A PROPÓSITO del confinamiento en el que abundan historias desgarradoras por todo lo que conlleva, he visto trémula la película La trinchera infinita que, guardando las proporciones necesarias por los motivos de aislamiento tan distintos a los actuales, nos acerca a la posibilidad de un vórtice común: el desdibujamiento paulatino y doloroso de la identidad que el protagonista va perdiendo a lo largo de la historia enmarcada en la Guerra Civil Española y que constituye el despojo de ese constructo emocional y social que, con todo y los vaivenes de la vida, una persona se dice a sí misma quién es y para dónde va.
Dirigida por Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga, la producción galardonada con el premio Forqué representará a España en los Óscares 2021 y recrea más que el contexto de guerra y posguerra, la historia verídica y personal de un hombre que vivió 30 años, que se dicen fácil, entre escondites y vericuetos en su propio hogar que lo ponen al borde de la despersonalización, del quiebre emocional, del anonimato a veces entre su propia gente y al riesgo continuo de su captura a pesar de que su esposa, representada por la actriz Belén Cuesta, hace hasta lo imposible para cubrir su refugio entre los obstáculos que la cotidianidad impone y que a cada segundo se ven amenazados por el enredijo de mentiras que necesariamente se construyen cuando se vive en el subterfugio de la verdad.
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La trama es intimista y descarna la brutalidad con la que un hombre y un personaje unidos por la casualidad de la ficción y la historia, huyen a salto de mata con el acecho de la muerte a sus espaldas hasta encontrar un escondite que se convierte en el lazo insoslayable con su destino.
SACAR A FLOTE LA FORTALEZA
Ante el ostracismo con su propia intimidad como la gran paradoja, el hombre traspasa esa capa de su propia identidad y duda por momentos de sí mismo, de la lealtad de su esposa, quien, sumergida también en el engaño continuo, duda también de ella y de la historia de ambos.
Sin juicios de valor sobre la culpabilidad o victimización del protagonista, que daría para muchas interpretaciones y debates desde distintas perspectivas, empezando porque a todas las personas que vivieron en igualdad de circunstancias la historia los llama “topos”, la película descarna el anhelo de un hombre por conservar su identidad que sentía diluirse en residuos ante la imposibilidad de convivir con vecinos, amigos, pasear libremente y presumir las fotografías de familia que para él constituían un todo, una absoluta reivindicación de sus sueños y la necesidad imperiosa de resistir para conocer el mar a las orillas del Mediterráneo junto a su esposa.
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Me conmovió mucho porque en el confinamiento es indispensable sacar a flote toda la fortaleza y la determinación posible, que solo la otorgan los sueños que cada uno de nosotros recrea en su propio futuro. Allí, en la mente y en el corazón, son nítidos e inquebrantables.
Me gustará mucho ver el triunfo de la película española en los Óscares si es que lo logra, porque eso significa, más allá del reconocimiento, que para mí bien merecido se lo tienen sus creativos, la exhibición de tantos sufrimientos escondidos en los muros de la historia y cuyas lecciones de aislamiento, sufrimiento y horror siempre conviene repasarlos para no volver a repetirlos. N
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Adriana García es escritora y periodista. Sus ensayos y novelas se han publicado en México y Estados Unidos. Ha dirigido diversas oficinas de comunicación y es asesora en comunicación política de organizaciones públicas y privadas. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad de la autora.