Sudáfrica y Alemania tuvieron que confrontar sus pasados racistas. Ha llegado el momento de que Estados Unidos haga lo mismo.
En primera fila, durante el tercero y último homenaje para honrar la memoria de George Perry Floyd, celebrado en Houston —la ciudad donde el hombre asesinado pasó la mayor parte de su vida—, el congresista Al Green se movía con inquietud, como repasando mentalmente el discurso que había preparado durante la noche anterior.
Residente de la misma urbe texana, Green se encontraba sentado en la sala de su casa cuando, por primera vez, vio el desgarrador video que un transeúnte grabó con su celular y que los medios noticiosos estaban retransmitiendo: un oficial blanco de la policía de Minneapolis, arrodillado en el cuello de aquel hombre negro de 46 años, durante casi nueve minutos y con obvia determinación. Esposado e inmovilizado, Floyd repite desesperadamente que no puede respirar. Los espectadores instan al agente a que se levante. Impasible, el oficial rehúsa liberar a su víctima.
Si bien el cadáver de Floyd fue transportado a Houston para darle sepultura, antes del sepelio tendría lugar un servicio luctuoso en Fountain of Praise, una de las iglesias más grandes del distrito que representa Green, por lo que se pidió al congresista que dijera unas palabras.
Pero, al iniciar la ceremonia, Green quedó muy impresionado con las palabras del pastor Remus E. Wright, quien instó a la congregación a mantener la distancia social, a evitar acercarse demasiado, y a usar las mascarillas de protección en todo momento. La pandemia del coronavirus seguía al acecho. Y ninguna vida era prescindible, subrayó el religioso.
Esa declaración fue una sacudida para Green: no podemos perder ni una vida más. Ha llegado el momento de tomar medidas drásticas, desesperadas. Y así, cuando llegó su turno para subir al podio, el congresista rompió el discurso que tenía preparado.
La muerte de George Floyd ha obligado a la nación a hacer un ajuste de cuentas generacional que aborda el problema de raza y justicia de una manera nunca vista en Estados Unidos desde 1991, cuando otro transeúnte captó en video la golpiza que Rodney King recibió de manos del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Floyd se suma a la extensa lista de víctimas negras que las fuerzas de la ley y el orden han cobrado en los últimos años: Laquan McDonald, Eric Garner, Michael Brown, Tamir Rice, Walter Scott, Freddie Gray, Sandra Bland, Philando Castile, Alton Sterling, Korryn Gaines, Botham Jean, Breonna Taylor.
Hace tiempo que activistas y organizadores afroamericanos han exigido una transformación radical del sistema de justicia penal, mas sus demandas solo han recibido el escepticismo del público, amén de promesas —casi siempre incumplidas— de reformas minúsculas en el cuerpo policial. No obstante, la muerte de Floyd podría ser el detonante del cambio, ya que numerosas encuestas demuestran que la mayoría de los estadounidenses blancos coincide en que la vigilancia policial tiene un problema de injusticia sistemática.
“Estoy muy conmovida”, me dice Amber Goodwin, activista de Houston que lleva años trabajando en asuntos de violencia policiaca y armada, y que añade que la conversación sobre un cambio en la policía parece haber surgido de la noche a la mañana. “Siempre he creído en la posibilidad de un mundo distinto”.
En vez de enfocarse en las body cams [cámaras que portan los uniformados] y en los prejuicios implícitos en el entrenamiento, el público ha empezado a contemplar la necesidad de limitar ciertas responsabilidades de las fuerzas policiacas. La nación enfrenta hoy una pregunta apremiante: ¿Qué sigue? Y, al parecer, la respuesta es que —al menos, momentáneamente— los estadounidenses están dispuestos a considerar una transformación radical.
“Una rodilla en el cuello de un ser humano. No hay conciencia que pueda tolerar eso”, me dijo Green unos días después del servicio luctuoso, y agregó que el video de Floyd estremeció al país como no lo había hecho alguna otra filmación anterior. Dado que el congresista ha trabajado en este asunto desde hace años, puede recitar los nombres de media docena de personas negras que murieron a manos de la policía durante la época en que dirigía el capítulo de NAACP [Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color] en Houston. Es verdad que las reformas arduamente obtenidas a lo largo del tiempo han sido importantes. Pero, en este momento, la sed de cambio que atenaza al público parece corresponder, finalmente, a la perentoriedad de la crisis. “El movimiento Black Lives Matter está despertando la conciencia social de esta nación”, agregó Green.
