Mi esposo y yo estamos profundamente dormidos cuando las alarmas comienzan a sonar a la una en punto de la madrugada del 11 de diciembre. Solo hemos estado en la cama por dos horas.
Primero es la alerta de emergencia en mi teléfono la que nos sobresalta y despierta. Luego las sirenas empiezan afuera, suenan en la noche como si fuera un ataque aéreo. No dudamos. Saltamos y nos vestimos. Zapatos y abrigos también, por si acaso. No corremos y no estamos agitados. Pero sabemos que esto es grave.
Cuando nos mudamos a Bowling Green, Kentucky, en 2008, probablemente solo hubo una o dos de estas advertencias de tornado al año durante los meses veraniegos. Nunca en diciembre. Como es de imaginar, la gente en nuestra ciudad había hablado de esta tormenta durante horas el viernes 10.
Como la mayoría de la gente en nuestra región, no tenemos un sótano debido al sistema de cuevas Lost River de 11 kilómetros que está bajo nuestros pies. Más bien, nos refugiamos en el pasillo fuera de la recámara. No hay ventanas en este pasillo, pero tampoco aire. Es caliente. Demasiado caliente para ser diciembre a la 1:15 horas. De repente, una sensación se apodera de mí: esta vez nuestra ciudad no la librará. Luego se va la energía. No hay más actualizaciones del tiempo. Ahora estamos por nuestra cuenta.
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A la 1:20 horas la lluvia comienza de verdad. Se suelta rápido. Es la lluvia más estruendosa que hayamos oído jamás. Suena como un millar de martillos diminutos. Luego algo más empieza a golpear el techo. Algo aún más estruendoso.
“Aquí está”, le digo a mi marido. “Solo es granizo”, responde. “No es un tornado”. Lo miro con incredulidad.
“Granizo en verdad sonoro”. Lo miro a los ojos y digo: “Creo que estamos en problemas”.
Nos sentamos sin movernos, petrificados por el miedo y abrazándonos una al otro como si esto ayudara. Oigo escombros golpear el techo, la calle, incluso los árboles. Oigo cosas partirse. La gente siempre dice que suena como un tren de carga acercándose a ti, y ahora entiendo por qué. El sonido corre hacia tus oídos. Oyes todo ruido al unísono. Es tan abrumador que todos tus otros sentidos desaparecen. Pero luego se detiene. Todo queda completamente en silencio.

“¿Qué hora es?”, pregunto. Pero está demasiado oscuro para ver nuestros relojes. Saco el teléfono del bolsillo de mi abrigo. No han pasado siquiera cinco minutos. Más tarde la gente no se pondrá de acuerdo sobre cuánto duró. Para mí, se sienten como tres minutos, pero otros dirán 90 segundos. Tratamos de abrir Twitter para ver si han ampliado la advertencia, pero ninguno de nuestros teléfonos tiene señal.
Esperamos en el pasillo otra media hora, asomándonos cada pocos minutos. A las 2:00 horas en punto, las luces azules de una patrulla inundan el interior de nuestra casa. Todo lo demás está a oscuras y en un silencio espeluznante.
Afuera del ventanal, enfrente de nuestra casa, vemos a personas rodear sus casas con linternas en busca de daños. No somos lo bastante valientes como para salir. Caminamos el largo de la casa y vemos los cables de luz serpentear en la entrada del auto. Cuando llegamos a la puerta trasera vemos destellos de luces, iluminando el poste telefónico que se ha partido en dos. El transformador pende precariamente. Los cables de luz cuelgan en bucles por todo nuestro patio trasero, creando un laberinto que no seremos capaces de salvar por días. El garaje separado y nuestros autos están fuera de nuestro alcance.
Pero estamos vivos. Estamos bien. Nos quedamos despiertos más de dos horas respondiendo llamadas y mensajes de texto. Nos conectamos con casi todos los que conocemos en nuestra ciudad. Nos enteramos por una amiga casada con un bombero de que todos los equipos de emergencia han sido llamados. Misiones de búsqueda y rescate, nos dice ella. Eso es lo que busca la policía. Personas que salvar. Ya han encontrado cuerpos. Ya ha muerto gente.
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Finalmente regresamos a la cama a las cuatro, nos dormimos media hora después. A las 6:30 horas nuestros teléfonos empiezan a repicar de nuevo. Más llamadas. Más mensajes de texto. Esta vez de amigos de fuera de la ciudad. Necesitamos revisar la casa de mi madre. Por suerte, ella no está en la ciudad. Pero no podemos llegar a nuestros vehículos. Una amiga que vive en el condado viene en coche a la ciudad. Llega a mi entrada diez minutos después.
“¿Has visto tu calle?”, me pregunta cuando me subo a la cabina de su camioneta.
