Las escuelas de Estados Unidos están divididas racialmente como lo estuvieran en la década de 1960. Ahí está el caso de Charlotte, en Carolina del Norte.
RONALD REAGAN llegó a Carolina del Norte el 8 de octubre de 1984, un mes antes de que los votantes estadounidenses decidieran si lo dejarían otros cuatro años en la Casa Blanca. En 1980, cuando compitió contra Jimmy Carter, se llevó el estado con apenas 39,000 votos. Pero era una nueva mañana en Estados Unidos, y el mandatario estaba de un muy buen humor cuando comenzó su mitin en el centro de Charlotte, poco después del mediodía.
Como es costumbre en la política, Reagan elogió al público y, luego, a sí mismo. Muy pronto, se puso a atacar a los demócratas, a quienes acusó de tener al pueblo “cautivo bajo custodia del Estado”. Más que ciudadanos, lo que querían era dependientes. Y en vez de escuchar a los estadounidenses, los liberales les decían qué tenían que hacer. Para ejemplificar este argumento, Reagan hizo referencia a un tema ferozmente debatido en todo el sur: la orden de las cortes de integrar las escuelas públicas, y los autobuses amarillos que hicieron realidad esa integración, transportando niños blancos a escuelas de mayoría negra, y niños negros a las escuelas para blancos.
Sin embargo, no hubo vítores, nadie aplaudió; solo se escuchó el profundo silencio que acompaña a una nota desafinada. Y cuando la reacción finalmente llegó, fue en la forma de un editorial del Charlotte Observer, con el escueto título de “Se equivocó, señor presidente”. Los editores del diario reprendieron a Reagan, escribiendo que el “mayor logro [de Charlotte] en los últimos 20 años no es el nuevo e impresionante perfil de la ciudad, ni su economía fuerte y creciente. El logro del que más se enorgullece son sus escuelas completamente integradas”.
La afirmación era cierta en aquellos días. Charlotte-Mecklenburg (dicho distrito incluye los suburbios circundantes de Charlotte, en el condado de Mecklenburg) había logrado una auténtica paridad racial en sus escuelas, y lo consiguió sin la violencia ni el rencor que solían acompañar esfuerzos similares; no solo en el sur, sino también en ciudades del norte como Boston y Chicago. Y así, mientras los opositores de la integración sepultaban un autobús escolar en Memphis, Tennessee, los autobuses circulaban libremente en Charlotte. Conocida durante años como la “Ciudad Reina”, Charlotte se había ganado un sobrenombre nuevo y envidiable: “La ciudad que hizo funcionar la desegregación”.
Ese sobrenombre no podría aplicarse en estos momentos. En 2018, Charlotte tiene el aspecto de la mayor parte de las ciudades estadounidenses, donde las escuelas están casi tan segregadas como lo estuvieron hasta 1954, antes de la decisión de la Suprema Corte en el caso Brown contra el Consejo de Educación, la cual declaró que las escuelas “separadas, pero iguales” eran anticonstitucionales. Algunas ciudades, como Nueva York, nunca integraron, realmente, sus escuelas pues durante décadas se ocultaron detrás de la pantalla del liberalismo norteño. Muchas otras acataron las órdenes de la corte, aunque lo hicieron de mala gana y solo de manera incompleta, ya que nunca convencieron a la gente de que la integración era un bien común. Charlotte fue una de las contadas ciudades que hizo que sus ciudadanos creyeran en la integración y, a su vez, esos ciudadanos hicieron que la integración funcionara. Mas el abandono de aquel experimento ha sido revelador… y absoluto.
A principios de este año, el distrito Escuelas de Charlotte-Mecklenburg (CMS, por sus siglas en inglés) publicó un informe titulado “Romper el vínculo”, el cual explora la relación entre pobreza y educación. Una sola oración, en la introducción, resume de manera lóbrega el estado de las cosas: “Si naces pobre en Charlotte, es probable que sigas así”. En una escuela de “baja pobreza” (es decir, una escuela donde menos de un cuarto del alumnado califica para un programa de desayuno y almuerzo gratuitos), 95.2 de los estudiantes se gradúan; en una escuela de “alta pobreza”, solo 77.6 por ciento de los alumnos se gradúa, y más de la mitad de los estudiantes califica para el almuerzo gratuito. En estas últimas, los profesores son más jóvenes y menos experimentados; hay más problemas de disciplina; y los resultados de los exámenes son más bajos.
