En el frágil y lejano ecosistema de la Antártida, el investigador colombiano Paulo Tigreros sumerge una red para recolectar microplásticos. Sabe que la presencia de partículas diminutas, en uno de los rincones mejor conservados del mundo, es un termómetro sobre la contaminación del planeta.
Como un colador, la malla permite el paso del agua y retiene sólidos que flotan en el Estrecho de Gerlache, un canal natural de unos 160 kilómetros de largo que se supone a salvo del deterioro ambiental que afecta al resto de la Tierra.
Tigreros recolecta las muestras y al regresar a su país determinará con microscopio y otros equipos si contienen microplásticos, partículas hechas con polímeros y otros compuestos tóxicos que pueden ser tan pequeños como la milésima parte de un milímetro.
El biólogo marino, de 51 años, y otros investigadores que navegan en el buque ARC Simón Bolívar de la Armada colombiana sospechan que pueden haber llegado de diversas maneras a la Antártida, punto donde confluyen las aguas del Pacífico, el Atlántico y el Índico.
En esos océanos ya está probada la presencia de esas partículas por mal manejo de los desechos. Fueron fabricadas inicialmente en tamaños minúsculos o son resultado de la degradación física y química de objetos de plástico que tardan cientos de años en degradarse.
“Nosotros pensamos que la Antártica es un continente totalmente alejado, pero está reflejando la problemática ambiental del planeta”, dice el investigador de la Universidad de Bogotá, Jorge Tadeo Lozano, a reporteros de la AFP que acompañan la X Expedición Científica de la Armada.
EN AMENAZA EL “CONTINENTE BLANCO”
Tigreros lamenta que los microplásticos ya sean “omnipresentes” en los océanos, así como en la Antártida, pues sus efectos pueden ser letales para los animales y los ecosistemas.
Una investigación de 2019 realizada por la Universidad de Canterbury de Nueva Zelanda reveló la existencia de microplástico en la nieve de la Antártida, una consecuencia preocupante ante las más de 430 millones de toneladas que se producen al año en el mundo, según la ONU. Pese a su ubicación remota el “continente blanco” está altamente expuesto a amenazas externas, dice Tigreros.
El investigador sostiene que las partículas pueden haber llegado hasta allí de manera natural transportadas por las corrientes marinas que viajan hacia el sur, o incluso de manera involuntaria derivada de la presencia humana en este continente. También pueden viajar en la atmósfera o en las heces de animales que en épocas específicas del año nadan hasta el trópico y luego regresan.
Tigreros lo ejemplifica agarrando con una pinza un krill y algas que acompañan la muestra. El crustáceo se alimenta de esas algas microscópicas denominadas fitoplancton, por lo que debido a su pequeño tamaño las pueden confundir con microplástico.
MICROPLÁSTICOS DE LA ANTÁRTIDA EN LOS INTESTINOS
Carnada de animales más grandes, el krill se infectará, así como el resto de la cadena alimenticia. “Una ballena cuando se alimente de ese krill lo más seguro es que ese microplástico llegue a los intestinos”, afecte su sistema pulmonar, reproductivo y hasta su nado, asegura.
La capa de hielo de la Antártida, donde descansan pingüinos y focas, ya sufre desde hace años por el aumento mundial de las temperaturas. El Organismo Internacional de Energía Atómica de Naciones Unidas alerta que los microplásticos podrían hacerle aún más daño “en la medida en que reduce la reflectancia del hielo, altera la rugosidad de la superficie, estimula la actividad microbiana” y “actúa como aislante térmico”.
Si los glaciares, que concentran 90 por ciento del agua dulce del planeta, se derriten, el nivel del mar aumentaría unos 60 metros, según la Organización Meteorológica Mundial. N
(Con información de AFP)