Como madre es común que despierte a las tres de la mañana. Echo a un lado el edredón de plumas y, mientras mi mente se despeja, recuerdo entonces que mi hija no duerme en la habitación contigua.
La casa está en silencio. No hay un perro tendido al pie de mi lecho, ni oigo la suave respiración de la niña de cinco años que suele acostarse junto a mí. Solo escucho el sonido blanco del aire acondicionado; los coches que pasan.
Todos los jueves, viernes y sábados, mi hija Ruby y la mascota familiar pasan la noche en casa del padre. Durante ese tiempo no tengo la responsabilidad de atender y proteger esos 19 kilos que son el amor de mi vida.
Pero el hecho es que, emocionalmente, soy madre de tiempo completo. Es la logística lo que me ha llevado a cumplir con mis deberes a medio tiempo. Y aunque me parece que nuestro arreglo es maravilloso, hay veces en que me resulta doloroso.
Ninguna niña fantasea con divorciarse algún día. Y no llegué a la maternidad pensando que terminaría colgando un calendario de custodia compartida en el refrigerador, o que compraría un libro infantil titulado Dos hogares.
Hace dos años que me separé del padre de Ruby. Y, aun cuando hemos tenido dificultades para renegociar los límites, también hemos construido una amistad de la que estoy orgullosa.
LOS DOS APOYAMOS A RUBY
Un mediador nos ayudó a pactar el esquema que tenemos hoy; y funciona bien, la mayor parte del tiempo. Los dos apoyamos a Ruby durante los “sustos dominicales” de cada semana, cuando debemos intercambiar responsabilidades parentales después de todo un día en familia. Casi siempre terminamos abrazándola con fuerza mientras protesta por la ausencia de alguno de los dos.
El contraste entre mi vida con Ruby y sin ella no puede ser más marcado. Hace unas semanas, en una de mis “noches libres”, empecé a prepararme para una cita con mi novio, con quien he tenido una relación desde hace más de un año.
De pronto, decidí hacer FaceTime con una amiga. Después de ponernos al día, me di cuenta de que estaba amamantando a su bebé mientras la hija mayor trepaba por su espalda exigiendo un bocadillo. Por su parte, mi amiga se puso a observar cómo me aplicaba el rímel, envuelta en una bata de felpa. “Por Dios, ¡qué suerte tienes!”, exclamó.
Reconozco que soy afortunada en muchos sentidos. Cuando hablo de nuestro calendario con mis amigas —casi todas, madres de tiempo competo—, puedo ver la envidia en sus miradas.
Concluida la sesión de Zoom de educación en casa, superados el duelo de otro pececito muerto y las rabietas de los calcetines que no “se sienten bien”, el tiempo que queda para mí se antoja como un día en el spa. Y si a eso sumamos que Ruby se encuentra en manos de un coprogenitor fabuloso que comparte, abiertamente, todos los altibajos del día, podría afirmar que me saqué la lotería de la maternidad.
ANHELO BESAR SU CABEZA
Eso sí, cuando despierto a las tres de la mañana me siento abrumada por lo mucho que la echo de menos. Anhelo besar su cabeza mientras duerme, y aspirar profundamente el dulce olor de su cabello.
Me angustia no estar a su lado para tranquilizarla si tiene su pesadilla habitual con tiburones. Me preocupa que despierte y se sienta abandonada al notar mi ausencia. Y sí. Muchas veces, al lidiar con la vergüenza de mi fracaso matrimonial, las lágrimas escapan de mis ojos hasta que vuelvo a quedarme dormida.
Esas noches, silenciosas e interminables, pueden llegar a convencerme de que soy menos madre. Incluso tiendo a describirme como una madre de “medio tiempo”, porque mi hija no está presente físicamente.
Me resulta aberrante dormir lejos de mi hija, y eso despierta instintos viscerales que nunca había experimentado: miedo, la necesidad de protegerla. Siento una opresión en el pecho. Temo que me ame menos por no arroparla cuando se acuesta a dormir.
Me obsesiono cuestionando si disfruté, plenamente, el tiempo que pasamos juntas. Me fustigo por estar ocupada con el trabajo o por perder la paciencia cuando Ruby se niega a ponerse una chaqueta.
Sin embargo, la labor emocional —y a veces, física— de una madre jamás termina. Ni siquiera cuando los hijos duermen lejos de casa; cuando crecen; o incluso cuando los perdemos en esta vida. Esas circunstancias no nos hacen menos padres.
LA IMPORTANCIA DE LA CONEXIÓN MATERNA
Ser madre es un verbo, un amor amorfo que no está confinado a las limitaciones físicas. Soy completamente madre, incluso en mi cama vacía.
Desde la distancia firmo permisos escolares; reservo citas pediátricas; organizo sus utensilios de arte; y concierto sesiones de juego con protecciones anti-covid. No dejo de pensar en las cosas divertidas que podríamos hacer juntas. Y envío videos al celular de su padre para hacerle saber lo orgullosa que estoy de sus dibujos. Por la mañana, mientras trato de quitar las manchas de frambuesa de una playera, ruego a Dios por su alegría y seguridad.
Las madres solteras son cabeza de casi 80 por ciento de las familias monoparentales. Según una investigación de 2014, los dos progenitores de casi 15 por ciento de los niños han vuelto a casarse. Y si bien el estudio no abunda en detalles sobre la coparentalidad, sus hallazgos sugieren que no estoy sola en esta situación. Pese a ello, muchas veces siento que soy la única.
Tengo la suerte de contar con un sistema de apoyo compuesto de amistades con hijos; algunos, progenitores de “tiempo completo” y otros no. Pero todos lidian con la paternidad de alguna manera.
Este año, algunas amigas recibieron hijos durante la cuarentena de covid. Otras lloraron la pérdida de un embarazo, sin dejar por ello de atender a sus pequeños. Y unas más siguen defendiendo sus derechos parentales ante un sistema judicial fallido.
Sin embargo, todas han exhibido una fortaleza impresionante, y de ellas he aprendido la importancia de la conexión materna. En algún momento, todos creemos haber fallado. Pero no es verdad.
SIEMPRE SOY MADRE
Poco a poco empiezo a darme cuenta de que el fracaso es una falsedad. La terapia me ha ayudado mucho a procesar ese sentimiento de vergüenza. Tardé dos años completos en alcanzar la aceptación, desconchando lentamente esa narrativa tan dañina.
He aprendido la importancia de ser compasiva conmigo misma en los momentos más difíciles; a reafirmar mi diálogo interior. Y a brindarme la misma bondad que doy a mi hija cuando enfrenta una dificultad.
Al recibir la agotadora tarea de criar a otra persona es fácil que caigamos en la trampa de repasar lo que hacemos mal. Así pues, no obstante los altibajos maternos que lamentemos u honremos en el Día de las Madres, les invito a que abran un espacio que dé cabida a todo lo que hemos vivido de manera colectiva. A todo lo que hemos perdido. Y a la extraordinaria resiliencia que descubrimos el año pasado.
Soy afortunada, lo sé. Y también privilegiada en muchos sentidos. A menudo reboso de alegría. Otras veces me siento triste. Pero siempre soy madre. N
—∞—
Katie Nave reside en Brooklyn, Nueva York. Es escritora y defensora de la salud mental. Su trabajo ha figurado en publicaciones como Glamour y Business Insider. Fue productora de la Marcha Nacional de Mujeres, y hoy se desempeña como autora en Sanvello. Síguela en Instagram: @kathryn.e.nave. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.