Ni siquiera una vacuna altamente efectiva contra el coronavirus hará mucho para acabar con la pandemia si no se puede persuadir a suficientes personas de que la reciban.
A PESAR de todos los reproches que el presidente Trump ha recibido con respecto a la respuesta (o a la ausencia de ella) del gobierno federal ante la pandemia de coronavirus, el proyecto gubernamental Velocidad de la Luz para el desarrollo de una vacuna parece todo un ganador. De acuerdo con Pfizer, su vacuna logró prevenir el COVID-19 en 95 por ciento de los participantes en sus ensayos clínicos, que ya han concluido. La vacuna de Moderna, que obtuvo un apoyo gubernamental de 1,000 millones de dólares, previene 94 por ciento de los casos, según declaraciones de la empresa.
Sería difícil exagerar el grado en el que los expertos se han sentido sorprendidos, y aliviados, por estos resultados preliminares. En los inicios de la pandemia, la sabiduría popular sostenía que lo mejor que podíamos esperar era una tasa de éxito ligeramente mayor que la de las vacunas contra la influenza estacional, que en un buen año protegen a entre 50 y 60 por ciento de las personas vacunadas; la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) estableció el objetivo de las vacunas contra el COVID-19 en un modesto 50 por ciento. Ahora tenemos dos vacunas que, en teoría, son lo suficientemente poderosas como para detener en seco la pandemia.
La teoría siempre es, desde luego, más clara que la realidad. Mientras la vacuna de Pfizer se abre camino a través de un proceso de aprobación acelerado y la empresa envía millones de dosis en estos días, los funcionarios de salud enfrentan a un público que desconfía de la seguridad de las vacunas que pronto se le pedirá administrarse. Convencer a millones de personas de que acudan a su consultorio médico o farmacia para recibir una inyección de una sustancia genética elaborada en un laboratorio, la cual nunca se ha usado en una vacuna y que ha pasado velozmente del descubrimiento al mercado en menos de un año, no será fácil ni siquiera en las mejores circunstancias, y todos estamos de acuerdo en que estas están muy lejos de ser las mejores condiciones.
En nuestra tóxica cultura política, la pandemia ha dividido a la nación en dos partes: quienes creen en el uso del cubrebocas y en el Dr. Fauci, y quienes creen en la libertad personal y en el presidente Trump. La aceptación de una posible vacuna contra el COVID-19 tiende a dividirse a lo largo de líneas partidistas; en las encuestas, los demócratas tienen mayores probabilidades que los republicanos de afirmar que se pondrían la vacuna. Por otra parte, el movimiento antivacunas, que tiene cierta responsabilidad en los brotes de sarampión, paperas y tosferina de las últimas dos décadas, no sigue ninguna línea partidista. Los libertarios se muestran menos suspicaces con respecto a la seguridad de la vacuna que de los mandatos gubernamentales. Algunos cristianos rechazan la vacunación porque creen que la pandemia forma parte del fin de los tiempos. Hay otros que no están impulsados por ideologías: simplemente prefieren esperar y dejar que otras personas sean los conejillos de indias, por si acaso. Estas corrientes tan dispares convergen en una ola de escepticismo y resistencia.
La pandemia de coronavirus ha sido un terreno fértil para el movimiento antivacunas, que ha adquirido ocho millones de seguidores desde principios del año, de acuerdo con el Centro para Contrarrestar el Odio Digital. Actualmente, los antivacunas suman 58 millones en las redes sociales, incluidos 31 millones en Facebook y 17 millones en YouTube, y generan cerca de 1,000 millones de dólares en ganancias, de acuerdo con el Centro. Entre ellos se incluye el Proyecto Mundial Mercury, encabezado por Robert F. Kennedy, Jr., y Alto a la Vacunación Obligatoria. “¡Nos están convirtiendo en híbridos transhumanos!”, decía un antivacunas en Facebook en referencia a las vacunas contra el coronavirus elaboradas mediante biotecnología. “¡Lo que necesitas saber sobre la vacuna contra el COVID-19 y la marca de la bestia!”, gritaba otro.
