Hay varias cosas que todo mexicano de hueso colorado puede presumir; el mariachi, el tequila, las fiestas, y el sazón de nuestras abuelas.
En mi caso el que más presumo es el último.
A mi abuela la bautizaron como Dolores, pero bien podríamos quitarme la D a su nombre y agregado de apellido un toque de magia porque era lo que salía de su cocina; Olores Mágicos, y cómo ya es sabido el sabor entra por la nariz.
Dominaba los platillo típicos de nuestra tierra y uno que otro de fuera, pero del que voy a hablar tiene que ver con cómo endulzaba la vida de aquellos que la rodeaban.
En el menú de los buenos momentos, esos de las pláticas que llegan con un buen postre, encontrábamos en la mesa nieve de mango, donas horneadas, tapioca con fruta, pastel de almendras, arroz con leche, volteado de piña, cacahuates garapiñados, gelatina de refresco y muchos más deliciosos manjares que ahora solo recordamos en las páginas de su recetario de pasta verde, con firma de su puño y letra en la primera página. Caligrafía que llevo tatuada en la piel como si fuera necesario para pensarla en todo momento.
Pero sin duda su mejor platillo era el cielo.
Cuando llegaba el invierno conyugal y tequilero, ese de frío seco con el que a mi tierra (Aguascalientes) le daban ganas de cambiarse el nombre, mi abuela calentaba la cocina y el alma con turrones.
Todos los que conocían el dulce preguntaban por la receta secreta, a lo que yo contestaba, se prepara así:
Dolores que es muy alta y me llama “mi chaparrita” se pone un poco de puntitas, estira la mano y baja pedacitos de cielo.
Los curiosos se quedaban satisfechos con el dulce y con la respuesta, era fácil creer la historia, pues sentían que estaban probando el cielo.
Hoy ya no está Dolores, y esa es la única receta que no grabó en la biblia verde del postre, pero como es época de magia ella estira la mano ahora desde el cielo y pasa unos bocados de este manjar a las manos de mi madre. Y así es como Dolores nos sigue endulzando la vida, con su amor a punto de turrón.