Fue por ello que renunció al discurso preparado, en el que hacía un llamado a la “unidad” y declaraba que Floyd no había muerto en vano.
Al tomar el podio, Green declaró: “Estamos aquí porque nadie en nuestra comunidad es prescindible. George Floyd no era prescindible. Por eso estamos aquí. Su único crimen fue haber nacido negro”.
Además lee: Juez establece marzo de 2021 como posible fecha para iniciar el juicio por la muerte de George Floyd
Momentos después, el legislador de 72 años aprovechó el púlpito para anunciar una propuesta histórica: la creación de un departamento federal, a cargo de un gabinete designado por el Congreso, y con la misión de lograr la reconciliación racial en Estados Unidos.
“Tenemos el deber, la responsabilidad, la obligación de impedir que esto acabe como tantas otras veces”, prosiguió Green. “Es necesario que logremos una reconciliación… Sobrevivimos a la esclavitud, mas no hubo reconciliación; sobrevivimos a la segregación, pero no nos reconciliamos. Estamos viviendo una discriminación odiosa porque no nos hemos reconciliado… Es hora de reconciliarnos”.
Días más tarde, sentado frente a la pantalla de mi laptop activando el enlace proporcionado para unirme a una videoconferencia, mis oídos seguían resonando con el llamado de Green a reconciliarnos con la historia racista de Estados Unidos. Decidido a aprovechar el momento, el Comité Negro del Congreso [CBC, por sus siglas en inglés] convocó a un foro sobre violencia policial y rendición de cuentas, e invitó a una extensa colección de activistas negros de todo el país a rendir testimonio. Entre ellos, el que aquí escribe.
PERIODISMO DE JUSTICIA SOCIAL
Desde hace seis años, he dedicado buena parte de mi tiempo a escribir e informar sobre la brutalidad policiaca y el movimiento de los jóvenes organizadores negros que quieren poner fin a esa violencia. Aclaro: no tenía la ambición de desvelar este problema ni se trata de un asunto que me apasione tratar. Más bien, mi trabajo ha sido una casualidad del destino. En agosto de 2014, cuando trabajaba como reportero en el Congreso, The Washington Post me envió a Misuri para cubrir una protesta que estalló tras el asesinato policial de Michael Brown Jr., ajusticiado en un suburbio de St. Louis. Dos días después de llegar a Ferguson, mientras trataba de enviar mi artículo desde un restaurante de comida rápida localizado muy cerca del sitio de la revuelta, la policía local me detuvo junto con otro reportero. Numerosos críticos —algunos de ellos, colegas míos— insistieron en que aquel arresto me había vuelto “parte del artículo”, por lo que estaba obligado a renunciar a la cobertura. Sin embargo, lo único que consiguió su argumento fue fortalecer mi resolución. Y así, en los cinco años transcurridos desde entones, me he dedicado al periodismo de justicia social, y las historias de quienes han pagado las consecuencias del fallido sistema policiaco estadounidense se han convertido en la misión de mi vida.
En 2015, a instancias mías y de mis compañeros, The Washington Post lanzó una base de datos nacional llamada Fatal Force, en la cual llevamos un registro de los tiroteos policiacos letales que han emergido de nuestras investigaciones de campo. El precedente quedó asentado durante mi viaje a Ferguson, donde mis entrevistas con residentes y manifestantes negros revelaron que la policía había adoptado la costumbre de matar a hombres y mujeres afroamericanos que encontraban en las calles. Por su parte, la policía y sus sindicatos aseguraron que no era el caso, y aclararon que muy rara vez tenían que matar a alguien y que, en las contadas veces que lo hacían, era porque esa persona se lo había buscado. En resumidas cuentas, unos decían que el problema era un defecto en el sistema y otros afirmaban que se trataba de incidentes aislados. A todas luces, el conflicto entre las dos narrativas estaba impulsando un debate nacional sobre raza y vigilancia policial.