OPINIÓN PÚBLICA INESTABLE
Las encuestas han mostrado que la confianza del público en las vacunas, que ya era baja al inicio de la pandemia, se redujo conforme el brote se desarrollaba durante el verano y la temporada electoral. Alrededor de dos tercios de los ciudadanos dijeron que estarían de acuerdo en ser vacunados en junio, de acuerdo con Gallup. Para septiembre, mientras Trump aumentaba su presión sobre el sistema médico para que diera buenas noticias acerca de las vacunas antes del día de la elección, esa cifra se redujo a 50 por ciento. Las cifras más recientes, publicadas el martes por Gallup y obtenidas en encuestas realizadas antes de la elección, 58 por ciento de los adultos señalaron que estarían dispuestos a recibir una vacuna. En una encuesta realizada por ClearPath Strategies se encontró que tan solo 38 por ciento de los encuestados estarían dispuestos a recibir una vacuna en los primeros tres meses a partir de que estuviera disponible.
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Esas cifras indican que la opinión pública es inestable y que, si se mueve en la dirección equivocada, podría poner en riesgo el despliegue de las vacunas. Para detener la pandemia, el Dr. Anthony Fauci, el funcionario más importante de Estados Unidos en relación con las enfermedades infecciosas, calcula que es necesario que al menos tres de cada cuatro personas reciban una vacuna, preferiblemente 85 por ciento. “Si 50 por ciento de las personas no la reciben, tendremos un importante problema de salud”, dijo en el webcast Deal Book de The New York Times. Para lograr ese nivel será necesario realizar mucho trabajo en los próximos meses. “Decir que no se trata de una tarea difícil es ignorar la realidad”, añadió.
Los expertos esperan que esas cifras aumenten de nuevo cuando el público asimile las recientes noticias esperanzadoras. Sin embargo, para vencer rápidamente la pandemia, las cifras deben aumentar drásticamente y mantenerse altas frente a posibles factores adversos. Cualquier aumento en la confianza podría ser contrarrestado por un gran número de causas: tensiones políticas continuas con respecto a la elección, particularmente si la transición a un gobierno de Biden se mantiene empantanada, problemas de fabricación que retrasen la entrega de vacunas, reacciones adversas, reales o percibidas, provocadas por alguna vacuna, o crecientes teorías conspiratorias que hagan dudar de la eficacia de alguna vacuna.
Lo que preocupa a muchos expertos es que el gobierno federal no haya emprendido ninguna campaña de información pública a gran escala para compensar las vicisitudes de la opinión pública. El gobierno de Trump merece el crédito, afirman, del éxito de la operación Velocidad de la Luz, particularmente en el tema de la logística: dado que la fabricación se ha realizado paralelamente con los ensayos clínicos, se espera que estén disponibles millones de dosis antes del fin de año. Pero el gobierno no ha establecido un plan para distribuir cientos de millones de dosis de vacunas contra el COVID en un corto periodo que incluya el manejo de los temores y expectativas del público.
Aun cuando logró el rápido desarrollo de una vacuna, el gobierno de Trump envenenó la confianza en el sistema médico de Estados Unidos al promover curas falsas como la hidroxicloroquina, intimidar a la Administración de Alimentos y Medicamentos para exagerar la efectividad del plasma sanguíneo, y presionar a las empresas farmacéuticas y a la FDA para publicar buenas noticias antes de la elección.
Ahora, mientras las vacunas están a punto de ser distribuidas, la nación enfrenta una gran agitación política sin un plan de comunicación. “Debimos haber comenzado a hablar de esto en marzo o abril”, afirma Saad Omer, director del Instituto de Salud Global de Yale. “Ahora tenemos una emergencia de salud pública que ocurre una vez en cada generación, y realmente no tenemos una campaña que corresponda al momento”. Y añade: “Si eres un piloto, no comienzas a hacer tu plan de vuelo después de despegar”.
