Cuando estaba en la universidad pasé por un momento de hartazgo en el que mis opciones eran; o continuar en España y seguir con mi novio de siempre o aprovechar el momento de inflexión que se me presentó y mudarme unos meses fuera del país, alejarme de aquellos que ya no sumaban a mi vida y descubrirme sin intérpretes, ni intermediarios. No había mucho que pensar: tomé mis maletas y me fui a Sudamérica. La ingenuidad de suponer que mudarme a otro continente facilitaría que hiciera lo mismo conmigo se esfumó; no sólo regresé con mi ex, sino que, me reconcilié igual con viejos miedos y patrones. La nueva yo seguía amarrada a las decisiones y métodos de la versión anterior.
Una amiga llevaba semanas contándome sobre un chico con el que salía, quería presentármelo y conocer mi percepción. La acompañé a una fiesta donde quedaron de verse. Entramos en un gran salón con sillones verde esmeralda y pequeñas mesas altas en lugares estratégicos, y entonces pasó; Uno de esos momentos que dura segundos pero remueve décadas, de los que se hablan en la literatura y el cine; Entré, nuestras miradas se encontraron y lo demás perdió nitidez en el fondo. Un relámpago directo en los huesos, una sacudida. Mis labios rosas estaban en sus ojos y en su mano una copa extendida, como si para él fuera obvio que al verlo se me había secado por completo la boca.
Su nombre era Paulo; despeinado, sonriente y honesto; en seguida intercambiamos redes sociales para estar en contacto. Sin esfuerzo nos fuimos descociendo y nos enseñamos nuestras cicatrices, sin ocultar las verdades. Él llevaba poco saliendo con una chica, parecía que el asunto iba bien así que fue claro desde el principio. Yo le conté de mi relación. Aquella noche, sin saberlo cerramos un trato mudo. Íbamos a ser sólo amigos, estaba decidido. A pesar de que las pláticas hasta tarde compartiendo nuestro día, las anécdotas sobre nuestra infancia con fotos como apoyo visual y las postales hablando sobre los últimos lugares que visitamos –solos o acompañados- ambos teníamos claro que lo mejor era evitar mal entendidos. Y así pasamos no a ser amigos, sino amigos virtuales.
Un par de veces mencioné algún lugar para visitar juntos o al que parecía buena idea ir, pasar por un café, un trago o algo…. Paulo siempre fue tajante; mientras estuviera en una relación con alguien más no podía salir conmigo. Para ser honesta tampoco yo con él. El relámpago retumbaba bajo mi piel cuando hablábamos, al pensar en el olor de su pelo cuando nos despedimos, o en la temperatura perfecta de su cuerpo, ni muy frío, ni muy caliente; ideal para mí. Pero ese era el tema; embonábamos perfecto como piezas independientes pero no éramos parte del mismo rompecabezas.
Pasó casi un año de aquella fiesta. Estaba a una semana de mi regreso, así que era un maratón del adiós; había mucha gente de la cual despedirme, muchos platillos que comer por última vez…Para entonces ya tenía una red de amigos locales y extranjeros mucho más amplia que cuando recién lo conocí. Fue después de una noche entre mariachis, tequilas, pisco y lentejas que tomé el metro para volver a casa. Entré al vagón y de nuevo, los huesos, cómo si pudiera percibirlo mi cuerpo antes que yo, me avisaban que ahí estaba. Nos dimos un abrazo largo, dijimos adiós mientras con cuidado colocaba esos minutos en el guardapelo de mi memoria.
Promesas rotas, planes inconclusos y cambios drásticos en nuestra vida definieron los siguientes años, ambos seguíamos en nuestras respectivas relaciones de pareja, hasta que, por casualidad o causalidad, por fin nos encontramos solteros. Parecía irónico que, habiendo entre los dos más distancia que antes fuéramos entonces más cercanos que nunca.
Comenzó el romance, por fin podía decirle que soñaba con hundir mi nariz en su cuello, pero no sólo un ratito un domingo en el que nos encontrábamos de casualidad, sino unos minutos todas las mañanas mientras nos despertamos despacio. Paulo acababa de llegar a Australia, yo estaba de regreso en España. Gracias a la globalización logramos hacer un plan para volver a vernos, para tener una primera cita. Poco sospechaba entonces que pasaríamos de un reencuentro, al inicio de una vida juntos, mucho menos que, después de tanto seguiría enamorada hasta los huesos.
El ‘mal timing’ resultó ser lo mejor que pudo sucedernos. Ese destiempo del que se queja el resto; a nosotros nos acercó con todo y distancia. Al descartar la dinámica del coqueteo como parte clave en nuestra relación – por respeto a nuestros procesos y decisiones- lo que quedaba era ser reales, hablarnos con la verdad sobre el momento que estábamos viviendo, sin pretender mostrarnos como éramos, como somos.
La imposibilidad de ser pareja nos abrió un amplio abanico para ser cualquier otra cosa que decidiéramos y aunque entonces no lo sabía, hoy con sal en los labios sonrío y me doy cuenta que convertirnos en amigos fue la mejor decisión que pudimos tomar al tiempo que nos encontramos.
Después de diez meses de llamadas en distintos husos horarios, noches sin dormir, pláticas de todo el día, presentaciones virtuales con amigos, felinos y familia; ahí estaba. Con su 1.80m de estatura, una playera color tinto y chinos oscuros alborotados; el guapo de la fiesta, mi mejor amigo, el hombre que a pesar de sólo haber visto dos veces en mi vida esperaba ahora bajo el anuncio de “Llegadas internacionales”.
Nunca me fui, al menos no de su lado. A veces un “Múdate conmigo” es mucho más efectivo que un no te vayas. Con Paulo todos los días aprendo algo nuevo, sino de la vida, sobre él o de mi misma, una de las mejores lecciones hasta el día de hoy es esta; Al mal tiempo, buena cara.