Lo más sorprendente es que no encontramos datos nacionales confiables que nos ayudaran a esclarecer la situación. Nadie tenía idea de cuántos negros habían muerto a manos de la policía y tampoco se sabía cuáles habían sido las circunstancias. Fue por ello que The Washington Post empezó a rastrear cada muerte policiaca conocida, fundamentándose en los detalles desenterrados durante la cobertura noticiosa local y complementada con informes del propio periódico. En los cinco años siguientes, registramos cerca de 5,000 homicidios policiacos —más o menos tres al día—, y entonces descubrimos que la tasa de víctimas negras casi duplicaba la de muertes policiacas blancas. Más aún, una investigación de seguimiento demostró que los agentes despedidos solían recuperar sus empleos, en tanto que otra documentó que las comunidades negras más desamparadas eran objeto de vigilancia excesiva, y que los asesinatos policiales rara vez terminan por esclarecerse en las zonas urbanas más violentas.
Parece que, finalmente, el público estadounidense ha llegado al consenso de que tenemos un problema de policía y raza. Pero esto ha dado inicio a un nuevo debate: ¿Cuán extendido y arraigado es el problema? La respuesta es evidente para los activistas que toman las calles: la vigilancia policial de Estados Unidos —derivada, en buena medida, del antiguo sistema de “patrullas de esclavos”— es sistemáticamente racista y fundamentalmente defectuosa.
¿Qué sigue? Como testifiqué ante el CBC, un reportero no tiene la función de proporcionar respuestas, sino de documentar —en terrible detalle— la magnitud del problema. Y así, cuando me preguntaron qué debíamos hacer, cedí la palabra a los activistas, a los organizadores y a los afroamericanos que protestan en las calles.
“Hemos probado de todo”, lamentó Jeremiah Ellison, concejal de la ciudad de Minneapolis y exactivista callejero, quien rindió testimonio antes que yo. Acto seguido, enumeró cada una de las reformas que ha adoptado la ciudad sin conseguir cambio alguno en sus fuerzas de la ley y el orden. Tan inútil ha sido insistir en reformar el sistema, que Ellison ha emergido como una de las voces más estentóreas que claman por la abolición del sistema policiaco existente. “Hemos depositado una confianza enorme en la policía. De modo que, cuando traicionan esa confianza, su rendición de cuentas debe ser igualmente enorme. Pese a ello, la rendición de cuentas policiaca brilla por su ausencia”.
“En mi experiencia, y en la de mi comunidad, la policía no ha sido otra cosa que una fuerza en extremo violenta”, testificó Patrisse Cullors, una de los tres cofundadores de #BlackLivesMatter y presidenta de Reform LA Jails [Reforma para las cárceles de Los Ángeles]. “Lo que hemos visto, en los últimos 30 años, es una inversión descomunal para reforzar la policía y el sistema carcelario, así como una desinversión profunda en cuanto se refiere a ayudar y sostener a las comunidades necesitadas”.
Los activistas argumentan que, para empezar, la policía ya no debe hacerse cargo de incidentes relacionados con salud mental, disciplina escolar, uso de drogas y abuso de alcohol, y tampoco debe intervenir en la resolución de conflictos no violentos. Asimismo, las camionadas de dinero volcadas en los departamentos de policía (a menudo, el desembolso más grande de los presupuestos urbanos) deben destinarse a otros servicios y recursos comunitarios.
MOMENTO CRÍTICO PARA EL PAÍS
Días después, un joven activista negro me dijo: “Estamos pasando por un momento crítico para el país”. La radicalización de Phil Agnew se inició cuando estudiaba en la Universidad Agrónoma y Mecánica de Florida (Florida A&), y fue consecuencia de la muerte de Martin Lee Anderson, adolescente afroamericano de 14 años, fallecido en 2006 mientras lo obligaban a realizar los ejercicios requeridos en un estricto centro de detención juvenil de dicho estado. Al ingresar en la universidad, Agnew pensaba que los estadounidenses negros pagaban las consecuencias de sus propios actos. Pero conforme abundaba en sus estudios y lecturas, se dio cuenta de que el sistema de vida estadounidense estaba dispuesto en su contra. Años más tarde, Agnew colaboró en la fundación de Dream Defenders (una de las influyentes organizaciones activistas formadas tras el asesinato de Trayvon Martin, en 2012) y, hace poco, unió fuerzas con Tef Poe —activista de Ferguson— para lanzar el grupo Black Men Build, con el que buscan concienciar a los varones negros, y fomentar su participación en las elecciones presidenciales de noviembre.
A decir de Agnew, lo que sigue es crear un mundo donde todos los estadounidenses —blancos y negros— tengan las mismas posibilidades de recibir atención médica y disponer de agua potable, oportunidades laborales y educación de calidad. “Los negros debemos tener el derecho de decidir cómo serán nuestras vidas en este país”, expresó.