La falta de una campaña nacional sólida deja un vacío de información. Algo acabará llenándolo, pero ¿qué?
VIVIR LIBRE O MORIR
La resistencia a las vacunas contra el COVID-19 tiene sus raíces en el movimiento antivacunas, que comenzó hace más de dos décadas. En 1998, Andrew Wakefield publicó un estudio en The Lancet, una prestigiada revista médica, donde afirmó haber establecido una relación entre el autismo y las vacunas. El estudió resultó ser incorrecto. Su problema central es que los dos sucesos estudiados por Wakefield, las vacunas y el inicio del autismo, generalmente ocurren a los dos años de edad; Wakefield confundió coincidencia con causalidad. The Lancet se retractó de la publicación, pero Wakefield no se arrepintió. A pesar de que se le revocó su licencia médica, siguió defendiendo la relación causal entre las vacunas y el autismo. Así, puso en marcha un movimiento de padres preocupados por la seguridad de la vacunación infantil.
Sin embargo, en 2014 el movimiento dio un giro decisivo. Un brote de sarampión en Disneyland, en California, llevó a la legislatura estatal a aprobar el proyecto de ley SB277 que retiraba las exenciones por motivos religiosos y filosóficos de los requisitos de vacunación para escuelas y centros de atención diurna. Esta acción coincidió con el estreno del pseudodocumental Vaxxed (Vacunados), dirigido por Wakefield, sobre una supuesta conspiración en los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) para encubrir la relación entre el autismo y las vacunas. El proyecto de ley y la película hicieron que mucha gente mostrara su preocupación sobre la intromisión del gobierno en sus libertades civiles. En 2019, legisladores de Georgia echaron leña al fuego al presentar un proyecto de ley que permitía que los adolescentes de mayor edad fueran vacunados sin el consentimiento de sus padres.
El caso de Disneyland hizo surgir una nueva corriente de resistencia a las vacunas centrada en las libertades civiles. Si esto parece familiar, lo es: el mismo razonamiento inspira gran parte de la resistencia a usar cubrebocas y a seguir otras medidas para contener el brote de COVID-19.
En medio de la pandemia, el razonamiento de las libertades civiles ha sido particularmente difícil de contrarrestar para los funcionarios de salud. Ellos suelen concentrar argumentos científicos llenos de datos sobre números reproductivos, índices de positividad y portadores asintomáticos, los cuales no abordan lo que preocupa realmente a las personas. “Cuando las personas se centran en decir: ‘Bueno, es mi decisión, es mi libertad’, significa que realmente no les interesa hablar sobre los argumentos científicos”, afirma David Broniatowski, catedrático de la Universidad George Washington que estudia el riesgo y la toma de decisiones. “No les interesa involucrarse en cuestiones de hechos. Se convierte en un tema de valores. Ese es un camino muy peligroso”.
El problema se complica por las preocupaciones perfectamente racionales sobre la seguridad de unas vacunas elaboradas con una velocidad sin precedentes y con nuevas tecnologías en general. Los funcionarios de salud pública le piden al público que confíe en ellos, en un año en el que hasta los aspectos más triviales de la medicina y de la salud pública se han politizado.
En el contexto de las libertades civiles, recurrir a la vacunación obligatoria, como han propuesto algunos políticos, probablemente desencadene una fuerte reacción, y probablemente deba usarse únicamente como último recurso. “Es posible que la única forma de poner la pandemia bajo control sea establecer la vacunación obligatoria”, afirma Broniatowski. “Pero eso sería un fracaso del proceso democrático. Sería mucho mejor si pudiéramos convencer a las personas de que se la apliquen por propia voluntad”.
UNA CORRIENTE SUBTERRÁNEA
DE CONSPIRACIONES
Este tumultuoso año de pandemia resulta ser un terreno fértil para las teorías conspiratorias. Muchas de ellas son simples reformulaciones. Durante el brote del virus del zika en 2015, surgió la teoría de que ese virus era una treta para encubrir los defectos en neonatos provocados por un pesticida fabricado por Monsanto. Más recientemente, se ha dicho que Bill Gates, que financia programas de vacunación a través de su fundación, ha creado y patentado el virus para usarlo como método de control mental. Los videos de Plandemic (Plandemia), surgidos a principios de este año, plantean teorías similares de oscuros planes.
Una vulnerabilidad de las vacunas de Pfizer y Moderna, desde el punto de vista de las relaciones públicas, es que la tecnología que utilizan se relaciona superficialmente con la manipulación genética; por ello, han recibido algunas críticas del movimiento anti-OGM, que se opone al uso de organismos genéticamente modificados en los alimentos. La mayoría de las vacunas convencionales funcionan mediante el uso de una proteína común en el virus objetivo para engañar al sistema inmune del cuerpo para elaborar anticuerpos. En lugar de una proteína, las vacunas de Pfizer y Moderna utilizan ARN mensajero, un tipo de material genético que delega a las células del cuerpo la labor de elaborar la proteína señuelo; en el caso del virus SARS-Cov-2, se trata de la infame proteína spike que permite que el virus infecte a las células humanas. El uso de ARN mensajero es una importante razón por la que los científicos pudieron desarrollar las vacunas tan rápidamente.
Desde luego, es razonable tener dudas sobre la seguridad de la nueva biotecnología, particularmente cuando alguien quiere inyectártela a ti, a tu familia, a tus amigos y a millones de personas en todo el mundo. Los expertos médicos señalan el tamaño sin precedentes de los ensayos clínicos que se utilizan para probar esas vacunas, en los que han participado, en el caso de Moderna y Pfizer, más de 60,000 personas. Esos ensayos no descubrirán necesariamente todos los problemas que las vacunas podrían provocar cuando se apliquen a cientos de millones de personas. Los funcionarios de salud pueden señalar datos y registros históricos, pero al final están pidiendo a las personas que asuman ciertos riesgos. No hay ninguna experiencia en el mundo real y establecida en los ensayos clínicos que confirme la seguridad de estas vacunas.
Esta es la parte que de verdad permite que surjan ese tipo de teorías conspiratorias.
EL ESCENARIO DE PESADILLA
Mientras el coronavirus causa estragos en Estados Unidos, a los funcionarios les preocupa que la negación de la gravedad de la enfermedad y la desconfianza en las instituciones médicas puedan prolongar la pandemia de COVID-19, de manera similar a lo que ocurrió cuando surgió el ébola en África Occidental en 2014.
En esta época, la mayoría de los habitantes de esas naciones ignoraban la existencia de la enfermedad. La primera reacción de muchas de ellas fue la incredulidad. Una enfermedad que presuntamente mataba en forma horrible a nueve de cada diez víctimas no podía ser real. La negación de que esa enfermedad pudiera existir resultó ser un obstáculo. Muchos africanos cuestionaron los motivos de los funcionarios de salud pública que impusieron órdenes de cuarentena en Liberia y Sierra Leona, y según informes, algunas personas escondieron a los miembros enfermos de su familia para evitar que fueran enviados a centros de tratamiento de los que muchas personas jamás regresaban. En Guinea, varios trabajadores de salud fueron asesinados. “En Ghana se suspendieron dos ensayos de la vacuna contra el ébola debido a la ansiedad generalizada de que el verdadero objetivo del ensayo era contagiar a las personas de ébola”, escribió en su libro Stuck (Estancados, sin traducción al español) la antropóloga Heidi Larson, directora fundadora del Proyecto de Confianza en las Vacunas.
