Mientras son vulnerables, los renacuajos del sapo pata de pala devoran a sus rivales más pequeños para alcanzar la madurez lo más pronto posible. Gaviotas y pelícanos se cuentan entre las especies de aves que consumen crías como alimento y para prevenir la propagación de enfermedades. En ciertas especies de insectos -incluidos la mantis religiosa o una araña australiana conocida como espalda roja-, los machos ofrecen sus cuerpos como un obsequio postrero a las hembras con que se han apareado.
Pese a lo que se piensa, esta práctica es bastante común entre los mamíferos. Muchos roedores hembras se comen a sus crías enfermas o muertas, y también lo hacen cuando sus camadas son demasiado numerosas para alimentarlas. Osos y leones matan y devoran la descendencia de las hembras adultas, a fin de que se vuelvan más receptivas al apareamiento. Y a veces, los propios chimpancés canibalizan infortunados rivales -casi siempre bebés-, tal vez por la simple oportunidad de obtener un poco de proteínas adicionales.
En cambio, el canibalismo es el máximo tabú para los humanos. Es más, esta costumbre nos resulta tan abominable que ni siquiera nos dejamos persuadir con razonamientos de aquiescencia y ética.
En uno de nuestros experimentos, pedimos a los participantes que consideraran el caso hipotético de un hombre, quien había dado su consentimiento para que un amigo consumiera partes de su cuerpo una vez que muriera de causas naturales.
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Aclaramos a los participantes que el acto sucedería en una cultura que aceptaba semejante práctica; que el canibalismo tenía la finalidad de honrar al difunto; y que habrían de cocinar la carne para evitar el contagio de alguna enfermedad. Sin embargo, aun con esa descripción detallada, la mitad de los voluntarios insistió en que la acción era invariablemente censurable.
El acto de comer la carne de otro ser humano queda completamente fuera de toda consideración, incluso en las situaciones más extrema. Tanto así, que los supervivientes del célebre accidente aéreo andino de 1972 aguardaron hasta casi morir de inanición antes de ceder a la razón y consumir los cuerpos de sus compañeros fallecidos.
Roberto Canessa, uno de los supervivientes, declaró que comer a sus compañeros de viaje había sido como “robarles el alma” y caer en la “máxima ignominia”. Y no obstante, recordó también que, después del accidente, tanto él como varios otros pasajeros manifestaron la disposición de ceder sus cuerpos para contribuir a la misión de supervivencia comunitaria.
Repudio categórico
La trágica anécdota antes descrita ilustra por qué el ser humano es la excepción a la regla del canibalismo animal. La causa de esta excepción es que poseemos una capacidad incomparable para representar la personalidad tanto de los vivos como de los muertos. Y el profundo nexo entre personalidad y carne significa que, incluso en situaciones que nos llevan a hacer una evaluación cuidadosa de los méritos del canibalismo, nuestra lógica siempre se ve abrumada por nuestros sentimientos de repudio y repugnancia.
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Pero ¿cómo se explica que repudiemos la ingestión de carne humana y no la de otros animales? El filósofo William Irvine nos pide que imaginemos un rancho donde crían rollizos bebés para consumo humano, de la misma manera como engordamos y sacrificamos ganado por su carne. Irvine sugiere que los argumentos que esgrimimos para justiciar la matanza de reses pueden aplicarse también a los bebés porque, por ejemplo, no protestarían y tampoco tendrían capacidad de raciocinio.
Si bien Irvine no aboga porque comamos bebés, su proposición sirve para esclarecer nuestros prejuicios en lo tocante a la ética del canibalismo. Desde edad muy temprana, aprendemos a pensar en términos de humanos y vacas; es decir, en categorías cuya realidad o “esencia” subyacente no podemos observar directamente y, no obstante, infunde al objeto con una identidad fundamental. En nuestro caso, los humanos estamos dotados de inteligencia y raciocinio, tenemos personalidades y el deseo de vivir, y formamos vínculos entre nosotros.
Aunque el esencialismo psicológico nos permite definir expectativas y emitir juicios sobre los integrantes de una categoría, esta lógica no resulta igual de eficaz cuando la categoría en cuestión no posee las cualidades que hemos definido para el momento de morir. Es por eso que el canibalismo post mortem, incluso consensuado, sigue siendo objeto de repudio. Y aun si nos forzáramos a considerarlo moralmente aceptable, no podríamos acallar nuestros pensamientos sobre la persona que cede su cuerpo.
Nuestras interacciones con los animales determinan la manera como los categorizamos. Y diversas investigaciones demuestran que, cuantos más atributos humanos conferimos a los animales -es decir, su semejanza con nosotros- más reprensible nos resulta consumirlos.
Adaptarse a lo desconocido
Aun cuando ciertos grupos han sido demonizados con acusaciones falsas de canibalismo, esta práctica está muy presente en la historia humana. Se sabe que la etnia fore de Papúa Nueva Guinea ha practicado el canibalismo fúnebre en la creencia de que el cuerpo del difunto es consumido por personas que lo amaron, y no por gusanos y larvas. Más aun, en la Europa post renacentista era frecuente consumir pedazos de momias con fines médicos.
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Por lo anterior, creemos que, de ser necesario, podríamos adaptarnos a la carne humana. Si bien muchos repudian cualquier tipo de carne, no olvidemos que, después de una difícil experiencia inicial, médicos forenses y embalsamadores de funerarias terminan por habituarse a manipular cadáveres. Y nuestras investigaciones en curso apuntan a que los carniceros ingleses se adaptan fácilmente a trabajar con restos animales que los clientes promedio encuentran bastante desagradables.
Por fortuna, la mayoría no tenemos necesidad de sobreponernos a esta repulsión en un futuro previsible. Aun cuando algunos filósofos arguyen que sepultar a los muertos es un desperdicio en el contexto de la lucha contra el hambre mundial, el hecho es que disponemos de opciones mucho más apetitosas que un filete de carne humana. Por ejemplo, podemos comer más plantas y menos carne para conservar los recursos que se pierden al alimentar el ganado con plantas. Los insectos pueden satisfacer nuestras necesidades de proteína, y ahora emerge la posibilidad de explotar la tecnología de la carne cultivada.
Por lo pronto, nos complace tanto como a ti aceptar la “sabiduría del repudio”: pese a sus semejanzas bioquímicas con la de otros mamíferos, la carne humana permanecerá firmemente fuera de toda consideración.
Jared Piazza es profesor de psicología social en la Universidad de Lancaster, Reino Unido; Neil McLatchie es profesor de psicología en la Universidad de Lancaster.
Este artículo fue tomado de The Conversation bajo una licencia de Creative Commons. Lea el artículo original.
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