Los vínculos entre pobreza y educación también están relacionados con la raza. “En términos de todos los años escolares, las escuelas de baja pobreza estaban integradas por una mayoría de estudiantes blancos”, reveló el informe, “mientras que, en las escuelas de alta pobreza, la mayoría de los estudiantes eran negros o hispanos”. Tal era el nexo tóxico que Charlotte trató de disipar alguna vez. Y lo hizo exitosamente. Tanto así, que sus escuelas figuraron en la primera plana de The Wall Street Journal en 1991. No obstante, apenas una década después, el experimento terminó y ahora, desperdician las ganancias de aquella época.
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James Ferguson es un abogado de derechos civiles que colaboró con el esfuerzo legal para desegregar las escuelas de Charlotte. Eso fue hace 50 años. Y aunque se resiste a creer que el trabajo fue inútil, una vida de combatir la discriminación le previene contra el optimismo. La historia está plagada de decepciones, incluidas las personales. Cursaba la secundaria en una escuela segregada de Asheville, Carolina del Norte, cuando la Suprema Corte emitió el dictamen de Brown. Igual que muchos, Ferguson pensó que las cosas cambiarían de inmediato; pero no hubo cambio alguno, porque la gente de Birmingham, Alabama, no tenía intenciones de recibir órdenes de Washington. La nación cumplió la promesa de Brown solo porque hombres y mujeres como Ferguson la forzaron a cumplir; y ahora, es aplastante ver que la nación se retracta de esa promesa. Ferguson es un líder civil de Charlotte, un personaje influyente, y la tristeza lo atenaza. Creyó haber ganado una batalla, y resulta que la perdió. “No hay un núcleo de personas que presionen, activamente, por la desegregación escolar”, lamenta. “Estamos casi como al principio”.
ATEMORIZADOS, BLANCOS Y CLASE MEDIA
El autobús bien podría ser el símbolo más poderoso de la lucha afroestadounidense por la equidad racial durante el siglo XX. El 1 de diciembre de 1955, un autobús amarillo limón, de poca altura y con el número 2857, se convirtió en el epicentro del movimiento por los derechos civiles en Montgomery, Alabama, cuando la costurera Rosa Parks se negó a moverse a la parte posterior donde los negros eran forzados a sentarse. Casi una década después, cuando el presidente Lyndon B. Johnson se dio a la tarea de implementar la decisión Brown, el autobús escolar amarillo se convirtió en el vehículo del desarrollo social; y también, de los arraigados temores de que harían muy difícil ese progreso.
Matthew Delmont, autor de Why Busing Failed, ha concluido que, en 1957, Nueva York fue escenario de la primera protesta de los progenitores blancos contra el uso de los autobuses para responder a los desequilibrios raciales en las escuelas públicas. Sucede que Nueva York quedó exenta de la decisión Brown porque, por ley, sus escuelas no estaban segregadas, como las del sur. Eso ocasionó que los residentes blancos enfurecieran, porque sentían que nada habían hecho para segregar las escuelas y, por consiguiente, no debían forzarlos a integrarlas.
Los periodistas estaban muy al tanto de estos temores, y algunos los explotaron deliberadamente. Un artículo de The Wall Street Journal advirtió que el Consejo de Educación de la ciudad “propone el uso extensivo de autobuses financiados por la ciudad, a fin de crear escuelas racialmente equilibradas”. Delmont opina que esa fue la primera vez que un medio de comunicación nacional utilizó el fantasma del “busing” [transporte escolar] para asustar a los blancos de clase media (desde hacía décadas que los autobuses transportaban niños, y muchos distritos ya utilizaban criterios raciales en sus decisiones de zonificación para mantener segregadas las escuelas).
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La campaña de temor dio resultado, y alentó a los diarios y a las estaciones de televisión para que informaran, con gran avidez, sobre lo que dio en conocerse como “busing forzado”. Como era de esperar, los opositores del busing encauzaron su ira hacia la burocracia educativa, a la que acusaron de ingeniería social. Una carta dirigida a la administración escolar central de Nueva York le expuso así: “El negro está emergiendo de la ignorancia, del salvajismo, de la enfermedad, y de una falta absoluta de cultura. ¿Es necesario endilgar el negro a los estadounidenses blancos para obedecer las reglas?”.
A pesar de un vacilante intento de integración que inició en 1957, poco cambió en Charlotte durante la década de 1960. El busing solo llegó a la ciudad después de 1969, cuando una corte de distrito federal dictó sentencia en el caso Swann contra el Consejo Educativo del Condado de Charlotte-Mecklenburg, una demanda que presentó un predicador afroestadounidense, quien no lograba entender por qué su hijo tenía que asistir a escuelas segregadas. El juez del caso fue un sureño blanco que no tenía convicciones liberales particularmente fuertes, aunque también sabía que no existía un fundamento jurídico contra quienes se resistían a la integración. “Cuando la ley exigía la segregación racial, nadie invocó la teoría de la escuela de barrio para permitir que los niños negros asistieran a las escuelas blancas más próximas a su lugar de residencia”, escribió el juez. “No hay razón, más que la emoción… para que los autobuses escolares no puedan usarse… para desegregar las escuelas”.