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Tampoco ha sido de mucha ayuda que, más de dos semanas después de la elección, el presidente Trump aún no haya reconocido la victoria del presidente electo Joe Biden, y que tampoco haya iniciado el proceso de transición del gobierno. El despliegue de las vacunas podría ser la operación de salud pública más complicada que jamás se haya emprendido. “Yo lo compararía con conducir un auto de carreras a través de una pista de obstáculos, y que hubiera que cambiar a los conductores a mitad del camino”, señala Thomas Frieden, exdirector de los CDC y actual director ejecutivo de Resolve to Save Lives (Decídete a salvar vidas), una organización sin fines de lucro.
A pesar del caos postelectoral, el gobierno de Trump parece seguir concentrado en muchos de los problemas logísticos relacionados con la distribución de vacunas y con todo el equipo de refrigeración que se requiere en todo el país. Pero existen otros desafíos a los que se les da poca atención, señala Frieden. Por ejemplo, las autoridades tendrán que registrar quién recibió qué vacuna, y quién necesita una segunda dosis (la mayoría de las vacunas en desarrollo requieren dos dosis). “En este país hacemos un pésimo trabajo en relación con la vacunación de personas adultas”, dice. “Ahora tratamos de hacerlo con todos al mismo tiempo”.
PRIVACIDAD SACROSANTA
La confianza en las autoridades de salud ya ha sido dañada por las falsas promesas relacionadas con la hidroxicloroquina y el plasma sanguíneo, y del aparente sometimiento de la FDA y de los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades ante la presión de la Casa Blanca. Si Estados Unidos estropea el despliegue de las vacunas, cualquier optimismo que surja ahora por el triunfo de los científicos especializados en vacunas podría evaporarse en una nube de desconfianza. Existen muchas posibilidades de fracaso.
El gobierno federal ya ha tropezado con el tema de la privacidad. Actualmente, la empresa de minería de datos Palantir desarrolla un programa informático para rastrear las vacunas e identificar a las poblaciones de alta prioridad para el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos. Varios funcionarios aseguraron a The Wall Street Journal que Palantir no tendrá acceso a registros médicos delicados. Pero con la confianza en su punto más bajo, ¿acaso las personas lo creerán? Muchos estadounidenses se han mostrado demasiado quisquillosos para responder preguntas durante el rastreo de contactos. ¿Cuántas personas se negarán a vacunarse por temor a que sus nombres queden registrados en una base de datos del gobierno? El gobierno no le ha dejado claro al público por qué puede confiar en que el gobierno maneje sus datos, afirma Frieden. “La privacidad debe ser sacrosanta, no debe haber ninguna ambigüedad al respecto”, dice. “Eso ha sido un problema para este gobierno”.
Uno de los temores es que la posibilidad de una vacunación inminente haga que las personas bajen la guardia y dejen de seguir las precauciones relacionadas con el COVID-19. Para cuando Joe Biden tome posesión el 20 de enero, el número de muertos en Estados Unidos podría ser de alrededor de 400,000. Suponiendo que las personas no cancelen sus planes de reuniones familiares para Navidad y Año Nuevo, las cifras podrían ser peores.
En el frente político, se pronostica una agitación y una inacción continuas al menos durante los próximos dos meses. Mientras tanto, ¿qué pasará si los mejores planes de Pfizer y Moderna, que en conjunto prometen 70 millones de dosis para finales del año, no son aprobados? Si se añade un fallo en las vacunas que retrase el despliegue por semanas o meses, no es difícil ver cómo el público podría perder la fe en el esfuerzo.
UN VACÍO NARRATIVO
Muchos acontecimientos de los últimos meses han impulsado la confianza en el esfuerzo para producir la vacuna. Desde el punto más bajo ocurrido el verano pasado, durante lo que podríamos llamar la fase de la hidroxicloroquina, muchos de los expertos gubernamentales de los CDC, la FDA y los Institutos Nacionales de Salud, entre ellos, el Dr. Fauci, han mostrado su desacuerdo con la interferencia política. Por ejemplo, la FDA se negó a reducir los estándares de seguridad para las vacunas antes de la elección. Las encuestas indican que la confianza en las vacunas, que se había reducido durante esta fase, aumentó poco después de la elección. El Dr. Fauci sobrevivió al suplicio con su reputación intacta, lo cual podría resultar invaluable para mitigar los temores de quienes dudan de vacunarse.
