Indios nativos americanos han unido lanzas con la comunidad wixarika: para alertar sobre la explotación de recursos estratégicos en sus zonas sagradas.
ENRIQUE LÓPEZ carga en las manos el bastón tradicional. Por cinco años ha recaído en él la responsabilidad de guiar a los peregrinos. Este es el segundo año en que es el capitán tradicional de la peregrinación que cada marzo realiza la comunidad wixarika (erróneamente conocida como huichola) de San Andrés Cohamiata, Jalisco, para visitar y rendir ofrenda a sus lugares sagrados.
Su trabajo suena más sencillo de lo que en realidad es: que todos lleguen a salvo y a tiempo a los cuatro lugares sagrados que este año se visitarán, y de vuelta a sus hogares en Los Altos de Jalisco; que cuando los peregrinos caminen lo hagan como los lobos, al ritmo del más lento e impidiendo que alguien se quede atrás; que todas las ofrendas se dejen de la manera correcta para que puedan ser aceptadas por los espíritus y que, así, continúe la vida en el planeta Tierra.
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Para los wixaritari, la peregrinación es la celebración más importante del año: supone el inicio de un ciclo de ofrendas y sacrificios que marcarán el devenir de los meses siguientes, además de dar inicio al calendario de siembra y cosecha de sus tierras. Con la caminata arranca un nuevo año y se les presenta la oportunidad de visualizar lo que el futuro depara a su comunidad.
“Yo no sé cuándo se inventó la flecha, la jícara o todo lo que forma nuestra simbología, pero aun así respetamos cada cosa, cada jerarquía, y hoy así nos coordinamos”, dice Enrique poco tiempo después de dejar sus ofrendas en Mukuyuabi (SLP), el lugar sagrado que ahora se encuentra en medio de comunidades de indígenas tepehuanos.
Esta peregrinación es especial y distinta a la de años anteriores. En esta se han unido integrantes de la Iglesia Nativa Americana, indios de origen dakota que, al igual que los wixaritari, buscan la unión con otros pueblos originarios de América para juntos intentar ser escuchados por los gobiernos que, sin considerar la importancia de estas culturas para su propia identidad, les quitan sus tierras y los despojan de sus tradiciones originarias.
“Ellos se basan en valores, éticas y formación personal. Nosotros tenemos conocimientos empíricos, no sabemos su origen, pero por alguna razón lo comprendemos. Entre las dos culturas nos hemos estado enseñando y uniendo porque sabemos que juntos somos más fuertes”, continúa Enrique López, refiriéndose a Harvey Little Brave, uno de los líderes de la Iglesia Nativa Americana de Dakota del Sur y, desde hace tres años, peregrino de Kauyumarie, el venado azul.
Enrique se sienta, junto con algunos ancianos wixaritari, de frente al fuego que los más jóvenes han encendido con los pocos troncos secos que han logrado recoger en el camino. Rodeando el fuego nos encontramos los teiwaris (nombre que los wixaritari dan a los mestizos), todos miramos fijamente a Enrique, que se pone de pie y continúa hablando sobre su cultura. Pero, sobre todo, queremos escuchar lo que tiene que decir sobre la visita de los jefes nativos americanos a esta peregrinación.
En ese momento Enrique dice que también de nosotros, un grupo de mestizos que durante seis años ha visitado la sierra en busca de respuestas a preguntas sobre nuestra identidad como mexicanos, ha aprendido mucho. Todos reímos, pues estamos seguros de que no hemos aportado tanto como ellos a nosotros.
La historia del peregrinaje
El pueblo wixarika ha practicado el acto sagrado del peregrinaje tradicional desde hace 2,500 años. Sin embargo, desde hace al menos 15, la peregrinación de los wixaritari hacia sus lugares sagrados dura solo tres semanas.
Antes de que los caminos estuvieran invadidos por criminales, antes incluso de los automóviles y de las prisas que trae la modernidad, los wixaritari se tomaban más de dos meses para entregar sus ofrendas. Caminaban desde la lejanía de sus comunidades, en Jalisco, hasta lugares enclavados en la sierra de Durango o en las playas de Nayarit. También lo hacían al desierto de Wirikuta, en San Luis Potosí, una reserva cultural y natural de 140,212 hectáreas de extensión, en donde recolectaban el peyote (hikuri) que utilizarían durante todo el año y caminaban con las canastas llenas de regreso a casa.
Ahora visitan los mismos lugares. El esfuerzo sigue siendo enorme, aunque ha pasado de ser físico a económico, pues gastan alrededor de 20,000 pesos por peregrino entre transporte, ofrendas y alimentos. Tal vez lo único que ha cambiado realmente dentro de los rituales que acompañan este peregrinaje es el medio de transporte, que ahora es motorizado y permite, a todos menos al conductor designado, momentos de sueño que en años pasados hubieran retrasado la caminata.
Siempre comienza en el Calihuey, el centro ceremonial del pueblo de San Andrés Cohamiata, Tatei Kie, en la sierra de Jalisco. Ahí se reúnen todos los marakames que tienen un cargo tradicional, pues son ellos quienes deben ir a entregar las ofrendas. Cada año se intercalan los lugares sagrados: un año, al desierto de Wirikuta, la casa del venado azul y el Cerro del Quemado, el lugar donde al inicio de los tiempos se postró el sol dejando su marca, en Real de Catorce, San Luis Potosí. Y otro año a Cerro Gordo, en donde el dios Nakawé pisó tierra por primera vez después del gran diluvio (puede ser coincidencia o un sincretismo), en Durango; Haramara, el lugar sagrado del mar, en San Blas, Nayarit y Chapala, la isla del alacrán y el lago más grande de América, en el estado de Jalisco.
Los nativos americanos se han unido a esta caminata no solo por la importancia de conocer la cultura que durante años ha aprendido de la misma planta sagrada de la que ellos aprenden ahora, sino porque ambas culturas se encuentran en riesgo. Los primeros porque el gobierno estadounidense tiene planes para construir la Atlantic Coast Pipeline, una tubería de gas natural de 970 kilómetros de longitud que costará alrededor de 7.5 billones de dólares y que afectaría permanentemente tesoros naturales como el Sendero de los Apalaches y las viviendas de los casi 30,000 indios nativos americanos que habitan y trabajan en esa zona.
Lo mismo les sucedió hace unos años con la Dakota Access Pipeline, una tubería que lleva petróleo crudo de Dakota del Norte a Illinois y cuya construcción implicó el desalojo de miles de indios que vivían en la zona. En este caso, los nativos americanos realizaron protestas masivas que obligaron al expresidente Obama a detener el proyecto. Sin embargo, cuando Donald Trump tomó posesión de la presidencia estadounidense reanudó las obras y la pipa comenzó a operar comercialmente en junio de 2018.
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Y los wixaritari porque el gobierno mexicano ha vendido las tierras alrededor del desierto de Wirikuta a tomateras (según la Secretaría de Desarrollo Agropecuario y Recursos Hidráulicos, SLP ocupa el segundo lugar a escala nacional en producción de tomate) y mineras que redirigen el agua a sus terrenos y dejan que la vida de ese desierto muera deshidratada.
En 1999, la UNESCO admitió la importancia del desierto de Wirikuta y lo reconoció como uno de los 14 sitios sagrados naturales del mundo. Dos años más tarde, el gobierno estatal de San Luis Potosí registró legalmente este sitio como un “sitio sagrado natural”.
El conflicto por la tierra
Todo el conflicto con las tierras de este vasto desierto y con la cultura wixarika comenzó en 2009, cuando el gobierno federal otorgó 35 concesiones mineras a la empresa First Majestic Silver Corp para la extracción de plata en una superficie de aproximadamente 6,400 hectáreas de este territorio sagrado. A raíz de esto surgió, en 2010, el Frente en Defensa de Wirikuta, el cual fungió de interlocutor entre el Estado y este pueblo originario. Este Frente organizó el festival con causa social Wirikuta Fest 2012 en el Foro Sol, en el que tocaron Caifanes, Café Tacvba, Bunbury, Calle 13 y Julieta Venegas, y lograron frenar los intentos de la minera canadiense de acaparar el territorio sagrado.
Hoy en día aún existen cuatro megaproyectos mineros con intenciones de asentarse en Wirikuta, y aunque se encuentran suspendidos no han sido cancelados y la posibilidad de que se reactiven amenaza constantemente al pueblo wixarika. Sobre todo, con la reforma al artículo 27 constitucional que ahora establece que el Estado puede otorgar concesiones a empresas privadas extranjeras para la explotación de recursos estratégicos, como lo son los hidrocarburos y los minerales. Dando así más importancia al valor económico de las tierras que al patrimonial.
Ante este poder económico difícil de superar de las compañías mineras, los wixaritari no han sido tomados en cuenta y el derecho sobre su patrimonio se ha visto violado por completo.
Posiblemente el gobierno mexicano no esté siquiera enterado del terrible daño que haría a este pueblo originario si por su avaricia muriera para siempre el peyote. Tal vez no sepa que con él moriría también toda la cultura wixaritari. Sin peyote no hay visiones, no hay peregrinaje ni ofrendas. Sin la planta sagrada no existen las artesanías y pulseras que son la fuente de ingreso número uno de las familias de origen wixaritari. La desaparición de Wirikuta implica un etnocidio, la desaparición del pueblo wixarika como tal. Además de que ese desierto es único en el mundo, pues alberga especies endémicas de flora y fauna.
A causa de los problemas que los acechan, este año la peregrinación ha tenido un objetivo más allá de rezar por la vida: la unión de los pueblos indígenas de América. Harvey Little Brave camina junto con su familia y los wixaritari con la misión de sumar fuerzas para lograr ser escuchados.
“Estamos uniéndonos para disolver las fronteras imaginarias que nos separan y para unirnos en el rezo para las generaciones que vienen, para el futuro del planeta y de la vida en el planeta”, dice al alcanzar la cima de Cerro Gordo que, de acuerdo con información del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es la elevación más alta de Durango, con 3,328 metros sobre el nivel del mar y en cuya cima se resguarda uno de los templos más valorados por los wixaritari que, sin preparación alguna, con huaraches de suela de llanta y pantalones de mantilla, suben la montaña para entregar personalmente sus ofrendas.
“Creo que al unirnos podemos aprender, y también hemos podido compartirles nuestras experiencias de cómo ha sido en el norte, de cómo pueden recuperar sus tierras y sus lugares sagrados”, agrega Harvey, quien, junto con su esposa, Fansea, y su hijo Azaia cumple su tercer año peregrinando. Como madre, Fansea habla de la importancia de enseñar a los niños que estas culturas existen y que son mucho más ricas en contenido que lo que a ellos les enseña la televisión, e incluso la escuela.
“Yo traigo a mis hijos porque quiero que conozcan esto. La cultura dominante está en un camino que es destructivo, y este rezo es sobre la continuación de la vida y sobre nuestra conexión con los elementos. Quiero que tengan estos fundamentos para que, pase lo que pase, estén siempre conectados con la tierra”, dice mientras Azaia, de 12 años, juega con otros niños que se han sumado a la caminata.
Además de compartir al pueblo wixarika sus experiencias y aconsejar sobre la manera de utilizar su condición de pueblos originarios frente a las injusticias del gobierno, integrantes de la Iglesia Nativa Americana se han reunido en una campaña de recaudación de fondos por internet para comprar algunas hectáreas de tierra a ejidatarios que viven en Wirikuta, y entregarlas a los wixarikas para que en ellas cultiven y cosechen el peyote que necesitan para cumplir con sus obligaciones sagradas, sin que estas se vean amenazadas por los intereses económicos de un gobierno que, en momentos, parece no tomarlos en cuenta.
Los miembros del pueblo wixarika viven en situación de extrema pobreza en los altos de Jalisco. Las casas de piedra en las que habitan no cuentan con suelos de cemento, baños, camas ni ventanas. Los caminos para llegar a las comunidades están completamente descuidados y, en temporada de lluvias, transitarlos representa retos que le han robado la vida a más de uno. Sin embargo, cuando rezan no lo hacen por su propio beneficio económico o por su salud física, ni siquiera por el de sus familiares. Como comunidad, los wixaritari recorren distintos puntos del país con la única finalidad de dejar sus ofrendas, de agradecer a la tierra por todo lo que les ha dado y de pedir por que la vida en este planeta pueda continuar.
“El wixa nació para sufrir”, dice Enrique mientras camina con sus ofrendas en una mano, y en la otra, el mango que comerá para romper el ayuno al llegar a la cima. Sus huaraches desgastados no impiden que una astilla penetre la suela y alcance la planta de su pie.
Ellos rezan por lo que nosotros estamos destruyendo.