Los médicos están acostumbrados a intentarlo todo para salvar a sus pacientes. Las familias cuentan con ello en esta época de pandemia. Habrá un precio muy grande que pagar cuando retengamos esa atención.
La pandemia del COVID-19 ha alterado rápida y radicalmente cualquier sentido de normalidad en todos los aspectos de la práctica médica. Racionar la atención que salvaría vidas no es algo a lo que los médicos estemos acostumbrados a considerar conscientemente en nuestras vidas laborales cotidianas, mucho menos tener que comunicárselo a los pacientes o sus familias. A lo más, se nos enseña un poco al respecto, por lo general en la escuela, como parte de un curso formal de ética médica.
En la Escuela de Medicina de Harvard, donde les he enseñado a cientos de estudiantes dicha asignatura por más de una década, le damos unas cuantas horas al tema en el salón de clases en su primer año. En mi experiencia, rara vez se da un consenso, pero muchos estudiantes se sienten más cómodos con algún tipo de pensamiento utilitario: en abstracto, intuitivamente tiene sentido que debamos maximizar la cantidad de vidas salvadas en una crisis.
Pero la distancia moral es inmensa entre las discusiones académicas y cuidar de hecho a personas enfermas con nombres, rostros e historias de vida. En cuanto terminamos, como estudiantes, de discutir argumentos éticos construidos cuidadosamente, nos convertimos en médicos internos, estudiantes de especialidad y adscritos, y aprendemos a priorizar singularmente a la persona que respira y habla frente a nosotros.
Somos adoctrinados rápidamente sobre la regla del rescate: salva a cada paciente con todos los medios disponibles. Y hasta ahora en nuestro país, los medios han estado, en líneas generales, disponibles sin problemas. No hemos necesitado construir la fortaleza psicológica para enfrentar una auténtica escasez que amenace vidas.
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Las conversaciones sobre la muerte en un escenario de cuidado intensivo por lo general ocurren después de que hemos agotado todas nuestras opciones terapéuticas. En mi práctica, como especialista en cuidado neonatal crucial, ha habido ocasiones en las cuales sabemos que nuestros bebés pacientes están en el proceso de morir a pesar de nuestros esfuerzos en marcha para mantenerlos vivos. Usualmente no es un cambio abrupto en la condición clínica o alguna catástrofe inesperada lo que nos convence, sino más bien un proceso implacable y a fuego lento durante días, semanas e incluso meses. La respiración artificial para nuestros pacientes, proveer medicamentos poderosos para mantener el bombeo de sus corazones y proveer cocteles energéticos de azúcar, proteína y grasa por vía intravenosa, no son suficientes para prevenir lo inevitable. Tal vez ganemos tiempo continuando nuestras intervenciones, pero el resultado no cambiará.
Cuando esta sospecha clínica suena lo bastante fuerte, sentimos más urgencia de tener las conversaciones más duras con los padres. Necesitan por lo menos oír, si no aceptar de inmediato, que hay más probabilidades de que su bebé no sobreviva, a pesar de que intentemos todo en nuestro bolso terapéutico para salvar a su hijo.
Esa última parte es clave para nuestra propia cordura y para conservar la confianza de nuestros pacientes: que de hecho lo intentamos todo.
Somos afortunados de que la mayoría de los padres, con el tiempo, asimilan nuestra conclusión clínica después de presentárselas. Rara vez son ingenuos con respecto a lo que observan, incluso cuando se aferran a la última pizca de esperanza. En las mejores circunstancias, nuestras últimas horas o días juntos los pasamos tratando de permitir una muerte digna con la cual puedan vivir las familias de nuestros pequeños pacientes, por desgarradora que invariablemente pueda ser. En mi experiencia, la mayoría de los padres agradece que a su bebé se le diera una oportunidad honesta de vivir en nuestras manos.
Me atrevo a decir que, en mi unidad de cuidados intensivos neonatales, la utilidad rara vez, o nunca, entra en nuestro cálculo ético sobre el trato al paciente.
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La pandemia actual exige que los médicos nos remodelemos en vestiduras profundamente incómodas. Como educador de estudiantes médicos y becarios de posgrado, estoy seguro de que la mayoría de los más jóvenes a mi cargo se identifica más con el Capitán Kirk y Menos con el Señor Spock. Tampoco son más darwinistas sociales por naturaleza.
Nuestros amigos bioéticos tratan de suavizar el golpe, reconociendo nuestra vulnerabilidad por la obsesión de rescate. Ellos recomiendan que estas decisiones de racionamiento de vida o muerte se deban tomar antes de siquiera tener al paciente a la vista, que los comités institucionales informados por un riguroso análisis ético dicten la asignación de protocolos que se aproximen mejor a la que sería una serie “menos mala” de resultados.
Estoy seguro de que esto es sensato a la larga. Necesitamos admitir que ningún sistema de racionamiento de terapias para salvar vidas es capaz de satisfacer a todos los accionistas, pero un enfoque aleatorio y opaco devastará una confianza social, privilegiada y esencial, casi exclusiva de nuestra profesión. Debemos hacer lo mejor para equilibrar lo justo y la eficiencia a la vez que aseguramos la transparencia.
Y, aun así, todavía me preocupa que este ejercicio de ética aplicada, aunque desesperadamente importante, no haga mucho trabajo moral. Sí, si todo sale bien, se salvarán más vidas al final sin una discriminación grotesca y global contra los débiles o viejos. Y dado que toda vida supuestamente tiene el mismo valor, cuantas más se salven, mejor. No obstante, no puedo evitar sentir que nos arrancarán una parte crucial de nuestra humanidad cada vez que tales decisiones se tomen de hecho.
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No solo sufriremos un profundo trauma emocional que podría marcarnos por el resto de nuestras vidas profesionales y personales, sino que también violaremos algo básico en el llamado de las profesiones de salud. Tal vez no sea sagrado, pero no me avergüenza llamarlo espiritual. Estas consecuencias también cuentan.
Incluso si los médicos y enfermeras no toman la decisión de quién recibe un ventilador, nosotros tendremos la tarea de proveer un cuidado inferior, si no es que de plano paliativo. Seremos nosotros quienes declaremos muertos a nuestros pacientes. Serán nuestros rostros, voces, brazos y piernas, no los de los éticos, administradores de hospitales o funcionarios de salud pública, los que fallen físicamente en darles una oportunidad óptima de rescate.
No hay cómo distanciarnos del horror. No se debería subestimar el impacto psicológico en nosotros.
Las familias de estos pacientes olvidados no nos estarán agradecidas, ni deberían estarlo. Les habrán hecho un mal, punto, sin importar con cuánto cuidado un argumento filosófico pudiera sugerir lo contrario. No se debería subestimar el impacto psicológico en ellos.
Así, durante estos días de estimaciones, mi humilde petición es triple: uno, no descontemos el más grave de los daños mediante ocultarlo bajo el manto procedimental de los protocolos esterilizados de los hospitales. Dos, no desdeñemos la devastación en los pacientes y sus familias que no son tomados en cuenta en aras de priorizar algunos valores humanos sobre otros. Por último, tomemos más que un momento de conciencia cada vez que ocurra para llorar comunalmente y maldecir en voz alta, y luego tomar una pausa para recordar que ni la racionalidad fría ni la razón desapasionada son todo o siquiera la mayor parte de lo que en realidad nos hace profesionales de la salud decentes y solícitos.
Me temo que, si no lo hacemos, todos nos haremos menos.
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Sadath A. Sayeed, doctor en jurisprudencia, doctor en medicina, es profesor adjunto de salud global y medicina social en la Escuela de Medicina de Harvard. Las opiniones expresadas en este artículo son propiedad del autor.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek