EN LA ÉPOCA prehispánica el culto a la muerte era uno de los elementos básicos de la cultura. Cuando alguien moría era enterrado envuelto en un petate y sus familiares organizaban una fiesta con el fin de guiarlo en su recorrido al Mictlán.
También colocaban comida que le gustara al difunto para que comiera cuando le diera hambre, dice la tradición.
El Día de Muertos en la visión indígena implica el retorno transitorio de las ánimas de los difuntos, quienes regresan a casa, al mundo de los vivos, para convivir con los familiares y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares puestos en su honor, explica el Instituto Nacional para el Federalismo y el Desarrollo Municipal.
Así es como a través de la historia de México una de las celebraciones más importantes es el Día de Muertos, y uno de los emblemas de la celebración son las leyendas que surgen en torno a los elementos representativos de la festividad, como la flor de cempasúchil, la ofrenda y los fieles difuntos.
LA LEYENDA DE LA FLOR DE CEMPASÚCHIL
Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo existió un par de niños que se conocieron desde su nacimiento. La niña se llamaba Xóchitl y el niño, Huitzilin.
Ambos crecieron juntos y, al final, su amistad se convirtió en un dulce y tierno amor juvenil. Tanto era su cariño que un día decidieron subir a lo alto de una colina en donde el sol deslumbraba con particular fuerza, pues se sabía que allí moraba el dios del sol, Tonatiuh.
Recorrieron todo ese largo camino solo para pedirle a Tonatiuh que les diera su bendición y cuidado para poder seguir amándose. El dios, al verlos tan enamorados, bendijo su amor y aprobó su unión.
Desafortunadamente, la tragedia llegó a ellos de forma inesperada cuando Huitzilin fue llamado a participar en una batalla para defender a su pueblo. Fue así como se separaron para que él se marchara a la guerra.
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Después de algún tiempo, Xóchitl se enteró de que su amado había fallecido en el campo de batalla.
Su dolor fue tan grande que rogó con todas sus fuerzas a Tonatiuh que le permitiera unirse a él en la eternidad. Este, al verla tan afligida, decidió convertirla en una hermosa flor, así que lanzó un rayo dorado sobre ella, y así creció de la tierra un bello y tierno botón. Sin embargo, este permaneció cerrado durante mucho tiempo.
Un buen día un colibrí, atraído por el aroma inconfundible de esta flor, llegó hasta ella y se posó sobre sus hojas. Inmediatamente, la flor se abrió y mostró su hermoso color amarillo, radiante como el sol mismo. Era la flor de cempasúchil, la flor de 20 pétalos, que había reconocido a su amado Huitzilin, el cual había tomado forma de colibrí para poder visitarla.
La leyenda dice que mientras exista la flor de cempasúchil y haya colibríes en los campos, el amor de Huitzilin y Xóchitl perdurará por siempre.
EL HOMBRE QUE NO RESPETÓ EL DÍA DE DIFUNTOS
En cierta ocasión, un hombre no respetó el Día de Muertos, pues no quería perder un solo día de trabajo en su parcela.
Así que, cuando llegó la fecha de la festividad, dijo: “No voy a perder mi tiempo en este día, debo ir a trabajar a mi parcela. Cada día debo buscar algo para comer y no voy a gastar mi dinero para esta fiesta, que además me quita mucho tiempo”.
Así que se fue a trabajar al campo, pero cuando estaba más ocupado escuchó una voz que salió del monte y le decía: “Hijo, hijo, quiero comer unos tamales (kuatzam)”.
El hombre se quedó muy sorprendido y pensó que era su imaginación la que le hacía oír cosas, pero poco después escuchó claramente otras voces, como de personas que conversaban entre sí y lo llamaban por su nombre.
Reflexionó sobre lo que estaba sucediendo y comprendió que eran voces de su padre y familiares difuntos que clamaban por las ofrendas que les había negado. Inmediatamente dejó su trabajo y regresó corriendo a su casa; ahí le dijo a su mujer que matara unos guajolotes e hiciera unos tamales para ofrendarlos a sus difuntos en el altar familiar.
Mientras la mujer trabajaba sin cesar en la cocina preparando las ofrendas, el hombre se acostó a descansar por un rato. Cuando todo quedó listo fue la mujer a despertar a su esposo.
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No logró despertarlo, pues el hombre estaba muerto; aunque había cumplido con lo que pedían sus familiares difuntos, estos de todos modos se lo llevaron.
Por ello, en la Huasteca se cree que es una obligación preparar ofrenda para los difuntos; de esta forma se les complace y se comparte junto con ellos la alegría que se vive en familia.
Por eso nunca se debe dejar de ofrendar a los muertos, además se encienden cohetes para que su ruido espante al demonio; también se encienden velas para que iluminen el camino al difunto.
Estos ritos son obligatorios, porque si no se celebran es muy posible que los muertos se lleven al dueño de la casa.
LA FIESTA DE TODOS SANTOS
Esta leyenda ha sido tomada de forma textual de De Carnaval a Xantolo: contacto con el inframundo (Conaculta, México, 2002).
Dispensen, les voy a contar un cuento. Es de hace tiempo, de un señor en un día de Todos Santos, que es cuando vienen los difuntos, las ánimas, a visitarnos pueblo por pueblo, en todas las casas.