Te interesa: Nueva York recorta presupuesto para la policía en medio de llamados a desfinanciarla
A pesar de que los activistas insisten en que ha llegado la hora de implementar cambios drásticos, y de reconocer los horrores históricos en que se sustenta la inequidad imperante en Estados Unidos, la conversación de Washington se ha estancado en una temática mucho más estrecha. Es verdad que republicanos y demócratas han propuesto legislaciones que, de ser aprobadas, aumentarían la supervisión y la transparencia de las fuerzas policiacas; no obstante, ninguna atiende al replanteamiento radical por el que abogan los activistas. Con todo, conforme más personas salen a las calles para exigir la abolición del sistema policiaco, los dirigentes del país se dicen dispuestos a brindar una reforma más extensa.
“La nación está harta de una situación que se repite una y otra vez”, declaró Tim Scott, el único republicano negro en el Senado, a quien el partido ha dado la responsabilidad de encabezar los esfuerzos de reforma policial. El video de Floyd, agonizando y clamando por su madre, “quebró la espalda de la psique estadounidense”, me dijo Scott. “Ya basta”.
Un elemento crítico para su proyecto de ley es el requisito de una body cam, propuesta que el legislador comenzó a defender tras el asesinato policial de Walter Scott, un afroamericano desarmado que fue abatido en 2015 en North Charleston, Carolina del Sur, ciudad natal del senador.
En la justificación inicial del incidente, el agente implicado declaró que tuvo que disparar para proteger su vida. Pero entonces comenzó a circular un video de celular en el cual se hizo evidente que Scott recibió el disparo en la espalda, ya que el policía abrió fuego cuando su víctima huía. Si bien las body cams no evitan ese tipo de tiroteo, al menos sirven para que el público vea lo que ocurrió realmente durante el incidente, y eso permite esclarecer la responsabilidad de los agentes.
“Si una imagen vale más que mil palabras, entonces un video vale más que mil imágenes”, prosiguió el senador, con quien hablé el día que señalaba el quinto aniversario de otra tragedia en su estado: la masacre racista de nueve feligreses en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel, en Charleston, muertos a tiros por un supremacista blanco.
La decisión de empoderar a Scott apunta a un cambio significativo en el Partido Republicano, una organización política que, hace apenas unos años, caracterizaba cualquier reforma policiaca como un ataque contra todos los agentes de la ley. Aun así, el senador tiene que apegarse a una retórica partidista muy precisa, ya que sus colegas deploran la acusación de que el sistema de justicia penal está predispuesto “sistemáticamente” contra los estadounidenses afroamericanos. En consecuencia, el propio Scott ha evitado —e incluso criticado— dicho término, aun cuando lleva a cuestas un bagaje de anécdotas personales que confirman ese sesgo sistemático.
“¿Puedo identificar incidentes raciales en que la comunidad policiaca me haya hecho sentir como un objetivo? La respuesta es sí. ¿Eso habla de racismo sistémico? No lo sé. En lo personal, no puedo llegar a esa conclusión”.
Desde hace décadas, Scott ha sido detenido y multado repetidas veces por lo que solo puede describir como “conducir en estado de negrura”. Cuando era concejal de su condado en Carolina del Sur, agentes de tránsito lo detuvieron siete veces en un mismo año; y desde su elevación al Congreso de Estados Unidos, los agentes de seguridad le han impedido entrar en el edificio del Capitolio en cuatro ocasiones. En otra oportunidad, años después de su elección al Senado, Scott fue detenido mientras conducía para visitar a su abuelo en una zona humilde de la ciudad y, casi al instante, se vio rodeado por al menos cuatro policías.
“Como individuo susceptible de un perfil racial, esos percances te hieren en lo más profundo. Te hacen sentir insignificante, impotente y frustrado”, reconoce el legislador. ¿Acaso no es esa la definición de racismo sistémico?, pregunté.
“Los representantes de los medios siempre discuten por la definición filosófica de lo que sea, pero yo no puedo darme el lujo de hacerlo… El nombre que le dan… es importante… pero no lo es para mí en este momento”.
¿UNA SALIDA FÁCIL?
Más allá del debate retórico, Scott y sus colegas demócratas concuerdan en otro punto: la legislación que logren aprobar difícilmente resolverá el conflicto. “Estoy buscando algo que ponga fin a las expresiones de odio, pero no lo encuentro en su proyecto de ley. Y tampoco en el mío”, confesó el senador.
