Diez feminicidios al día. Es 8 de marzo y en mi país un dirigible sobrevuela la ciudad, esgrimiendo esa cifra infame. Nos agreden, nos matan, nos violan. Nos desaparecen. Ocurre a manos de nuestras parejas, nuestros padres, nuestros tíos.
No importa: es 8 de marzo y nos dejan ponerlo en el dirigible. Nos dejan gritar un día, aunque vallen los edificios de gobierno y los monumentos: por si acaso, no se nos vaya a pasar la mano pidiendo que dejen, por favorcito, de asesinarnos.
Lo decoran todo de morado y los publicistas hacen su agosto. Algunos señores regalan flores, felicitan a las mujeres del chat familiar y mandan fotos de Piolín con el mensaje de “eres especial”. Mandan poemas, mandan música, llevan serenata: con flores, con canciones, no les falles.
Al día siguiente, o tal vez más tarde ese mismo día, mandan también un chiste misógino o una imagen pornográfica a otro chat, el de los cuates. Tal vez, si de casualidad andan despechados, mandan otra canción más fuertecita, o aprovechan para insultar a una exnovia. Humíllate. Dime que no vales nada, que tu mundo he sido yo. Y pobre de la que se queje: qué exageradas, qué locas. Es solo una broma. Es solo una rola. No todos los hombres.
Pasan los meses y otra adolescente aparece muerta en una cisterna. Pero es su culpa, o bien es un “accidente”. En todo caso un accidente del que ella es, a todas luces, culpable: porque salió, porque bebió, porque traía en su bolsa unos condones, hágame usté el favor.
LAS OPINIONES SE AHOGAN CON MÚSICA
Otro caso, otro número, otro nombre de mujer que se comenta en las reuniones. Al final, lo de siempre: se le sube al volumen y las opiniones se ahogan con más música, con otra canción que habla de amor, pero también, como de pasadita, hace apología del feminicidio.
Diez mujeres asesinadas al día, muchas veces por tipos que se supone que las quieren (o deberían quererlas). Y las que quedamos, sobrevivimos tratando de entender cómo es posible que en un país donde pasan estas cosas se cante todavía.
Es tan difícil vivir en un mundo que nos odia. Sobre todo, es dificilísimo vivir en un mundo que, además, nos culpa de todo eso que nos pasa. Cuando hay violencia machista en una relación de pareja, nos culpa incluso la gente que nos rodea: “¿Por qué se deja? ¿Por qué se aguanta? Esas son broncas de dos”.
Nos culpa la opinión pública, nos culpan los medios, nos culpan el cine y la literatura. Nos culpan, también, las mentadas canciones. Las de siempre, las que ponemos en bodas y fiestas de 15 años. Las canciones que intercalan juramentos de amor eterno con amenazas de muerte. ¿Y qué hacemos? ¿Qué se hace cuando la música que nos identifica, que ameniza nuestros festejos, está atravesada por una cultura que romantiza la violencia contra las mujeres? ¿Dónde empieza (cuándo empieza, cómo empieza) la idea de que el romance y la violencia en ocasiones van de la mano?
Como no tengo las respuestas, escribí una novela llena de esas y otras preguntas, intercaladas con las letras de las canciones que forman parte de mi propia banda sonora.
CANCIONES QUE HIELAN LA SANGRE
Canciones que me gustan y a veces canto a gritos en mi sala pero que, si escucho con calmita y ojo crítico, me dejan helada.
No hay sorpresa ni denuncia: es evidente que la música es reflejo de este mismo mundo, de esta misma sociedad que nos aborrece y se solaza en revictimizarnos, a veces a ritmo de ranchera, de bolero, de reguetón. Nuestra educación sentimental está envenenada: se nos dice, una y otra vez, que en nombre del romance hay que aguantarlo todo.
En Sensación térmica, como en la vida, hay mujeres enamoradas de hombres que las celan, las humillan, las agreden… y las culpan de todo lo anterior. Ellas se quedan, acaso porque han aprendido que el amor es así.
¿Qué se hace con la discrepancia entre lo que se siente o lo que se dice en una relación, y lo que realmente ocurre en las relaciones de pareja? Sensación térmica es una novela llena de música, pero, también, de ruido, de disonancia; un espejo de lo que permitimos y justificamos en nombre del amor. O, mejor dicho, de lo que confundimos con amor porque llevamos la vida entera escuchando –o cantando– que así es.
Ojalá el próximo 8 de marzo no haya necesidad de dirigibles; no más cifras funestas flotando y perdiéndose en el aire mientras abajo, en las calles y los bares y las recámaras, siguen tronando las bocinas (y las voces) llenas de amenazas. Ojalá reescribirnos, ojalá reescribir esas letras. Ojalá poder cantar con ganas, ojalá cantar juntas, sin que nos falten voces. N
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Mayte López es escritora y traductora. Ha publicado las novelas De la Catrina y la flaca (2016) y Sensación térmica (2021).