Miles de migrantes atrapados en las fronteras norte y sur de México, hacinados en campamentos o mendigando en las calles, contemplan “aterrorizados” la propagación de la COVID-19, una pandemia que entrampó sus procesos de asilo en este país y Estados Unidos sumiéndolos en una total incertidumbre.
“Todo el ambiente es de zozobra, estamos aterrorizados”, confiesa por teléfono un ecuatoriano indocumentado desde un campamento migrante en Matamoros, Tamaulipas, muy cerca de la frontera estadounidense, donde sobreviven unas 2,000 personas.
“Si llega a darse una infección, va a ser una situación de caos total, no me quiero ni imaginar lo que pasaría”, agrega el hombre de 30 años, bajo condición de anonimato.
Con su esposa, su hijo de 12 años y su hija de cuatro, sufren además el duro golpe emocional que significó la suspensión en Estados Unidos de las audiencias del programa “Quédate en México” (MPP por sus siglas en inglés). Tenían cita a finales de abril.
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México también cerró oficinas regionales para el trámite de asilos por la contingencia.
En estos albergues, a veces los migrantes no comen y salir de las carpas para ir a trabajar conlleva el alto riesgo de terminar secuestrado. Hacinados, cumplir las reglas básicas para no contraer el coronavirus es prácticamente imposible.
Mantener distancia o lavarse las manos frecuentemente está fuera de sus posibilidades y no existen áreas de aislamiento para eventuales infectados.
“Estamos abandonados, estamos en tierra de nadie”, añade el ecuatoriano que huyó de su país por hambre y amenazas de pandilleros.
“Son 2,000 personas en menos de una hectárea. Es necesario que el gobierno federal promueva su repatriación voluntaria y que reubique el campamento. Está en una área salvaje”, denuncia Enrique Maciel Cervantes, titular del Instituto Tamaulipeco para el Migrante en Matamoros.
Empujados por el miedo a “morir por el bicho ese”, algunos cruzan por el Río Bravo, como un cubano migrante que luego fue detenido y devuelto a Tijuana, al otro extremo de la frontera, relata el ecuatoriano.
“No sabemos qué hacer, pero volver a mi país ahora menos que nunca es una opción”, lamenta este nativo de Guayaquil, donde la COVID-19 colapsó el sistema de salud.
Encierro de migrantes
Los migrantes en Matamoros, una zona copada de narcotraficantes, enfrentan una frontera cerrada y no pueden volver a sus países. “La gente está muy estresada, tiene mucho miedo”, alerta el director para México y Centro América de Médicos Sin Fronteras, Loïc Jaeger.
La situación en albergues operados por asociaciones civiles o religiosas es similar en otros puntos de la frontera.
En la Casa del Migrante de Ciudad Juárez, Chihuahua, también fronteriza con Estados Unidos, el ingreso se restringió y su titular, el sacerdote Francisco Javier Calvillo, suplica ayuda al gobierno.
“Pregúntenme si alguien ha venido a traernos cubrebocas”, denuncia a la AFP. Las restricciones de cruces para viajes no esenciales entre ambos países bajaron mucho las donaciones al albergue, agrega el religioso.
“Tengo una población que no sale, quienes iban a trabajar ya no salen” para evitar contagios y el confinamiento los desespera, describe Calvillo.
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El miedo a la enfermedad también ha atizado motines en estaciones del Instituto de Migración.
La semana pasada, una persona murió asfixiada y 14 más resultaron intoxicadas cuando algunos detenidos quemaron colchonetas en una estación migratoria de Tabasco.
“Si forzamos a la gente a quedarse en lugares donde saben que están expuestos a la pandemia (…) va a reaccionar; no está dispuesta a correr ese peligro”, advierte Jaeger.
México suma 3,181 casos confirmados y 174 fallecidos. El gobierno calcula que 250,000 personas se infectarán en el peor escenario y el sistema hospitalario puede dar terapia intensiva solo a 5%.
“¿Dónde será mejor morir?”
Los flujos migratorios que atraviesan territorio mexicano para llegar a Estados Unidos son un fenómeno regional latente que se agudizó a finales de 2018 con el surgimiento de multitudinarias caravanas.
En Tapachula, cerca de la frontera con Guatemala, la organización Pueblos Sin Frontera, calcula que hay unos 70,000 indocumentados. Como tienen prohibido congregarse en parques, se esconden en la maleza de las afueras de la ciudad.
“Los comedores públicos han cerrado y también los comercios donde los migrantes podían ganarse una moneda para comer. El panorama es de hambre, van a enfermar más fácilmente”, alerta Raúl Abeja, integrante de esa organización.
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Douglas Vazques, un guatemalteco de 22 años, dice por teléfono desde Tapachula que antes pasaba un día sin comer, pero en semanas recientes han sido hasta tres sin probar bocado.
“Estoy en los huesos. La gente ahora guarda su comida con todo lo que está pasando, nos tratan peor ahora, como apestados”, denuncia Vazques, quien ante esta nueva desgracia se pregunta: “¿Dónde será mejor morir?”.