Para cimentar estos triunfos y evitar las teorías conspiratorias, el gobierno federal deberá emprender un amplio esfuerzo de comunicación, afirman expertos. Washington deberá mantener informado al público acerca de los giros y acontecimientos en el proceso de creación de la vacuna y hacer un gran esfuerzo para transmitir el mensaje de que la vacunación es segura e importante para la salud de todos. Sin embargo, esto no está sucediendo. “No se ha asignado un solo dólar a ello”, dice Omer de Yale.
Sin la participación de las comunidades, el esfuerzo de vacunación enfrentará obstáculos, señala Larson. Las iglesias, las asociaciones vecinales, los médicos y clínicas locales y otros grupos son esenciales no solo para transmitir información práctica sobre dónde obtener las vacunas, sino también para responder preguntas que las personas suelen tener y que no se abordan en las publicaciones informativas de los CDC. “Necesitamos ir a las comunidades donde hay escepticismo y sumergirnos en ellas”, dice.
Las preocupaciones de las personas sobre la vacunación suelen variar considerablemente según sus propias circunstancias y puntos de vista particulares. Por ejemplo, en una encuesta realizada este otoño se encontró que únicamente 17 por ciento de las personas de raza negra en Estados Unidos afirman que definitivamente se vacunarán contra el coronavirus, aun si los científicos determinaban que era seguro, a pesar de la vulnerabilidad de ese grupo al COVID, que es mayor a la del promedio. Su escepticismo podría tener sus raíces en el racismo sistémico de las prácticas médicas, como el infame experimento de Tuskegee con la sífilis, realizado en secreto por el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos para estudiar el progreso de esa enfermedad de transmisión sexual si se deja sin tratamiento, y que se desarrolló desde 1932 hasta que un informante lo reveló en 1972.
Para persuadir a 85 por ciento de la población de que se aplique una vacuna de ARN mensajero, será necesario llegar a una amplia variedad de grupos, entre ellos, los afroestadounidenses, las tribus nativas de ese país, las personas de la tercera edad, los grupos religiosos, las asociaciones profesionales, y prácticamente todas las instituciones o asociaciones a las que pertenezcan las personas. Tal esfuerzo comienza desde arriba, al establecer lazos a escala nacional con instituciones que cuenten con la confianza de las comunidades a las que dan servicio. “Necesitamos hablar con los directores de empresas, que tienen una relación con su base de empleados y en algunos casos cuentan con oficinas en todo el mundo”, afirma Larson. “También tenemos que hablar con líderes religiosos y maestros de escuelas locales. En lugar de decirles que este es el mensaje, necesitamos comprender cuáles son sus problemas”.
Aun si el programa de vacunación no puede persuadir a suficientes personas de vacunarse, el alto grado de protección del que parecen ser capaces las vacunas debería proteger a aquellas personas que decidan vacunarse; quienes se enfermen probablemente se beneficiarán de las continuas mejoras en los tratamientos, que ya han reducido el índice de muertes aproximadamente a la mitad. Pero hasta ahora, los datos sobre los ensayos clínicos aún tienen que ser revisados, y todavía no está claro qué tan adecuadamente podrán proteger las vacunas a grupos específicos de personas. Si un número importante de personas se niegan a vacunarse, el coronavirus podría persistir indefinidamente. “Si una persona forma parte de un grupo vulnerable —señala Roy Anderson, epidemiólogo del Imperial College de Londres—, el virus siempre estará en el fondo de su mente”.
Es importante apreciar el sorprendente logro que representan las vacunas contra el COVID-19 para la ciencia y para los profesionales de la salud que han estado trabajando bajo una intensa presión para librarnos de esta pesadilla pandémica. Pero la ciencia no puede hacerlo todo. N
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek