No solía gustarme la navidad, quizá porque de niña mi papá siempre hablaba de lo triste que era para los que no contaban con la misma suerte que nosotros. Aún así disfrutaba los regalos y pasar tiempo con la familia mientras ignoraba el sabor amargo a culpa, como si entre más regocijo sintiera más sufrimiento estuviesen viviendo aquellos desafortunados desconocidos.
Cabe destacar que tampoco era como que tuviéramos las más intrínsecas tradiciones o rituales dignos de compartir o transmitir generación tras generación, cuando había suerte y coincidía la pasábamos con algunos primos cercanos, sino era una cena un poco más decorada que las habituales que terminaba a eso de las 9 de la noche, sin to ni son, si había regalos al día siguiente uno que otro abrazo y adiós. No salíamos a jugar con los nuevos juguetes, no intercambiábamos tarjetas hechas por nosotros ni compartíamos el chocolate caliente en pijama, eso sólo lo veíamos en los maratones de las películas navideñas dobladas al español en canal 5.
Al pertenecer a una familia disfuncional en la que casi nunca estaban mis papás juntos y mis hermanos parecían más bien enemigos dentro de la trinchera aprendí desde muy temprano que si quería añadirle diversión o tradición a mi vida navideña tenía que hacerlo yo sola, cuando pudiera,
Cuando cumplí 30 por fin lo logré. Vivía con un par de amigas y por primera vez podría hacer de la navidad algo mío, rentaba un departamento con mi familia por elección, Pilar y Lucía eran y siguen siendo las mejores compañeras de casa, habitación y vida, el primer año juntas se acercaba la navidad y habíamos decidido que, a pesar de que todas iríamos con nuestros padres a pasar nochebuena a la mañana siguiente iniciaríamos entre nosotras nuevas tradiciones, esta vez sí dignas de pasar entre generaciones.
Hay algo mucho más importante que la navidad en si misma – sin importar en lo que se crea- y es que es una oportunidad de reconectar, tanto con nuestros seres queridos como con la bondad en el mundo y con nosotros mismos. Decididas a promover el espíritu navideño nos dedicamos desde inicios de mes a decorar el departamento como si se trata del mismísimo polo norte, nieve artificial, guirnaldas, rentamos un árbol por el que irían pasando reyes, compramos esferas, luces blancas y de colores por todos lados, es más, hasta nuestro detergente era de manzana y canela, hicimos nuestras botas para rellenar aunque no había chimenea, usamos cajas vacías forradas de papel brillante para adornar, peluches navideños reciclados de nuestra infancia, un nacimiento – Lucía si es muy creyente-, un trineo pequeño con un botón para escuchar el jo jo jo que sacamos de costco… en fin, el paquete completo.
Fue pasada la medianoche que recibí la llamada de Pilar, pensé que era para felicitarme así que hice el cambio a facetime, lo rechazó. Volvió a llamar y al escuchar su voz, sin necesidad de poner mucha atención en las palabras que medio lograba pronunciar, lo supe, algo terrible había pasado. Resulta que Pilar era la única de su familia a la que no le habían informado que su madre tenía cáncer, lo habían detectado hacía algunas semanas y como ella ya no vivía en chihuahua no les pareció oportuno informarle ¿para qué? No había nada que pudiera hacerse, le habían dado a lo mucho un par de meses de vida y resulta que se habían equivocado. Ante la muerte no hay palabras de consuelo, las condolencias y el pésame son un espejismo, no importa lo que digas o lo que intentes decir, no hay consuelo al ver los ojos de tu madre apagarse a medio pavo, en plena cena, frente a los sobrinos, a tu hermanos, como una vela a la que le soplan en el pastel pero sin oportunidad de pedir ningún deseo. Se desplomó en la mesa, fallo respiratorio, infarto fulminante, lo que nadie espera en nochebuena.
Está de más decir que se canceló nuestra navidad, cambiamos los mamelucos de monos de nieve por abrigos negros. Han pasado ya tres años, seguimos juntas, a pesar o quizá por todo lo que nos ha pasado, cada 24 festejamos a Rosario (su madre) con un altar de muertos, suena tétrico, ya se pero es nuestra pequeña tradición, en vez de cempasúchil usamos noche buenas, colocamos una pierna de pavo como remembranza de su última cena y hacemos un salud antes de irnos a cenar, a la mañana siguiente le servimos recalentado. El papel picado es de copos de nieve, los adornos en tonos de la bandera, verde, blanco y rojo, luces por todo el lugar, velas blancas de vainilla-sus favoritas- y entonces cenamos con el altar y chabela Vargas en el fondo –era su favorita- A Pilar se le llenan los ojos de recuerdos y entonces le tomo la mano y lloramos mientras cantamos juntas, no es la tradición que tenía en mente, pero es nuestra tradición.
Ojalá esta noche, ojalá este año sigamos construyendo recuerdos para resignificar esa navidad, ojalá que mañana podamos ver mi pobre angelito sin sentir remordimiento por los menos afortunados, ojalá que no se nos olvide abrazar muy recio a los que tenemos cerca y pensar con amor a los que no podemos apapachar, a los que están lejos o ya no están, ojalá que los llevemos dentro y que más que peso su recuerdo nos den ligereza. Este año he perdido más que ningún otro, espero que el espacio que queda se vaya llenando de mucho más por lo que agradecer.