Ninguna de las propuestas legislativas habría evitado la muerte de George Floyd, y ninguna garantiza que otro estadounidense negro corra la misma suerte. A fin de lograr la aprobación de cualquiera de ellas —o incluso de un acuerdo que las combine—, hará falta que la reforma policiaca sea la más extensa jamás aprobada en el Congreso y, al mismo tiempo, la más inofensiva en cuanto a contener la cifra de homicidios policiales.
“Están discutiendo por detalles”, acusó Jonathan Smith, uno de los funcionarios por los derechos civiles más prominentes del Departamento de Justicia de la presidencia Obama, quien dirigió la investigación de la muerte de Michael Brown a manos del Departamento de Policía de Ferguson. “Quieren hacer algo, así que están buscando una salida fácil que no resolverá el problema de manera significativa. Su intención es que el público tenga la sensación de que hicieron algo”, aseguró Smith.
“Estamos presenciando el nacimiento de una nueva nación. El parto siempre es difícil, pero no podemos dar marcha atrás”, afirmó Barbara Lee, presidenta del CBC, cuando tomó la palabra para dirigirse a los panelistas durante la audiencia.
“Muchos de mis contemporáneos blancos han empezado a hablar del racismo; en particular, el racismo sistémico”, añadió Lee, quien ha presentado una propuesta legislativa para crear una comisión de verdad, sanación racial y transformación. “Con todo, no tienen claro el contexto histórico de la esclavitud, y eso se pone de manifiesto en sus políticas, programas y prioridades de financiación, así como en los brutales asesinatos policiales de hombre y mujeres negros”.
Días más tarde, llamé al congresista Green para preguntarle cómo se llevaría a cabo el proceso de reconciliación. Cuando hablamos, el legislador se encontraba sentado en su oficina, rodeado de retratos de Martin Luther King Jr., Nelson Mandela y frente a la pintura de una de sus heroínas: Shirley Chisholm, la primera afroamericana electa al Congreso, y en cuyo eslogan de campaña se jactó de que “nadie podía comprarla y tampoco tenía jefe”.
Green me dijo que Chisholm fue una “demócrata liberada” y siempre dispuesta a decir la verdad, aunque incomodara al resto de su partido. Con ese mismo espíritu, Green se ha unido al clamor de Lee y otros legisladores para exigir que Estados Unidos se someta a un proceso de reconciliación parecido al de Alemania tras el Holocausto, y al de Sudáfrica después del apartheid. Según la propuesta de Green, el presidente de Estados Unidos habrá de crear un Departamento de Reconciliación que estará encabezado por un secretario confirmado en el Senado. Esa persona tendrá la responsabilidad de supervisar los esfuerzos, tanto nacionales como locales, para documentar el conocimiento empírico, educar al público y proponer remedios adecuados a la dimensión del “pecado original” de la nación: los siglos de esclavitud, seguidos de las décadas de discriminación y opresión legalizadas que siguen pesando sobre los estadounidenses negros. Además, el presupuesto para dicha oficina quedaría bajo el concepto del Departamento de Defensa porque, en opinión de Green, los legisladores del futuro no se atreverían a autorizar recortes en el gasto para la defensa.
Para los expertos, lo más sorprendente es que Estados Unidos jamás haya pasado por un proceso semejante. Aun cuando, ciertamente, se han formado comisiones a tal fin —como la Comisión Kerner, creada tras las protestas de los años 1960; y la Comisión Christopher, en los años 1990—, el gobierno federal nunca ha dedicado recursos significativos que permitan una corrección extensa del daño permanente que causó la esclavitud en Estados Unidos.
“Si miras hacia otros países con antecedentes de desigualdad racial tan extensos como los nuestros, comprobarás que Estados Unidos es el único que no ha reconocido públicamente su pasado”, me dijo Kathleen Belew, historiadora que estudia los procesos de reconciliación y autora de Bring the War Home: The White Power Movement and Paramilitary America. “El racismo y la supremacía blanca están profundamente arraigados en muchos aspectos de nuestra sociedad. Una comisión de verdad nos daría la oportunidad de sacarlo todo a la luz”.