Él dijo: “Yo no creo que vengan las ánimas de los difuntos. No lo creo, no vienen, son mentiras, yo no tengo tiempo, yo voy a trabajar (le dijo el señor a su esposa); yo voy a esperar a mi papá con una jícara de enchiladas, él siempre comía ramas de wax tierno. Eso le voy a poner en el altar”. Y así lo hizo.
Bueno, pues se fue a trabajar; trabajó todo el día, el mero día de Todos Santos, el día de los grandes, de los mayores, porque primero es el día de los chicos, dicen. Amaneció, se fue a trabajar, estaba trabajando duro y de pronto se escuchó ruido de gente que platicaba en el camino.
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Pasaban muchos, iban contentos, unos cantando, otros bailando contentos; vio que pasaban muchos, llevaban canastas en la cabeza y cargaban chiquihuites en el hombro, todos llevaban regalos, las ofrendas que habían recibido.
Unos llevaban racimos de plátanos, manos de plátanos. Las señoras iban cargando en la cabeza canastas con tamales; llevaban tamales chicos y grandes, llevaban atole, lo cargaban en cántaros, lo llevaban en jarros; otros llevaban mazorcas en mancuernas, todos iban muy contentos.
Entonces el señor pensó: “Ya veo que esas personas no son gente de verdad, porque no las conozco; van otros señores que hace años he visto. Pobre de mi papá”, dijo, y pensó que venía su papá. En ese momento vio venir a su papá, quien llevaba al hombro la rama de wax tierno. Su mamá llevaba en la cabeza una jícara de enchiladas, tapaditas, así como debe de ser, eso llevaban sus papás, el señor se entristeció.
“Ahora ya lo creo, todos los difuntos, todas las ánimas vienen”, dijo, y entonces los llamó: “Papá, papá, mamá, mamá, quiero hablar con ustedes, yo no creía. Dispénsenme, yo no sabía que ustedes venían a visitarme; ahora veo que de veras es cierto. Hagan el favor de esperarme un poco, voy a hacer también una ofrenda grande, ahora ya sé que de veras vienen”.
“Pero nosotros no podemos —contestó el papá—, yo ya me voy, nosotros ya nos vamos, pero si quieres verme y dejarme la ofrenda, hazla, te espero en el portal de la iglesia, allá te espero mañana, antes de que empiece la misa”.
Bueno, entonces eso fue lo que hizo el señor, regresó a su casa. Mató puerco y pollos e hizo tamales grandes. Puso el altar; estuvo preparando ofrenda toda la noche para que cuando amaneciera la gente fuera a hacer el rosario, a rezarle a las ánimas de sus papás.
En el momento que terminó sus quehaceres, sintió que le dio cansancio y le dijo a su esposa: “Voy a descansar, así tan pronto cuando estén ya cocidos los tamales pruébalos y avísame. Cuando termines despiértame, vamos a llamar al rezandero y vamos a rezarles. Voy a ir a dejar la ofrenda allá donde me va a esperar mi papá”.
Y el hombre se fue a descansar a su cama; descansó y como a la hora le fueron a hablar, pero el hombre ya no estaba con vida. Estaba muerto. Murió en su cama. Cuando la señora vio finado a su esposo, avisó a los vecinos, a los familiares. Los tamales y la ofrenda que se hicieron para su papá se los comieron los que ayudaron a enterrar al difunto.
LA LEYENDA DEL XOLOITZCUINTLE
El xoloitzcuintle es el perro azteca que ha sido venerado desde tiempos prehispánicos, ya que era la creencia en eso tiempos que estos animales eran guardianes de los espíritus, que guiaban a las almas de los fallecidos por el largo y difícil camino por Mictlán, la ciudad de los muertos.
La función más importante que se creía que cumplían los xoloitzcuintles era la de ayudar a pasar a las almas por un profundo y caudaloso río que atraviesa la tierra de los muertos.
Si la persona en vida había tratado mal a los animales, especialmente a los perros, el xolo se negaría a ayudarlo a pasar, por lo cual perecería y no sería capaz de atravesar el río.
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Pero si la persona había tratado bien a los perros cuando se encontraba con vida, el xolo, gustoso, tomaría el alma, la pondría sobre su lomo y la llevaría a salvo hasta el otro lado.
Los xoloitzcuintles no solamente eran valorados en el mundo espiritual, sino también cuando estaban vivos, pues eran asociados a Xolotl, el dios de la muerte, con el cual deberían ser bondadosos si querían gozar de una muerte agradecida y sin sufrimiento.
La leyenda del xolo cuenta que, si este es color negro, no podrá llevar a las almas del otro lado del río, pues su color indica que él ya se ha sumergido en el río y ha guiado suficientes almas a su destino.
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De igual forma, si el xolo es blanco o de color muy claro, tampoco podría atravesar el río, pues eso significa que es muy joven y aún no ha podido alcanzar la madurez para lograrlo.
“Solamente cuando son de un color gris jaspeado (que es lo usual en ellos) podrá llevar a cabo esta importante tarea”, indica la leyenda retomada por el Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera.
En 2008, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) declaró la festividad del Día de Muertos de México como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, por su importancia y significado en tanto se trata de una expresión tradicional —contemporánea y viviente a un mismo tiempo—, “integradora, representativa y comunitaria”. N