el sentido de la fuerza.
Tras un año y medio de funcionamiento, hay poco que sugiera que la Guardia Nacional representa un cambio en la estrategia de seguridad de México o una nueva era de respeto por los derechos humanos.
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Duncan Tucker es jefe de prensa para las Américas de Amnistía Internacional.
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