Este proceso ha ocurrido ya en el orden local. Por ejemplo, los activistas de Greensboro, Carolina del Norte, lanzaron un proceso de verdad y reconciliación tras la matanza de 1979, en la que supremacistas blancos dispararon contra cinco individuos durante una protesta antirracista. Por su parte, funcionarios nativos americanos de Maine emprendieron un proceso de verdad y reconciliación para exigir explicaciones y resolver el problema de que los niños de sus tribus representaran la mayor parte de los casos de abuso en el sistema de bienestar infantil. Y en Detroit, activistas locales presionaron al Estado para establecer una comisión de verdad y reconciliación que documente, de manera precisa, las políticas públicas que han conducido a la patente segregación racial de la región.
Además lee: Black Lives Matter: Un lustro contra la violencia racista
“Lo mejor que podemos esperar de una comisión de verdad es reducir la cantidad de falsedades históricas que toleramos en nuestra sociedad”, comentó Jill Williams, exdirectora de la comisión de Greensboro y asesora de otras agrupaciones nacionales semejantes. “Creo que eso ayudaría al país”.
Uno de los componentes clave de cualquier comisión es establecer una narrativa histórica mutuamente aceptada. Aun cuando todos vivimos en el mismo país, los estadounidenses blancos y negros tienen distintas percepciones sobre lo ocurrido en el pasado común, y más aún sobre las repercusiones actuales. ¿Estamos lejos de tener ese tipo de historia compartida? Y de ser así, ¿cuánto?
“¡LEJÍSIMOS!”
Tres semanas después de la muerte de George Floyd, hice esta pregunta a Lonnie Bunch, secretario del Instituto Smithsoniano. ¿Su respuesta? “¡Ay, por Dios! ¡Lejísimos!”.
Cuando dejó de reír, Bunch prosiguió: “Los recuerdos preservados dicen mucho de cualquier país, pero lo olvidado revela muchísimo más. Tengo muy presente una carta que recibí hace años, en la que alguien me dijo que la mayor fortaleza de Estados Unidos es su capacidad para olvidar”.
Pocos han hecho tanto como Bunch para desenterrar los recuerdos de la nación. Luego de años de dirigir el Museo de Historia de Chicago, el educador e historiador fue director fundador del Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana del Instituto Smithsoniano —mejor conocido como “Blacksonian” [Negroniano]— para luego tomar a su cargo la supervisión de los 19 museos que forman parte de la célebre institución. Recorrer los pasillos del Blacksonian —desde sus museografías sobre la esclavitud hasta sus exhibiciones enfocadas en los derechos civiles, y sus homenajes al deporte y la cultura negros— es confrontar la realidad de una nación definida por su historia. Las desigualdades que plagan nuestros días y la lucha para erradicarlas están indisolublemente unidas al pasado de Estados Unidos.
“Abundan las razones para afirmar que nuestra actualidad está ligada al arco de la historia, a la continuidad de una lucha [racial]”, explicó Bunch, y reconoció las crecientes protestas en las calles del país al comparar la energía de este momento con el movimiento por los derechos civiles desatado tras la decisión del caso Brown vs. Junta de Educación, y a resultas del asesinato de Emmett Till. “Toda lucha requiere de resiliencia. Y aunque el cambio fundamental no siempre ocurre en un momento señero, la historia nos enseña que hay momentos en que el país da un salto gigantesco”.
El proceso de reconciliación solo podrá iniciar cuando se haya establecido una narrativa histórica común. “La justicia restaurativa es un conjunto de valores”, aclaró Fania Davis, directora ejecutiva de Restorative Justice for Oakland Youth. “Es el concepto de que la justicia abarca a todos los afectados por las malas acciones… Cometemos errores. Lastimamos a otros con esos errores. Pero podemos enmendarlos, ofrecer disculpas y emprender acciones”.
Davis es una veterana del movimiento, en el cual ingresó violentamente en 1963, cuando dos de sus amigas de infancia perdieron la vida en el ataque dinamitero contra la Iglesia Bautista de la Calle 16, en Birmingham, Alabama. “En buena parte, hoy me hago escuchar porque aquella experiencia me dejó con el profundo anhelo de ser una agente de transformación social”, reveló la activista.
Davis se inició colaborando con el Movimiento por los Derechos Civiles y después se afilió al Movimiento Black Power [Poder Negro], para luego unirse al movimiento contra el apartheid e ingresar en el movimiento estudiantil. Su exmarido —un Pantera Negra— murió de un disparo cuando la policía irrumpió en su casa como parte de la vigilancia rutinaria a que estaban sujetos los activistas negros. Cuando su hermana Angela fue arrestada y encarcelada por acusaciones de homicidio (después sería absuelta), Davis recorrió el mundo generando apoyo para liberarla. Aquella lucha la inspiró a convertirse en abogada de derechos civiles y, más tarde, a emprender el estudio de la justicia restaurativa.