No se parece a nada que haya visto jamás. Se ve como si hubiera estallado una bomba. Árboles desarraigados y ramas caídas cubren el pavimento. Zigzagueamos a través de los escombros. A cinco casas de la nuestra un árbol terminó en el techo de una amiga. Después de esto se pone peor. Enfoco el resto de la calle. Árboles caídos parten casas a la mitad. Cobertizos y cocheras están derrumbadas. Los trampolines están patas arriba en el patio incorrecto. Hay tejas negras cubriendo todo césped. Una señal de alto tirada en el camino. Se ve como el tipo de destrucción que solo observas en las noticias. Pero esta vez es en nuestra calle.
NINGÚN ÁRBOL QUEDA EN PIE, TODO ES IRRECONOCIBLE
Por toda una cuadra no hay más que devastación total. Vivimos en un vecindario construido en la década de 1950. Todo patio tiene cornejos y perales que se tornan de rosado y blanco adorables en la primavera, y robles que se pintan de anaranjado, amarillo y rojo en el otoño. Pero en una cuadra completa ningún árbol queda en pie. Es irreconocible.
Nos desviamos varias cuadras. No se puede pasar por la mitad de las calles, y tenemos que dar marcha atrás más de una vez.
En el vecindario de mi madre no ha caído ningún árbol, ninguna rama en el camino. Esta a solo kilómetro y medio de la devastación en nuestra calle, pero las luces todavía son brillantes. Es como si no hubiera pasado nada.
Un vecino está de pie en su patio y me pregunta qué está pasando. Lo miro a la cara y solo veo confusión. “¿En verdad no sabe qué sucedió?” Le cuento que el tornado golpeó Bowling Green.
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“Ha muerto gente”, le comento. “Las casas han sido derribadas. Tienen suerte de tener electricidad”.
Esta escena se repite todo el día. Otra amiga que vive en el condado nos cuenta que no supo de lo sucedido hasta que su exmarido golpeó a su puerta a las 2 de la tarde porque ella no respondía el teléfono.
Mi amiga tiene que volver con su madre anciana. No puede quedarse a ayudar. Otra amiga, agente de seguros, frena en seco en la entrada de camino a su trabajo. Un vecino diferente nos sigue a la casa de mi mamá para ayudarnos a investigar una alarma que suena. Una amiga más me recoge. Hemos sabido por años cuán afortunadas somos de vivir en una comunidad tan unida, pero ahora lo siento en verdad.
De vuelta en casa le doy aun abrazo a mi marido. Sé que tenemos suerte de estar vivos.

Caminamos por la cuadra para ver a los vecinos. Los voluntarios están aquí también. Decenas de ellos. Y habrá todavía más al día siguiente. Se visten con gorros tejidos y franela gruesa para el tiempo que se ha enfriado durante la noche. Portan motosierras y lonas azules de plástico. Traen pizzas, emparedados y rosquillas. La cervecería local ofrece una cena gratuita de tacos, hamburguesas y magdalenas. La gente quiere ayudar.
Los voluntarios trabajan el resto del sábado y todo el domingo. Retiran árboles, cortan madera, remueven escombros, cubren hoyos, alimentan a quienes no tienen electricidad. El vecindario suena como un almacén de madera y huele como una fogata. Todos dependen de una fuente alterna de calor. Antes de que termine el fin de semana casi todos los patios tienen una pila gigantesca de madera en el cordón, toda esquina es una estación de carga y café. Todavía no hay electricidad en nuestro vecindario, pero los equipos de servicios públicos de las ciudades vecinas han llegado con postes telefónicos nuevecitos. Trabajan hasta altas horas de la noche.
Por 72 horas la gente nos llama, manda mensajes de texto y correos electrónicos de manera constante. Oyeron sobre Bowling Green en las noticias. Cuando finalmente contacto a mi madre por teléfono, ella pregunta sobre una fábrica de velas y un centro de distribución de Amazon. Pero no hemos oído nada de esto. Estamos en un apagón mediático. Es algo surrealista ser parte de las noticias y ser incapaz de verlas u oírlas nosotros mismos. Sabemos todo sobre la gente que vive en nuestro kilómetro y medio cuadrado, pero apenas sabemos lo que pasa del otro lado de la ciudad.
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Solo vemos trozos y fragmentos durante los pocos minutos al día que tenemos internet en nuestros teléfonos. La casa de una amiga fue derribada mientras ella se refugiaba en el sótano. Toda una fila de casas derribada a pocos kilómetros de distancia. El amigo de un amigo fue lanzado desde su recámara. Decenas de pequeños negocios destruidos. Los nombres de las 15 personas en nuestra ciudad que han muerto hasta ahora. Que más de una docena sigue desaparecida.
Pero principalmente son historias que oímos en persona. Después de una de las experiencias más intensas de nuestras vidas, estamos más conectados con nuestra comunidad que antes. De repente caigo en cuenta de algo que posiblemente se le ha ocurrido a la gente que he visto anteriormente en las noticias: esto es solo el comienzo. La tormenta y sus secuelas, tanto físicas como psicológicas, estarán con nosotros por mucho tiempo. N
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Molly McCaffrey es una escritora que vive en Bowling Green, Kentucky. Todas las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.