Los programas de becas y préstamos a estudiantes han ampliado vastamente las filas de graduados universitarios. Y eso es un problema.
La deuda total de los estudiantes en Estados Unidos ahora se ubica en 1.5 billones de dólares. Sin el apoyo del gobierno federal, la mayoría de esta deuda nunca habría sido posible. Incluso los llamados préstamos a estudiantes sin subsidiar están, de hecho, tremendamente subsidiados, en comparación con, digamos, la deuda de tarjetas de crédito. Pero, extrañamente, casi nadie discute que Estados Unidos ha obtenido aquello por lo que pagó. La principal retribución de nuestros programas de estudiantes son las quejas.
A padres, estudiantes y activistas les preocupa que esta deuda aplastante tenga que ser pagada. Los programas de préstamos a estudiantes le han endosado a una generación de jóvenes onerosas obligaciones financieras, compromisos que les impiden iniciar una familia o mudarse fuera del sótano de sus padres. ¿No sería mejor si la universidad fuera asequible para todos?
Pero muchos de estos mismos críticos también critican a los préstamos a estudiantes de “mandar demasiados muchachos a la universidad”. Según su razonamiento, montones de estudiantes académicamente débiles usan el crédito barato para apostar en su futuro. Aun cuando esto en ocasiones sale bien, los estudiantes más débiles usualmente fracasan. Un estudio importante halló que más de la mitad de los graduados de preparatoria con calificaciones en matemáticas por debajo del promedio ahora empiezan la universidad, pero menos de una cuarta parte de ellos en realidad cruza la línea de meta. Y cuando los estudiantes más débiles logran graduarse, rara vez tienen los títulos prestigiosos y las calificaciones altas requeridas para obtener los empleos lucrativos que necesitan para pagar sus préstamos. ¿No es perverso incentivar a los jóvenes cándidos con crédito barato y esperar que elijan bien?
Si los programas de préstamos a estudiantes son malos, ¿qué sería mejor? Sean cuales sean sus quejas, la mayoría de los críticos gravitan alrededor de la misma solución: hacer la colegiatura tan barata que los estudiantes ya no tengan que pedir prestado. Como escribe Peter Cappelli, de la Escuela Wharton, en Will College Pay Off?: “Usar préstamos para pagar la universidad es una idea con gran atractivo para los economistas porque la gente que obtiene el beneficio financiero —los graduados que consiguen el buen empleo— son quienes la pagan… Si el título no da una buena remuneración, ese argumento se viene abajo”.
Sin embargo, supongamos que los gobiernos recortaran la colegiatura universitaria. ¿Cómo motivaría esto a los estudiantes a terminar sus estudios o elegir cuidadosamente una carrera promisoria? ¿Qué haría esto con respecto a todo el tiempo y dinero perdidos que ya vemos en quienes abandonan los estudios o pasan de milagro? La universidad gratuita simplemente motivaría a estudiantes aún más débiles a lanzar los dados.
¿Cuál es el daño de crear oportunidades educativas ilimitadas? El más obvio es la carga enorme a los contribuyentes. Sin embargo, el problema más grave es que cuanto más se multipliquen los títulos universitarios, significarán menos para los empleadores. Los investigadores llaman a esto “inflación de credenciales”. La mayoría de lo que se aprende en la universidad nunca aparece después del examen final. Esto es obvio en las carreras de literatura e historia, pero incluso los ingenieros pasan semestres con pruebas matemáticas que nunca aparecen en el trabajo. Los empleadores recompensan los títulos universitarios principalmente porque certifican la inteligencia de los graduados, su ética laboral y mera conformidad. Entonces, cuando las oportunidades educativas se amplían, los empleadores no responden entregándole un buen empleo a todo graduado. Más bien, suben el nivel.
La inflación de credenciales explica por qué muchos de los jóvenes de hoy día necesitan un título universitario para conseguir el mismo empleo que sus padres obtuvieron con un diploma de preparatoria. Cierto, los empleos cognitivamente demandantes son más comunes ahora que en la década de 1970, pero siguen siendo más bien raros. Las secretarias, los meseros y los otros empleos clásicos “sin universidad” no deberían exigir un pedigrí de pasante universitario. Como bromeó un meme de internet: “Cuando todos tienen un título universitario, nadie lo tiene”.
Soy profesor universitario, pero sigo creyendo que las duras realidades de la inflación de credenciales deberían hacernos replantear radicalmente el valor social de la universidad. Si la meta principal de los estudiantes no es aprender habilidades útiles sino opacar a sus semejantes, los contribuyentes están alimentando una lucha de suma cero. Mi libro reciente analiza los números y concluye que nuestra sociedad sería más rica si la mitad de nuestros graduados de preparatoria se saltara la universidad y se uniera al mercado laboral. Y, francamente, no tiene caso hacer más asequible la universidad para estudiantes que no pertenecen allí en primer lugar. Cuando un título universitario era raro, había poco estigma en contra de quienes carecían de ello. Nuestro sueño no debería ser un mundo donde todos vayan a la universidad, sino un mundo donde puedas conseguir un buen empleo al salir de la preparatoria.
Tal vez voy demasiado lejos. Algunos “estudiantes más débiles” no tienen las ventajas socioeconómicas y académicas de quienes nacieron en familias adineradas. Pero los préstamos a estudiantes siguen siendo subestimados. Incluso los préstamos sin intereses dejan a los estudiantes con algo de riesgo al apostar. Si su inversión educativa fracasa, todavía tienen que pagarle al director. Las propuestas de hacer la universidad más barata, o incluso gratuita —como instó el senador Bernie Sanders en la última campaña presidencial—, eliminan ese crucial baldazo de realidad. Sin la colegiatura, los experimentos académicos más rocambolescos parecen tentadores. ¡Quién sabe, los estudios medievales podrían ponerse de moda!
Los programas de préstamos a estudiantes deberían reformarse. Pero las reformas inteligentes apoyan el incentivo a los prestatarios de elegir un camino productivo. Cobrar tasas de interés iguales sin importar las posibilidades de éxito o la carrera pensada es una receta para la inflación de credenciales infructuosa. El curso prudente, que es el procedimiento estándar en el sector privado, es basar las tasas de interés en el riesgo y la recompensa esperados. Aun cuando cabe la posibilidad de que florezcas tardíamente, los estudiantes más débiles deberían saber que tienen las probabilidades en su contra. Los estudiantes en carreras de bajos ingresos deberían entender la diferencia entre un pasatiempo y una vida de carrera. Y si te preocupan las divisiones de clase y la desigualdad económica, ¿no sería más moderado que tuviéramos bajo control la inflación de credenciales?
Pese a todas sus fallas, los programas de préstamos a estudiantes sí advierten a los estudiantes que miren antes de cruzar la calle. La manera pragmática de avanzar es aumentar las tasas de interés a los estudiantes de alto riesgo para que estas advertencias sean lo bastante claras.
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Bryan Caplan es profesor de economía en la Universidad George Mason y autor de The Case Against Education: Why the Education System Is a Waste of Time and Money.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation whit Newsweek