Mientras que el sistema de justicia estadounidense cuestiona cuál fue la regla quebrantada, quién la violó y cuán severo debe ser el castigo, la justicia restaurativa investiga quiénes fueron los perjudicados, cuáles son sus necesidades y las responsabilidades del agresor, y cuál es la mejor manera de reparar el daño y cubrir esas necesidades.
Igual que muchos activistas, Davis se dice alentada por la nueva conversación nacional en torno de eliminar las fuerzas policiacas y reemplazarlas con servicios sociales. Y, en ese sentido, celebra que el Ayuntamiento de la Ciudad de Minneapolis haya decidido desarticular su departamento de policía, pues confía en que de ello emergerá un proceso de justicia restaurativa impulsado por la comunidad.
La abogada espera que otros municipios sigan el ejemplo de Minneapolis y respalden la propuesta de un esfuerzo de reconciliación nacional. “Este es un primer paso para desencadenar un proceso sorprendente que nos permita idear un sistema de seguridad pública en el que las vidas negras realmente tengan importancia”.
Casi exactamente a las 5 de la tarde, el pastor Patrick PT Ngwolo me recibe en el corazón de Cuney Homes, el proyecto de vivienda pública más grande de Houston. El calor envuelve a un puñado de niños que juegan baloncesto con pelotas dos veces más grandes que sus cabezas. Si bien las canchas solo conservan dos aros, el área deportiva consta de cuatro tableros y, bajo cada uno, alguien ha escrito el nombre de George Floyd con pintura en aerosol anaranjada.
Cuney es un barrio compuesto de 600 viviendas, conocidas coloquialmente como “The Bricks” debido a los tersos ladrillos rojos que forman las paredes exteriores de los apartamentos de dos plantas. Incluida en el Third Ward [Tercer Distrito] de Houston, el área está considerada la cuna de la política y la cultura afroamericanas de la ciudad, ya que ha producido varias generaciones de artistas, escritores y políticos negros, y también una cantante que tal vez hayas oído mencionar: Beyoncé. Aun así, el Third Ward cuenta una historia de dos ciudades. Una discurre entre las viejas casonas que habitaran los residentes judíos hasta la llegada de los negros. Y luego tenemos “The Bottoms”, una zona de viviendas de poca altura, talleres automotrices y licorerías que operan junto a la Universidad del Sur de Texas, histórica institución creada para recibir a los estudiantes afroamericanos que rechazaba la Universidad de Texas.
MENTOR Y CONSEJERO
George Big Floyd era un personaje muy conocido en The Bottoms, donde pasó gran parte de su vida en una casita blanca, de una planta, próxima a los edificios del proyecto Cuney. Pocos pueden hacer memoria del día exacto en que lo conocieron. Solo recuerdan que siempre estuvo allí: una presencia tan inamovible como los oxidados tendederos de alambre que cuelgan entre los apartamentos. Cuando Ngwolo llegó a la zona para fundar una iglesia, la madre de Floyd formaba parte del concejo de residentes del complejo, y lo ayudó a obtener el permiso para celebrar eventos comunitarios en las canchas de baloncesto. Poco después, el propio Floyd le brindó su ayuda, y hasta le dijo que mencionara su nombre si alguien se atrevía a causarle dificultades.
“Fue mentor y consejero de muchos chicos”, recuerda el pastor, acerca de Floyd, a quien describe como el “alcalde” del barrio. Y es que Floyd era todo un personaje, pues en una región urbana donde muchos varones no alcanzan la adolescencia, aquel hombre vivió el tiempo suficiente para conocer a sus nietos. “Si hablas con la gente de Third Ward, casi cualquiera te dirá que conoció a Big Floyd”.
Ngwolo me lleva a caminar un par de cuadras para reunirnos con J. R. Torres, un joven de 27 años que conoció a Big Floyd durante mucho tiempo. De hecho, la hermana de Torres tuvo un hijo con el mejor amigo de Floyd, de modo que tuvieron contacto a lo largo de varios años. Torres recuerda que, al principio, pasó de largo por el video que aparecía en su cadena Instagram, hasta que su hermana le envió un mensaje de texto informando que la policía había matado a Big Floyd. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que el hombre que agonizaba en las redes sociales era el mismo que vivía en su vecindario, el que siempre le había ofrecido una palabra de aliento y le suplicaba que no se metiera en problemas.
“¡No podía creerlo!”, exclamó Torres. Incluso en un distrito urbano habituado a sepultar a sus jóvenes, la crueldad con que fue extinguida la vida de Big Floyd dejó a todos en un estado de parálisis rabiosa. “¡Estábamos viendo cómo le quitaban la vida!”.
Los tres abordamos el Buick Lacrosse blanco de Torres —en cuyo tablero había desplegado el programa del funeral de Floyd— y condujimos al otro extremo del barrio para ver el emotivo homenaje de sus vecinos: un enorme muro azul en el que el hombre asesinado aparece representado con un halo y alas angelicales, y una leyenda que proclama “En amoroso recuerdo de Big Floyd. Hecho en Texas. Criado en 3rd Ward”.
Unas dos decenas de personas se habían congregado frente al monumento. Entre ellos, Leonard Junebug McGowen, popular rapero del Third Ward, quien se hallaba encaramado en el cofre de su auto, con un porro medio consumido en la mano.
“Esto es mucho más grande que la policía”, me dijo McGowen, quien conoció a Floyd durante la mayor parte de su vida, ya que fue amigo de la infancia de uno de sus sobrinos. El rapero confesó que no había podido ver todo el video. “Mira lo que está haciendo el presidente. Dice puras locuras… La policía es su pandilla callejera; su ejército. Se protegen con placas para hacernos lo que les venga en gana”.
Aunque los residentes no usan las mismas expresiones ni los mismos conceptos que los activistas, resulta evidente que todos buscan lo mismo. Quieren comunidades sin brutalidad y, más que nada, sin violencia policiaca. Todos aseguran que el sistema está en su contra. Se sienten atrapados en viviendas ruinosas, segregados en escuelas fallidas, sin acceso a la educación superior ni a empleos bien remunerados. Sus vidas discurren entre dificultades y frustraciones, bajo la vigilancia de policías que no los entienden.
“Los barrios negros no necesitan policías blancos. No entienden. Todo empezó con la esclavitud. Tan pronto como un blanco nos mira, sabes qué es lo primero que le cruza por la cabeza. Siempre nos tildan de monstruos, de depredadores”, acusa Joshua Butler, un hombre de 28 años a quien conocí aquella tarde en el monumento. Si bien aclara que no todos los policías ni los blancos son racistas, insiste en que es muy común que la gente que no ha crecido allí, los que no han llevado una existencia como la suya, no tengan la menor idea de lo que están viviendo; y en particular, los policías. “Ninguno de ellos sabe lo que se siente abrir un refrigerador que ha estado vacío toda la semana. Ninguno de ellos soportaría algo así”.
Después de media hora de conversación, volvemos al auto de Torres y regresamos a las canchas de baloncesto. Durante el trayecto, aproveché para preguntarle por su historia. Torres creció en The Bricks y estudió en la secundaria Jack Yates, cerca de su casa. Sus asesores y maestros le ayudaron a inscribirse en una universidad comunitaria de la zona, pero desertó al poco tiempo: se sintió desalentado desde el primer día de clases, cuando no pudo localizar el aula correcta. Poco después, la policía lo detuvo acusándolo de posesión de marihuana. Pasó una semana en la cárcel y entonces abandonó toda pretensión de una educación superior. A partir de entonces ha tenido numerosos trabajos ocasionales; los suficientes para complementar las ganancias que generan las apuestas. Aunque Torres se pregunta si alguna vez saldrá de The Bricks, no apuesta por ello.
“Se necesita que haya voluntad para arreglar las cosas”, me dijo, acerca de un sistema que él y todos los estadounidenses negros tienen en su contra. “Y si no quieren arreglarlas, nunca se acabará el problema”.
—¿Crees que quieran arreglarlo? —pregunté.
—Para nada —sentenció Torres.
—∞—
Reportero galardonado con el premio Pulitzer, Wesley Lowery también es autor de They Can’t Kill Us All: Ferguson, Baltimore and a New Era of America’s Racial Justice Movement. Es corresponsal de 60 in 6, proyecto de 60 Minutes para la aplicación móvil Quibi.
—∞—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek