Acabo de regresar de un viaje a las tierras del Estado de Querétaro, el lugar histórico donde en 1917 se redactó y selló la Constitución mexicana aún vigente, el mismo sitio, donde en El Cerro de las Campanas, fueron ultimados Maximiliano I de Habsburgo, llamado Emperador de México en el espacio breve de tres años, junto a sus generales Miguel Miramón y Tomás Mejía. Este bello y apacible rincón terrenal que cuenta con seis Pueblos Mágicos, uno de ellos, La Peña de Bernal, donde brilla erguido en todo su esplendor ese imponente monolito, el tercero más grande del mundo. El Estado donde las vides cantan alegres y se multiplican ofreciendo sus frutos en forma de excelentes vinos, cada día mejor logrados, doy fe. Aquí también conviven, público y actores en la pasión de las actuaciones, convocados por la magia, más el histrionismo único de Los Cómicos de la Legua, la escuela del talentoso conjunto teatral más antiguo de Latinoamérica.
Todo este relato no sería novedad, sólo pasaría a formar la lista interminable de gente mexicana y millones de turistas que siguen maravillándose por las bellezas inagotables de nuestro país, sino fuera porque para mí, lo nuevo estriba en que nunca se pierde la capacidad de asombro con México. Ahora tocó el turno de visitar estas tierras donde habitaban los antiguos Otomíes, Pames y Jonaces, entre otros grupos Chichimecas. Mañana seguirán asombrando a generaciones venideras, otros lugares de esta vasta civilización prehispánica que cubre todo el territorio nacional encantando siempre a propios y extraños.
Es como si ya hubiésemos visto todo y nos vamos dando cuenta que volvemos a empezar, descubriendo el país una y otra vez, hasta emparentarnos con el infinito.
Este breve periplo por tierras queretanas despertó más el interés que siempre tengo en esta patria mía de adopción donde nacieron mi adorada mujer y dos de mis hijos, donde mi corazón hizo una pausa entrañable para cargarlo de amor y pureza, aquí tengo amigos del alma que coseché con el correr de los años y me brindan su apoyo cálido, su solidaridad, su mano franca, su soporte incondicional, sus consejos y su reserva bendecida de ternura.
Me atrevo a reproducir un texto mío, con algunas actualizaciones, que nunca llegué a publicar y escribí hace un par de años. Tengo la impresión que nunca estuvo tan apropiado con el momento que vivo, los recuerdos que brotan inquietos y el reencuentro con amigos entrañables, que siguen firmes ahí, fertilizando mi alma, llenándome de júbilo.
México está poblado de magia, siempre fue así, aún antes de que, como un poderoso imán, atrajera a todo un pueblo que salió de un mítico lugar llamado Aztlán -lugar de las garzas blancas- y deambuló hasta encontrar el sitio en el que se cumpliera la profecía del Águila y la Serpiente: los antepasados aztecas, nuestros aztecas de la antigua Mesoamérica.
México es un testimonio vivo de esa fuerza mágica que atrajo pueblos enteros, reunió voluntades y pasiones, además de registrar en su memoria, el paso de civilizaciones enteras.
Por ejemplo, los Maya, inventores prodigiosos que lograron simbolizar la abstracción que puede ser la nada o el infinito: el cero. Atravesaron el territorio dejando, tras de sí, la estela de la cultura y asombrosas construcciones que cumplían funciones prácticas y científicas. Habitáculos, sí, pero también observatorios. Templos, sí, pero también eficaces operaciones matemáticas representadas en la piedra de escalones y capiteles, así como formas para ser aplicadas en la medición de los tiempos de cosecha: calendarios. Y toda esa magia sigue en este siglo XXI, aquí, bajo el sol de México en todo su extenso y rico territorio.
Para los ojos de los Maya, seguramente la imagen del azulado Caribe, una especie de espejo cielo-mar majestuoso e impactante, todo un espectáculo continuado que premió con creces su largo y obstinado peregrinaje por esas tierras ancestrales.
Así nacieron las ciudades que hoy visitan multitudes de turistas de todo el mundo: Tulum, refrescada por la brisa marina y en permanente roce con las aguas transparentes que reflejan diferentes colores por sus fondos de coral; Chichen Itzá, en medio de la frondosa selva pero con una firmeza y distribución tan perfecta que todavía nos sigue asombrando. El Caribe mexicano que es hoy Cancún, Isla Mujeres, Cozumel, Xel Ha y Cobá, Chetumal, Playa del Carmen, Xcaret y la Riviera Maya, entre otras maravillas. Impactados por la tupida y húmeda vegetación de Chiapas, el cimbronazo visual y la rica historia de Palenque.
En el norte, la majestuosidad e imponencia de la Sierra Madre, en Chihuahua, la elocuencia y dignidad de su gente Tarahumara, que conforman uno de los mayores grupos étnicos del país, nos muestran otra faceta maravillosa de un paisaje árido, gigante, generoso y penetrante, donde la pequeña mano de los humanos, a pesar de la desigualdad con la enorme naturaleza de su territorio, trabaja denodadamente para seguir haciendo obra.
Estos testimonios siguen aquí, bajo el mismo cielo mexicano; son tiempo y color que siguen dando imágenes de grandeza. México está bajo México, pero cada día sale más a la luz, como el caso del Centro Histórico en pleno Zócalo del D.F., donde se descubrió el Templo Mayor, allá por 1978 cuando un grupo de trabajadores de Luz y fuerza del Centro nos iluminaron con tan fulgurante hallazgo. Debajo de conventos como el de Tepoztlán, una maravilla desde donde pueden verse por sus ventanas y puertas, los cerros silenciosos, misteriosos, en excavaciones superficiales, en actos de reparación y mantenimiento, parecería que afloran los Dioses, los viejos Dioses que mantienen el equilibrio de astros, planetas, hombres, animales y tiempo: Huitzilopochtli, Huehuetéotl, Coatlicue, Xochipilli…Todo el transcurrir del tiempo bajo un mismo sol, el de México, que sale al aire expresado en los viajes interminables de todos los que fueron irremediablemente atraídos por la belleza de su paisaje, que incesantemente se renueva para seguir siendo admirado en cada recodo. Atravesar México en cualquier dirección es una aventura y una fiesta excepcional para todos los sentidos, sin duda, una inyección vital para nuestro espíritu, una transfusión milagrosa y renovadora que reaviva el alma.
Fueron los Mayas, los Toltecas o los Teotihuacanos. Viajeros todos maravillados y a la vez creando maravillas, descubriendo y fundando nuevos deslumbramientos. Luego, los Aztecas, que también llegaron de un peregrinaje, ávidos de hallar un lugar y finalmente fueron premiados con todo un Imperio, que construyeron sobre otras civilizaciones creando un nuevo mundo, hecho de la amalgama de todos los mundos que aquí existieron. Texcocanos refinados en cultura y arte, Coyoacas, Zapotecas, Purépechas, todos ellos fueron rindiendo sus dominios al otro que fundó la Gran Tenochtitlán. Los Aztecas fueron viajeros en el tiempo y bajo el sol de México. Sus rastros están en todas partes, se funden en el paisaje porque son el paisaje mismo. Tenochtitlán aún deja escuchar el sonido de sus caracoles al atardecer. Fueron los Aztecas. Siguen y seguirán siendo, por los siglos de los siglos, ellos, los de más inventiva, los únicos e inimitables.
Y fueron los españoles quienes después de cien años de guerra permanente, llegaron convertidos en la más perfecta máquina de pelear y matar. A sangre, fuego, acero, pólvora, mastines y caballos, dominaron a los más grandes guerreros que habían visto los cielos del Anáhuac. Y viajaron. Maravillados y aterrados confrontaron sus Dioses con los otros Dioses, bañados en lluvia, lodo y más sangre, todo bajo la misma luz incendiada de México. En sus viajes, destruyeron templos, pero nacieron iglesias y poblados, se transformaron las creencias, se mestizaron las sangres, los temores, las alegrías. De todas las razas, nació una nueva: la mexicana. Aún se conservan muchas puras, pero el mexicano nació de este mestizaje, a sangre, agua bendita del suelo nacido y fuego, bajo el implacable, abrazador, puro, poderoso y brillante sol de México.
Contemplaron absortos, playas de arena fina y blanca como jamás habían conocido, faldas playeras al pie de cerros, exuberantes de vegetación, frutos y gente sana, de físico, mente y espíritu, personas hermosas, valiosas y siempre fieles a sus dioses.
Los españoles crearon su señorío de norte a sur y de este a oeste en un territorio que por todas partes ofrece el placer de su clima, de sus atractivos naturales. Y aquí se quedaron. Quien llega a México, se lleva en el alma y el corazón algo de él que lo hará, sin duda, quedarse para siempre o añorarlo y seguramente, regresar algún día.
Y dieron nombre a lo que era su asombro. El lugar rodeado de flores, que era lo que significaba Cuauhnáhuac, se convirtió en Cuernavaca, supongo que por una aplicación fonética equivocada. “Yo no sé”, que se decía Yucatán y que era lo que respondían los habitantes de la península cuando se les preguntaba su nombre, pasó a ser el apelativo de la región. Fonéticas cambiando de sentido el significado de las palabras, pero imponiéndose con su nueva cualidad por sobre lo que era antes. Ejemplo mínimo éste, de la enorme traumática que es toda conquista, el español traía prisa por hacer huella, por crear su lugar en el mundo, por ser algo, por figurar, aunque fuera a la distancia de la sede de ese Imperio, en el que nunca se ponía el sol.
Hidalgo: hijo de algo. Alguien que significara.
Ser.
Y fue. Y lo que fue está en México.
Quizá en la prisa de los inicios no atendió la sutileza del habitante Tenochca, quien no se le opuso tan ferozmente como podía y lo dejó entrar a su casa como si fuera SU casa. Juego de palabras que aún sorprende al extranjero que llega a México, a quienes se nos ofrece la hospitalidad de ser atendidos convirtiendo la casa de ellos en NUESTRA CASA.
La gente de México es su mejor paisaje y la clave principal de su inigualable magia. La hospitalidad del mexicano también se expresa en las delicias de una cocina auténtica, de las más vastas del mundo y que mantiene su pureza y sabor como pocas en el Planeta Tierra.
La cocina mexicana es también un atractivo turístico prodigioso que disfrutaron desde los primeros viajeros míticos, probablemente los Olmecas, hasta los que hoy llegan de todas partes del mundo en modernas naves voladoras y se alojan en el confort de una avanzadísima industria hotelera, la cual ha creado oasis sin sacrificar el entorno. Aire acondicionado, sí, pero también brisa natural en las palmeras. Tragos sofisticados, sí, pero agua de coco, papaya, sandía, melón, mango guayaba, fresa, tejocotes, zapotes y guanábana. Colores y sabores intensos, sutiles, inéditos, provocadores.
Y bajo el sol de México; el tiempo, el sabor, el color, en una misma visión; pirámides ancestrales, templos coloniales, el moderno perfil de un edificio con todos los adelantos de la electrónica, destacando en un paisaje deslumbrante de vivencias e historia única.
En una misma percepción el color asociado como sólo pueden hacerlo los mexicanos, en todas las formas que sólo sus manos pueden lograr en artesanías y verdaderas obras de arte, la cantidad de pintores extraordinarios que ha dado México al mundo, lo dice todo. El maravilloso y sólido sabor de sus confituras y el líquido de sus aguas frescas elaboradas con pulposas frutas, son de un sabor incomparable. Sensación tersa en el tacto de sus pieles cuidadosamente trabajadas, la refinada filigrana del oro manejado con técnicas tan antiguas y valiosas como el mismo metal; máscaras, trajes, barros cocidos, plumas, maderas y piedras preciosas, como la vida misma.
En cada pueblo la música con distintos tonos y las artesanías con distintos tintes, colman las búsquedas más exigentes en cualquier sentido. Desde nuestra Baja California hasta Chiapas; desde Veracruz hasta Puerto Vallarta; desde Monterrey hasta Oaxaca; desde Sinaloa hasta Tampico, México es mágico. Inagotable en sensaciones, en todo lo que el viajero ve y descubre, comienza a operar esa magia sobre sus sentidos.
Y si nos adentramos en la música, ésta requiere y merece la pausa del silencio para poder comprenderla mejor. Sin silencio, la música es sólo ruido. Silencio, pues. En medio de él, surge la dulce melodía del mar que se contagia a los parches de tambores; del entrechocar de ramas, brotan las maderas cantoras de las marimbas. Susurros de palmeras chistando entre las maracas. Cadencia y sensualidad, hasta que un sonido vibrante despierta del letargo y estalla el mariachi en violines, guitarras y guitarrones, trompeta y canto. El huapango tomando el nombre de la madera sobre la que baila su vitalidad, el corrido expresando fascinantes historias de revoluciones, de amores, de amistades, de traiciones. La banda pueblerina, estruendosa y acompasada, compañera de la nostalgia, del paisanaje que lejos sigue llorando el terruño y se baña de lindos recuerdos para ayudarse a vivir. Música completa la de México que también desborda a los sentidos y transmite la magia de la vida.
México también es mágico en su música, en sus voces estrepitosas y en su poesía eterna.
Y la música, como el color, como el sabor, como el paisaje, la forma y el perfume, bajo un mismo sol, su sol, que se funde con el tiempo. Pasado, presente y futuro, que será exactamente igual, siempre igual. Dichosa y eternamente exacto.
El símbolo de la serpiente mordiéndose la cola para crear la sublime imagen de la eternidad. El círculo del cero, pero también la cabeza y el final. El principio y el fin.
La serpiente y el águila. La eternidad. El infinito. El sol y el tiempo en nuestro México, el de todos. La magia sin cesar, renovada para vivirla plenamente. Infinitamente. Todos. A cada instante. Siempre empieza lo que nunca termina. Por eso México es mágico. Eterno. Simplemente, maravillosamente eterno. N
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