Y así, el 9 de septiembre de 1970 dio comienzo el busing en Charlotte, con 525 autobuses que hacían las veces de un ejército de integración. Los progenitores blancos protestaron y Charlotte, que afirmaba ser una ciudad del “Nuevo Sur”, se puso a aguardar con angustia para averiguar si su afirmación era más que una ingeniosa estrategia de mercadotecnia.
ADIÓS, BLANCOS EN FUGA
La integración terminó por parecerse mucho a la guerra. Multitudes salían a recibir los autobuses que transportaban niños negros a los vecindarios blancos, donde los blancos lanzaban piedras e insultos raciales, y los niños blancos dejaron de asistir a las escuelas. Los estadounidenses miraban los televisores —que, para entonces, podías encontrar en casi todos los hogares del país— preguntándose si, algún día, sería posible lograr la reconciliación racial.
Era el año de 1974, y en vez de Charlotte, la ciudad era Boston, donde una orden de la corte había decretado que los blancos del sur de Boston debían llegar a un acuerdo de busing con los negros de Roxbury. Y los resentidos residentes de “Southie”, sintiendo que jueces y políticos estaban forzándolos a integrarse, respondieron con demostraciones de violencia y rabia más propias del sur que de aquella ciudad de patricios y académicos.
Entre tanto, a unos 1,300 kilómetros al sur, las cosas marchaban muy bien en Charlotte, que iniciaba su cuarto año de escolarización integrada. Confundidos y horrorizados al mirar las noticias de Boston, los alumnos de West Charlotte High School —que rápidamente se había convertido en la pieza central del éxito de la ciudad— decidieron hacer algo novedoso: invitaron a los estudiantes de Boston a visitar el sur, para demostrarles que era posible lograr la integración pacífica en beneficio de todos los alumnos. Aquel noviembre, cinco bachilleres viajaron a Charlotte. “Creo que todos los miembros KKK del sur me escribieron una carta personal, llamándome amante de negros y haciendo amenazas”, recordó Sam Haywood, el entonces director de West Charlotte, durante una charla que sostuvo, muchos años después, con la historiadora Pamela Grundy. Y añadió: “Sabes, si los adultos se quitaran del camino, los chicos podrían resolver la mayor parte de los problemas”.
Aun así, los adultos ayudaron a resolver el problema de Charlotte. De manera específica, los adultos blancos y acaudalados que, aparentemente, tenían menos que ganar con la integración. Algunas de las familias más prominentes de la ciudad decidieron enviar a sus hijos a West Charlotte High School, señal de que tenían interés en el experimento de integración. También es posible que hubiera algo de egoísmo en eso: el deseo de aislar a Charlotte de otros símbolos de conflicto racial, como Birmingham y Montgomery. Como haya sido, pusieron a sus hijos en los autobuses escolares en vez de limitarse a mirar, como hacían los blancos de clase media y trabajadora.
Los dos bandos estaban nerviosos a causa del experimento. Como recordó un estudiante afroestadounidense, años después: “[La gente] pensaba que habría tensiones raciales todos los días. ‘Aquí vamos de nuevo. Las noticias de las seis de la tarde. Otra revuelta en West Charlotte’. Pero nunca ocurrió”. Blancos y negros hicieron el esfuerzo requerido. No fue una unión impecable, mas los remaches resistieron.
A la larga, la integración se volvió normal en Charlotte, lo cual confirió a la ciudad una condición excepcional a los ojos de la nación. Durante sus ocho años en la Casa Blanca, Reagan designó 364 jueces a las cortes federales, y muchos de ellos pudieron haber implementado su agenda conservadora y antigubernamental, la cual incluía su oposición al busing. Su sucesor, George H. W. Bush, dirigió una campaña racial divisiva sustentada en el temor visceral ante la criminalidad negra. En 1991, un video de policías blancos que golpeaban a Rodney King, un residente negro de Los Ángeles, confirmó el nuevo ánimo de hostilidad racial; o peor aún, que la hostilidad racial jamás ha desaparecido.
Dos meses después de que los estadounidenses se enteraron de los abusos cometidos contra King, The Wall Street Journal informó sobre lo que sucedía en West Charlotte. El diario elogió a la escuela como una “imagen cálida de la juventud estadounidense integrada”, una visión difusa, aunque esperanzadora, del tipo de sociedad que hemos tratado de lograr desde hace medio siglo. Sin embargo, cuando se publicó el artículo, ya había quienes intentaban arruinar el experimento.
“LA RAZA NO ES EL PROBLEMA”
A primeras horas de la mañana del 17 de enero de 1994, un violento terremoto sacudió Los Ángeles. Después de eso, Bill Capacchione recuerda que su esposa le dijo que había llegado la hora de marcharse. La mujer era oriunda del sur de California, y aquel sismo la había aterrorizado. “Si este no es el Big One, no quiero estar aquí cuando llegue”, dijo la mujer de Capacchione. Este propuso Phoenix como alternativa relativamente cercana. Hace demasiado calor, respondió ella. Capacchione había estudiado en la Universidad de Campbell, Carolina del Norte, así que sugirió una ciudad localizada a unos 200 kilómetros al oeste de aquella escuela: Charlotte.
Más o menos por esa época, mucha gente pensaba en emigrar a Charlotte que, en fecha reciente, se había convertido en el tercer centro financiero más grande del país, después de Nueva York y San Francisco. El mismo año en que llegó Capacchione, The New York Times escribió sobre la “cultura corporativa, implacablemente optimista y llamativa” de Charlotte. El “centro [de la ciudad]… es un centro de negocios vital, y su geografía verde, y su estilo relajado y amistoso la convierten en un lugar atrayente”, afirmó el artículo.
Los recién llegados tal vez trabajaran en el centro, pero no vivían allí. La mayoría se estableció en los suburbios, en el norte y sur de la ciudad. Los nuevos residentes, como los Capacchione, provenían del oeste y del noreste, donde las escuelas estaban fuertemente segregadas, pero pocos lo atribuían al racismo; para muchos, la segregación era un accidente histórico. La realidad es que nada de accidental tenían las fuerzas que transformaron en guetos lugares como Brownsville, Brooklyn o el South Side de Chicago. No obstante, como la policía de aquellos vecindarios no había dispersado a los manifestantes con cañones de agua, era más fácil ignorar la segregación.
Charlotte había hecho frente a su pasado segregacionista, y esa confrontación produjo un sistema escolar notablemente exitoso. Pero para quienes no habían vivido allí en la década de 1970, durante los primeros e inciertos años de la integración, el programa de busing resultaba frustrante y nada agradable. La resistencia comenzó a diseminarse, sobre todo en los suburbios. Y ya en 1988, un progenitor se quejó de que Charlotte era “un modelo para trasladar a los niños de un extremo del país al otro y, en modo alguno, un modelo de excelencia educativa”.
Las autoridades escolares de Charlotte habían percibido un resentimiento creciente hacia la integración y, a fin de combatir las críticas de los blancos suburbanos, durante la década de 1990 crearon varias escuelas “magnet” (imán), las cuales atraerían alumnos de todo el país (las escuelas magnet son una solución atractiva, pues prometen excelencia académica e integración; con todo, no son una solución particularmente buena para escalarla).
Uno de los nuevos programas magnet más populares en Charlotte era Olde Providence Elementary School, una primaria ubicada en el sureste del centro de la ciudad, la cual fue expandida en 1992. Fue allí donde Capacchione intentó inscribir a Cristina, su hija de seis años, pero le negaron el ingreso. Capacchione hizo otro intento, mas no consiguió lugar. El 5 de septiembre de 1997, Capacchione interpuso una demanda contra Escuelas de Charlotte-Mecklenburg (CMS) argumentando que estaban discriminando a su hija blanca con base en su raza y porque “consideraban que no era lo bastante inteligente para ingresar en Olde Providence”, según declaró en el juzgado.
Cinco familias se sumaron a la demanda. Argumentaron que Charlotte había dedicado 30 años a integrar sus escuelas. Afirmaron que habían hecho tan bien su trabajo, que no era necesario que siguieran haciéndolo. Larry Gauvreau, otro recién trasplantado a Charlotte y parte de la demanda, opinó que el sistema escolar estaba “completamente desegregado” y que era “absurdo” sugerir lo contrario.
El 9 de septiembre de 1999 —exactamente 29 años desde que iniciara el busing—, el juez federal Robert Potter emitió su dictamen en el caso Capacchione. Como ciudadano privado, Potter se había opuesto al proyecto inicial de desegregación de 1970. Además, era aliado de Jesse Helms, el senador segregacionista del estado. Designado por Reagan en el cargo federal, Potter se había ganado el apodo de “Maximum Bob”, debido a la dureza de sus sentencias. El juez se mostró de acuerdo con Capacchione al escribir que “la Corte está convencida de que Escuelas de Charlotte-Mecklenburg, en la medida de lo razonablemente previsible, ha cumplido de buena fe con la orden de desegregación emitida hace 30 años; que los desequilibrios raciales existentes hoy en las escuelas ya no son vestigios del sistema dual; y que es improbable que el consejo escolar regrese a un sistema intencionalmente segregativo”.
De esa forma, terminaba el experimento de integración en Charlotte, y la ciudad recibió la orden de cancelar su programa de busing. “La decisión —comentó The New York Times— tiene una importancia simbólica enorme para la institución existente del busing ordenado por las cortes”.
En adelante, los niños tendrían muchas más probabilidades de asistir a las escuelas de sus vecindarios. Y como los propios vecindarios permanecían segregados, eso significaba que tenían muchas más probabilidades de asistir a una escuela con niños semejantes a ellos. Esto representó un problema para algunos, y para otros —los que aplaudieron la decisión de Potter— fue el remedio.
Cuando Potter anunció su decisión, Capacchione ya no vivía en Charlotte. Su esposa echaba de menos a su familia, y los Capacchione regresaron al sur de California. Aún viven allí hoy día, en la ciudad costera de Torrance, cerca de Los Ángeles. Capacchione explica que Cristina, su hija, “asistió a escuelas del barrio”, a las que siempre pudo ir caminando. “Para mí, la raza no es el problema”, asegura Capacchione. “No creo que las oportunidades de cualquier niño deben estar limitadas por su raza o por el lugar donde vive”.
En cuanto al primer punto, pocos estadounidenses estarían en desacuerdo, al menos en principio. Con todo, la segunda afirmación es más compleja. La finalidad del busing era evitar que los niños negros quedaran relegados a las escuelas de los barrios pobres. Y eso no podría ocurrir a menos de que progenitores como los Capacchione estuvieran dispuestos a renunciar al acceso a escuelas suburbanas superiores. El problema es que terminaron por considerar sus propias escuelas —las “escuelas de barrio”, una frase vibrante de insinuaciones rockwellianas— como una especie de derecho constitucional. Y no existe tal derecho, como tampoco existe el derecho inherente a los semáforos en vez de a los señalamientos de tránsito.
A Capacchione pareció intrigarle que alguien quisiera hablar de la decisión de la corte. Para él, es una noticia vieja. “Es probable que lo hiciera de nuevo”, dice, sobre su demanda. Y no es fanfarronería. Puedes escucharlo en el tono de su voz: no se arrepiente de nada.
EL COSTO DE LA SEGREGACIÓN
Keith Lamont Scott estaba sentado en su camioneta, aguardando a que su hijo llegara en un autobús escolar. El vehículo se encontraba estacionado en un complejo de apartamentos en el noreste del centro de Charlotte, un área eminentemente pobre, donde la población escolar es de mayoría negra y latina. Era el 20 de septiembre de 2016, poco antes de las cuatro de la tarde. En unos momentos, Scott estaría muerto.
La policía acudió al lugar en busca de otro hombre. Los agentes dijeron que vieron a Scott en su vehículo, con un arma. Su familia insiste en que estaba leyendo. Su esposa, Rakeyia Scott, hizo el video de lo ocurrido. Puedes verla acercándose a los oficiales, quienes han sacado sus armas y rodeado a su marido. “No le disparen”, grita.
Pero abrieron fuego. Nunca encontraron un libro. Pero sí un arma. El oficial que disparó y mató a Scott —Brentley Vinson, un joven de raza negra— fue exonerado de todos los cargos. Black Lives Matter y otros grupos activistas lanzaron protestas que consumieron la ciudad durante días, mientras policías en uniforme antimotines tomaban las calles de Charlotte como un ejército invasor. De pronto, la joya reluciente del Nuevo Sur perdía su fulgor.
Scott fue abatido con dos balas; fue condenado por la historia y por la demografía, fuerzas impersonales que convergieron en él una tarde de viernes. Solo pregunta a Anthony Foxx. Hoy cuenta 46 años, lo que significa que es unos años mayor que Scott cuando le quitaron la vida. Foxx creció en Charlotte, donde asistió a escuelas integradas, incluida West Charlotte High School. Después estudió en Davidson College, una de las mejores universidades de humanidades del sur y, posteriormente, en la escuela de derecho de la Universidad de Nueva York. En 2009, fue electo alcalde de Charlotte, la persona más joven que jamás haya desempeñado dicho cargo, y apenas el segundo alcalde afroestadounidense en la historia de la ciudad. Cuatro años más tarde, el presidente Barack Obama lo eligió para servir como director del Departamento de Transporte federal. “Creo que muchos de los chicos blancos que asistieron a West Charlotte probaron tanto de la experiencia negra como era posible para cualquier persona blanca en aquellos días”, comenta Foxx. “Para los chicos negros, como yo, los blancos eran nuestros homólogos. Fue la condición más igualitaria que he tenido en cualquier época de mi vida, incluso desde entonces”.
Foxx advierte que no se debe mitificar el pasado integrado de Charlotte. Por ejemplo, recuerda que había pocos estudiantes afroestadounidenses en las clases avanzadas. No obstante, el impacto de la experiencia integrada permanece con él. “Considero que los blancos, los negros y otros con quienes fui a la escuela en aquellos años son, sin duda, individuos más completos y perciben la cultura estadounidense bajo una luz más auténtica que la mayoría”, prosigue. “Porque vieron, aunque fuera durante un periodo breve, el tapiz que conforma a esta nación”.
Cuando Foxx fue electo alcalde, la decisión Capacchione contra las Escuelas Charlotte-Mecklenburg había resegregado, en gran medida, las escuelas de Charlotte. La consecuencia fue que los corredores de bienes raíces pudieron atraer compradores con la promesa de que sus hijos tendrían un lugar garantizado en alguna escuela suburbana prestigiosa, pues ya no existía el temor de que los autobuses escolares los transportaran a otra parte. ¿Y qué suele abrillantar la reputación de una escuela? La composición racial, más que el logro académico. “Aún si consideramos los parámetros de calidad escolar —dice Amy Hawn Nelson, investigadora educativa de la Universidad de Pensilvania— las familias blancas tienen más probabilidades de elegir una escuela blanca que una escuela de alto desempeño”.
Algunos rectores escolares han hecho esfuerzos para esquivar el dictamen, creando más escuelas magnet e implementando programas de “reasignación de alumnos” que pugnan por la integración, aunque de manera muy mesurada. Sin embargo, más poderoso es el esfuerzo por contrarrestarla. La internet permite que los progenitores analicen la demografía y el nivel académico de cada escuela. Y si pueden inscribir a su hijo en Providence —una de las mejores escuelas de la región—, lo harán. ¿Quién no? Además, gracias a Capacchione, pueden hacerlo sin necesidad de una demanda federal.
Casi todas estas personas son liberales: el condado de Mecklenburg votó dos veces por Obama, mientras que Hillary Clinton casi duplicó el voto total de Donald Trump en 2016. Eso sí, una cosa es votar en el gimnasio escolar por un político que jamás has visto y otra, muy distinta, ver que tu hijo sube por los escalones de un autobús amarillo. Hubo una época en que el voto y la educación pública se consideraban parte del mismo conjunto de conductas denominadas, colectivamente, “participación cívica”. Eso se acabó, sobre todo si está en juego una beca para Stanford.
Foxx ha visto con consternación la resegregación de la ciudad. Lo que experimentara en West Charlotte debió ser el inicio de algo esperanzador; en vez de ello, fue un final. “Ha sido interesante ver que mis amigos de aquel tiempo regresan, más o menos, a las áreas de la ciudad donde crecieron”, apunta.
Interesante, sí; y en el caso de Scott, trágico. Es evidente que la resegregación escolar no lo mató, pero contribuyó a crear una sociedad dual. Tras el asesinato de Scott, el sociólogo Clint Smith escribió en The New Yorker que “no podemos separar la resegregación escolar aprobada por el Estado, y que experimentan los estudiantes negros y pobres de Charlotte, del asesinato policiaco de un hombre negro que esperaba a que su hijo se apeara del autobús de la escuela primaria”.
Es algo que se sabe desde hace mucho tiempo. Tras la agitación civil del verano de 1967, el presidente Johnson estableció una Comisión Nacional Asesora sobre Desórdenes Civiles. Mientras aún se disipaba el humo de las revueltas de Newark y Detroit, la Comisión redactó un informe que identificó numerosas razones para la agitación; entre ellas, las escuelas públicas. “La hostilidad de los progenitores y los estudiantes negros hacia el sistema escolar está generando crecientes conflictos y causando trastornos en muchos distritos escolares de las ciudades”, advirtió el informe.
Los criterios actuales están más fundamentados en datos. No obstante, en cuanto concierne a la integración escolar, las conclusiones de los estudiosos no difieren mucho de la década de 1960. Rucker Johnson, economista laboral de la Universidad de California, Berkeley, ha estudiado los efectos de la resegregación. En un artículo de próxima publicación, compara los resultados de vida de los alumnos que han asistido a escuelas integradas contra quienes estudiaron en escuelas donde las cortes retiraron la orden de integración. Johnson halló que la resegregación “causó que los afroestadounidenses tuvieran incrementos significativos en la probabilidad de ser arrestados, de ser convictos de un crimen, y de ser encarcelados en la adultez”. También mostraron mayor probabilidad de percibir ingresos más bajos.
