Es un alivio sentir el viento contra la piel después de estar algún tiempo encerrado. No importa la temperatura del mismo, la primera bocanada siempre se siente como de aire fresco, es hasta que percibes el resto de los efectos del aire caliente que tomas precaución; lo mismo me pasó con Arielle.
Cuando la conocí, más allá de quedar atrapado por su físico o su acento lo que llamó mi atención era su aparente devoción a las culturas latinoamericanas, parecía en ocasiones saber más que cualquier connacional que nos encontráramos. Nos conocimos en la ciudad mientras intentábamos hacernos un lugar en lo alto de la torre latinoamericana, yo iba con un par de amigos que estaban de visita y ella iba sola. Nos tomó una fotografía e hicimos lo mismo para ella. He viajado solo, entiendo aquello del recuento posterior de imágenes: paisajes, cosas random, selfies/fotos que toman extraños y comida. Arielle llevaba apenas una semana en la ciudad, de inmediato la invitamos a unirse a nuestro recorrido, accedió y eso hicimos.
A pesar de que los idiomas nunca fueron mi fuerte pasé las siguientes semanas sumergiéndome en actividades lejos de mi rutina y alcance. Exploramos casi todos los restaurantes veganos cercanos al centro histórico, comí más postres y pasteles que en toda mi infancia y descubrí que no necesitábamos hablar para comunicarnos de forma eficaz. Ella planeaba continuar su viaje por el continente americano unos cuantos meses más antes de volver a Francia para enfocarse en su propia empresa. Quería montar una pastelería para el público en general y un catering especializado en postres para eventos especiales.
Los planes cambiaron y lo que serían sólo un par de semanas en México se convirtieron en ocho meses, su familia empezó a insistir en su regreso, organizamos varias salidas con amigos y hasta una despedida con mariachi, en la que entre el valor de los tequilas y el son de las golondrinas le confesé lo que aparentemente era obvio para todos, menos para mí: estaba enamorado, no quería perderla. En ocasiones aquello que parece una ventaja termina siendo lo que nos regresa a la realidad. Muchas veces, de golpe. Te amo, le dije. Muchas gracias respondió, diferencias culturales por el lenguaje, pensaba en ese momento, mientras dentro de mi algo se rompía.
Arielle se fue pero supo quedarse, enviaba cartas de vez en cuando, en mi cumpleaños unos pasteles de su lugar favorito, en navidad un champagne de una región cercana a casa de su familia, llamadas cortas pero continuas. En mi lenguaje eso era lo mismo a responder que también me amaba, así que no debe de sorprenderles saber que después de un año completo de ahorrar, tomé las pocas cosas de valor que tenía y después de vender lo que pude, dejé mi departamento y compré un ticket sin regreso a Paris.
Mi primera vez como adulto en la capital del amor, vaya. Me sentía como el protagonista de mi propia comedia romántica. “El hombre que lo dejó todo para ir tras la mujer que ama al otro lado del mundo, la encuentra, se besan y viven felices para siempre…” nada más alejado de la realidad.
Al llegar me di cuenta de que el teléfono que tenía de Arielle no era un celular así que no pude localizarla en mis primeros intentos, busqué la dirección que tenía registrada para las cartas y envíos, resultó ser un centro de consolidación ya que la ciudad en la que ella vivía al parecer era muy pequeña y no tenía bien marcadas ni las calles ni los números. Pequeños contratiempos pensaba entonces. Así pues, después de varias horas logré comunicarme en mi francés roto y conseguí la ruta para llegar a su pueblo natal.
Iba nervioso, no tenía un plan más allá de reciclar y utilizar todas las ideas románticas y clichés que de alguna manera se habían almacenado en mi cerebro construyendo un curioso concepto del amor, bueno, mejor dicho, del amor romántico.
Bajé del vehículo en una pequeña estación en la que debía iniciar la última parte de mi trayecto, en la esquina había un bistró, entré y lo primero que llamó mi atención fue un letrero que decía “Appeler un chat un chat”, uno de los primeros dichos que le aprendí, hacía referencia a llamar a las cosas por su nombre, darles el lugar que se merecen por decirlo de otra manera. Llamarle gato a un gato.
Después de ordenar pregunté por ella, debí saberlo al ver los signos de interrogación que enmarcaban los ojos de la cajera cuando le mostré la foto de Arielle, ahora sé que quizá lo mejor hubiera sido preguntarle a Arielle si estaba de acuerdo con mi plan, pero es que planear, preguntar y consentir le resta lo romántico al gesto, o bueno, eso pensaba.
No fue difícil encontrar el lugar, era el único. Inhale profundo, no estaba preparado para verla pero claro que estaba preparado para verla, tenía un plan; iba a encontrarla con los ojos a unos metros de distancia, acercarme a ella, abrazarla y apretarla fuerte en mis brazos, luego besarla – por fin- y claro, vivir juntos y felices para siempre o al menos hasta que pudiéramos.
En vez de eso, después de estar sentado 15 minutos en una de las mesitas se acercó un chico, no llegaba ni a los 10 años, pedí un café y un éclair de chocolate, eran la especialidad de Arielle, saqué de mi mochila su foto y señalándola pregunté por su nombre. Otra vez los ojos de pregunta ante la imposibilidad de que habláramos el mismo idioma, sólo me dijo que no.
Pasarían varios meses antes de que pudiera regresar a México, tuve que conseguir varios empleos temporales y ahorrar lo poco que ganaba. Nunca más supe de ella, fue como si se la tragara la tierra, debo confesar que en ocasiones la he vuelto a buscar aprovechando las redes sociales y la información de hoy en día pero no he tenido éxito.
No todas las bocanadas de aire traen alivio consigo. También es sano llamar a las cosas por su nombre, por ejemplo Arielle no me rompió el corazón, me lo rompí yo mismo; la hubiera besado cuando la tenía cerca, aprendido francés, avisarle mis planes… etc… y es que si el amor anula en vez de ser aire fresco; asfixia.