SOY DESCENDIENTE de sobrevivientes del genocidio. Turquía expulsó a mis ancestros, asirios autóctonos que practicaban el cristianismo y hablaban arameo moderno, el idioma de Jesucristo, de sus tierras ancestrales mediante el genocidio. Yo nací en Chicago, donde crecí inmerso en nuestra cultura, escuchando historias familiares sobre el lugar del que provenían mis ancestros, lo que tuvieron que soportar y por qué debía valorar mi herencia.
Se trata de una herencia que muchas personas a través de la historia han intentado eliminar, en esfuerzos que persisten hasta el día de hoy. La negación actual del genocidio armenio, que también cobró las vidas de asirios y griegos bajo el imperio otomano, es una continuación de esos intentos de eliminación. Y ya ha durado demasiado.
Es momento de que el presidente Joe Biden haga frente a aquellos que desearían borrar la historia de las comunidades autóctonas para su provecho personal.
Es momento de que Estados Unidos reconozca el genocidio armenio.
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Los terribles sucesos del genocidio de 1915 fueron una continuación del acoso que los cristianos y otras minorías enfrentaron bajo el imperio otomano, el predecesor del moderno Estado turco. Los historiadores calculan que un total de 3 millones de cristianos fueron asesinados en la cúspide de un amplio periodo de humillaciones que comenzó a finales de la década de 1800.
Y, a pesar de ello, nuestra comunidad ha luchado para lograr que este cataclismo sea reconocido. Turquía ha ejercido una inmensa presión para garantizar que el genocidio se quede sin reconocer; en ese país se enseña abierta y estratégicamente la negación del genocidio. Cuando el papa Francisco calificó los sucesos de 1915 como genocidio, Turquía retiró a su embajador en el Vaticano. Los expresidentes estadounidenses Barack Obama y Donald Trump eludieron el tema; cuando se postuló para la presidencia, Obama indicó que reconocería el genocidio, pero no lo hizo, mientras que Trump puso las relaciones con Turquía por delante de las almas de millones de personas que aún no encuentran descanso.
Y, conforme nos acercamos a la conmemoración del genocidio, el 24 de abril, aún está por verse si el presidente Biden seguirá las huellas de sus predecesores. ¿Evadirá el tema o estará dispuesto a enfurecer a Turquía al declarar lo obvio: que millones de personas perecieron a causa del odio?
“Si no reconocemos, si no conmemoramos plenamente y si no educamos a nuestros niños acerca del genocidio, las palabras ‘nunca más’ pierden su significado”, escribió Biden el año pasado, calificando los sucesos de 1915 como genocidio.
¿Honrará la memoria de nuestros ancestros al hacerlo oficialmente como presidente de Estados Unidos?
No se trata solo de una cuestión semántica. En 1943, un abogado polaco de origen judío llamado Raphael Lemkin inventó el término “genocidio” para describir los sucesos del Holocausto, junto con las masacres de armenios y asirios. Es importante llamar al genocidio por su nombre, recordar a las víctimas, preservar sus historias, formular resoluciones e iniciar las medidas de reparación. Si no se reconoce, los negadores del genocidio y naciones enteras cometerán genocidios sin sufrir ninguna repercusión.
El mundo actual es una prueba de ello. Aunque decimos “Nunca más”, esas cosas siguen ocurriendo. Independientemente de si se trata del genocidio que el Estado Islámico (ISIS) cometió contra asirios/cristianos, yazidíes y musulmanes chiitas en 2014, del genocidio de musulmanes rohingya en Birmania o de los genocidios de la región de Tigray en Etiopía y en la provincia de Xinjiang en China, los seres humanos siguen realizando persecuciones para erradicar culturas minoritarias.
Los gobiernos deben llamar al genocidio por su terrible nombre. El reconocimiento es el primer paso para sanar a las comunidades afectadas por el genocidio.
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El gobierno estadounidense se da cuenta de esto, pero solo en ocasiones. Calificó como genocidio la matanza de yazidíes y cristianos perpetrada por ISIS en Irak, sucesos que afectan de manera personal a mis familiares que vivían en Mosul, Irak. Los miembros de mi familia extendida quedaron abandonados sin la “protección” de las fuerzas kurdas peshmerga o de las fuerzas iraquíes mientras los terroristas de ISIS avanzaban sobre la segunda ciudad más grande de Irak. De nueva cuenta, los asirios tuvieron que huir para salvar sus vidas sin contar con ningún medio de defensa, dejando atrás sus casas, sus pertenencias y sus medios de sustento.
La política, el dinero y el poder han impedido durante mucho tiempo el reconocimiento de sucesos que ocurrieron hace 106 años.
¿Acaso Turquía es un país con el que Estados Unidos quiere tener relaciones diplomáticas, un país que no reconoce su sangriento pasado y que actualmente no muestra ningún respeto por los derechos humanos básicos?
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Turquía ha sido calificada como “la prisión más grande del mundo para los periodistas”. Recientemente, en ese país se sentenció a un monje cristiano ortodoxo sirio a 25 meses en la cárcel por alimentar a los visitantes de su monasterio. Hace poco, Turquía también se retiró de una convención europea cuyo objetivo es proteger los derechos de las mujeres.
Es hora de que el presidente Joe Biden reconozca el genocidio armenio, que también cobró las vidas de asirios y griegos. Las almas de las víctimas del genocidio y sus descendientes buscan justicia para dar fin a un doloroso pasado y presente. N
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Ramsen Shamon es editor adjunto de opinión de Newsweek. Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.