En cuanto a los blancos, quienes no experimentaron efectos negativos debidos a la integración, Johnson estableció que la resegregación conduciría a que “no tengan diversidad racial entre sus amigos al alcanzar la adultez, vivan como adultos en vecindarios sin diversidad racial, expresen preferencias significativamente más fuertes por parejas de la misma raza, y tuvieron significativamente menos probabilidad de haberse involucrado alguna vez en una relación interracial”. Johnson afirma que la resegregación es un “fracaso de mercado” porque conduce a resultados no solo desfavorables, sino también costosos; pues es más barato educar a un niño que encarcelar a un adulto.
“LA MALA EDUCACIÓN DE NUESTROS HIJOS”
Hoy día, el distrito Escuelas de Charlotte-Mecklenburg se encuentra bajo la dirección de Clayton Wilcox, quien llegó a Carolina del Norte procedente de Maryland. Wilcox reconoce que ya no es posible llevar a cabo el tipo de integración autoritaria que antaño se practicó en Charlotte. “No creo que exista ese apetito, excepto en muy contadas personas”, me dice Wilcox, después de preguntarle por la posibilidad de revivir el busing. “Los métodos de antaño” ya no aplican, añade. “Tienes que crear estupendas escuelas en todas partes”, refiriéndose a proporcionar fondos adecuados para las escuelas de los barrios pobres.
La investigación que Johnson hizo en Berkeley confirma que un mayor gasto puede aliviar en parte, mas no todos, los efectos de la resegregación. No obstante, para algunos, “gasto” es una palabra tan impronunciable como “busing”.
Wilcox no había llegado a Charlotte cuando mataron a Scott y se desataron las protestas. De modo que se refiere al asesinato como evidencia de que algo marcha mal en la ciudad, y también en sus escuelas. “Estamos juntos en esto”, dice. “Muchas de las cosas que tememos son consecuencia de la mala educación de nuestros hijos”.
Sin embargo, algunos no comparten ese sentimiento de unidad. El año pasado, Charlotte-Mecklenburg aprobó una propuesta de bono por 922 millones de dólares, lo cual enfureció a los habitantes de la región norte del condado de Mecklenburg, una zona de rápido crecimiento. No construirán escuelas allí. Y Jim Plunkett, un funcionario del condado que se opone al bono, afirma que la escasez de escuelas en la parte norte del condado es deliberada, a fin de forzar a los residentes de los suburbios (no todos son blancos) a enviar a sus hijos a escuelas más próximas al centro de Charlotte, integrándolos sin siquiera decirlo.
Algunos suburbios del norte incluso han amenazado con separarse del distrito Escuelas de Charlotte-Mecklenburg, creando así sus propios distritos escolares. La secesión escolar se ha convertido en una estrategia popular para evitar la integración, sobre todo en estados que controlan las legislaturas republicanas, las cuales han facilitado que los municipios se separen de distritos escolares más grandes. Un informe publicado el año pasado por la organización no lucrativa EdBuild, descubrió que 71 distritos de todo el país han intentado separarse desde el año 2000. Más de la mitad de esas secesiones ha sido exitosa, y los distritos cismáticos son más blancos y más ricos que los distritos de los que solían formar parte. “Los progenitores tienden a ser bastante egoístas”, asegura Plunkett. “Vienen a negociar con ciertas creencias”. Y agrega que la creencia que prevalece en Charlotte es que las escuelas públicas no funcionan. Los blancos huyen a los suburbios, mientras que los progenitores afroestadounidenses optan por escuelas privadas, las cuales se han convertido en símbolo de la resegregación voluntaria. “No creo que la ciudad de Charlotte abandone a los niños en riesgo”, prosigue. “Eso no va a ocurrir”.
Lo más probable es que los niños abandonen las escuelas de Charlotte.
“VENDIMOS EL ALMA”
Hay una famosa fotografía que muestra a Dorothy Counts en su primer día de clases. Fue hecha el 4 de septiembre de 1957, mientras caminaba hacia Harding High School para iniciar el noveno grado. Counts lleva un vestido a cuadros con un lazo blanco largo; su padre se encuentra a la izquierda, con camisa blanca y pantalón de vestir, y mirando ceñudamente al frente. Los dos van rodeados de jóvenes blancos burlones. En una de las célebres imágenes de aquella mañana, unas manos blancas forman cuernos de demonio detrás de la joven. Counts fija la mirada en la distancia, torciendo la boca e ignora, deliberadamente, a los intolerantes que la envuelven como una densa nube de mosquitos.
Counts solo quería ser una estudiante. Pero, debido a su raza, fue una agente de la integración. No duró mucho en las escuelas de Charlotte. El acoso de los blancos locales tuvo el efecto pretendido y, al cabo de varias semanas, la enviaron a vivir con unos parientes en Filadelfia, donde terminó su educación. Transcurriría más de una década para que Charlotte empezara, seriamente, a integrar sus escuelas.
Counts (ahora, Dot Counts-Scoggins) vive actualmente en Charlotte. Trabajó durante años en educación infantil temprana, aunque ya se ha jubilado. Antaño envilecida, hoy es celebrada. La biblioteca de Harding lleva su nombre. La revista Charlotte la consideró una de los ciudadanos más esenciales de la ciudad. “En cierto sentido, hoy la necesitamos más que nunca”, afirmó la publicación, a fin de que, en esta era de animosidad renovada, Charlotte no olvide lo que hizo con ella todos esos años.
Counts-Scoggins no lo ha olvidado. “Me decepciona mucho ver lo que ha pasado en Charlotte”, dice, acerca de la desintegración de las escuelas de la ciudad. “Siempre he dicho que esto no ocurrió en Charlotte de la noche a la mañana. Es algo que venía ocurriendo, y que la gente, simplemente, ignoró”.
La integración es una labor muy ardua, el trabajo de muchas generaciones. Y tal vez no sea una tarea particularmente gratificadora para quienes deben llevarla a cabo. En cambio, la segregación es muy natural, difícil de expulsar, y siempre está deseosa de regresar. La integración podría mostrar sus beneficios en 50 años, pero ¿quién está dispuesto a esperar tanto? Somos una especie impaciente, cada vez más escéptica de las cosas que no vemos.
Y, sin embargo, la segregación pasa factura. Justin Perry estudiaba en West Charlotte High School cuando se enteró de la decisión de Potter, en 1999. Recuerda que salió de la escuela y fue al centro de la ciudad, a protestar en el juzgado. Perry se había dado cuenta de que el juez explotó los temores raciales para destruir uno de los pocos lugares donde negros y blancos, juntos, habían resuelto esos temores. “De hecho, hablamos de esas diferencias en nuestro espacio”, agrega Perry, quien es afroestadounidense. Si bien es demasiado joven para haber vivido la segregación, sabe que el busing jamás ha sido, meramente, una cuestión de usar vehículos para transportar niños a las escuelas. “Esto no se trata del busing”, insiste. “Se trata del destino final de ese viaje”.
En opinión de Perry, quien todavía recuerda el día que terminó la integración en West Charlotte, todos salimos perdiendo. Después de graduarse de preparatoria, fue a la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill para obtener los títulos de licenciatura y posgrado. Hoy día, trabaja con jóvenes de Charlotte-Mecklenburg. Algunos de ellos viven en los suburbios para blancos acomodados, adonde huyeron sus progenitores en la década de 1990 a fin de que los niños no tuvieran que asistir a escuelas integradas. Debido a ello, esos alumnos ahora estudian en lo que Perry denomina escuelas “orquestadas por bienes raíces”, donde la presión para alcanzar la excelencia puede conducir al estrés, la ansiedad y otros problemas psicológicos. “No es posible tener una educación de alta calidad sin diversidad”, afirma Perry, quien considera que el retroceso en los esfuerzos de integración apunta a un colapso social más profundo, a una atomización de la sociedad estadounidense. “Vendimos el alma —dice—, y ahora tenemos que enfrentar las consecuencias”.
Es muy probable que el proceso sea doloroso, como lo fue la última vez. El año pasado, los alumnos de Ardrey Kell vociferaron insultos raciales durante un partido de futbol contra William A. Hough, una escuela de mayoría negra. “¡Negrito, más vale que cuides tu espalda! ¡Negrito, mejor pon tu cabeza en un pivote!”, gritaron, aparentemente ebrios.
El director de Ardrey Kell se disculpó, pero pocos se dieron por satisfechos; muchos lo interpretaron como el obediente deber de controlar los daños. Semejante incidente habría sido impensable cuando Perry estudiaba en West Charlotte, cuando parecía que la sutura estaba a punto de cicatrizar. Pero ahora, la herida ha vuelto a abrirse, y está infectada. Solo que el dolor está distribuido de manera desigual. Ardrey Kell es una escuela de mayoría blanca; apenas 21 por ciento del cuerpo estudiantil es negro o hispano. Y está considerada, generalmente, como una de las mejores escuelas de la región.
Entre tanto, West Charlotte es 99 por ciento de minoría, y se encuentra muy por debajo de los promedios estatales en las pruebas estandarizadas de inglés y matemáticas. Antaño el orgullo de Charlotte, este bachillerato necesita ahora que lo arreglen. Y la propia Charlotte, antaño un faro de algo esperanzador y nuevo, ha retrocedido al oscurantismo del pasado.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek