Con la duda de cuál es la última etapa de crecimiento de un varón, escribí sobre la ventanita de Google: “Human development”. Y la respuesta que recibí fue “ages 14-22”. Sí, al joven francés que el director de cámaras de la Semifinal nos mostraba desde múltiples ángulos le falta mucho para acabar de crecer. Hasta dentro de tres años, cuando sólo falte uno para Qatar 2022, Kylian Mbappé habrá alcanzado el límite de su desarrollo.
Ayer, cuando veíamos sus bruscos cambios de velocidad (propios de los receptores de futbol americano), en los instantes en que se movía como anguila para con su colección de engaños zafar la marca belga, cuando aceleraba junto a la línea de banda (como equilibrista en la cuerda, sin margen de maniobra) acarreando la pelota, frenaba, aceleraba, se detenía y otra vez corría en diagonal para taladrar el área, costaba creer que era un chico de 19 años. Había que ver su cara de rasgos redondos para confirmar que semejante portento físico es apenas un adolescente. A esa condición, el delantero la catapulta con una virtud. Como si sus músculos y huesos no pesaran, como si jugara dentro de una cápsula gravedad cero, esa majestad corporal posee lo que en la fantasía pertenece a las hadas y en la naturaleza a las libélulas: la liviandad, que lo hace variar en fracciones de segundo su posición y potencia.
En contraste con él, la Francia de ayer no maravilló. En todo caso fue una estructura eficiente, pragmática, con Lloris, un arquerazo, auxiliado por cuatro defensores de acero cuya obra destructiva fue monumental porque enfrente estaba lo más sublime que ha dado Rusia 2018: un alucinante regateador como Hazard y un medio de paciente y sistemática inventiva como De Bruyne.
El adiós de Bélgica es el más triste e injusto de todos los que ha habido en la competencia. Perderemos mucho sin estos Diablos Rojos, que fueron eso, seres astutos, peligrosos, divertidos, hasta el día en que no pudieron hacerle un gol a Francia y recibieron uno del modo más imprevisible: les anotó Umtiti, zaguero que en los 253 partidos de su carrera anotó siete veces: un gol cada 36 partidos. Su peinada a primer poste bastó para privarnos de ver a Hazard levantar la copa entre una lluvia de papelitos.
El futbol es inclemente con los equipos que aspiran a ser campeones primerizos. En los últimos 36 años de Copas del Mundo solo Francia y España lo fueron; el resto de los campeones, los de siempre: selecciones que ganaron el trofeo por segunda, tercera, cuarta, quinta vez.
Ya se instala la sensación de que el Mundial fue mezquino: prometían muchísimo Messi, Lewandowski, Kroos, Cristiano, James, Neymar. Todos se fueron prematuramente dejando solo insinuaciones de lo que son.
Nos queda muy poco del torneo y menos aún figuras que nuestra memoria guardará: quizá los croatas Modric y Rakitic, los ingleses Lingard y Kane.
Y Mbappé, por supuesto, el chico que ayer la recibió con la derecha dentro del área, la cedió con un toquecito a su izquierda y ahí la entregó a Giroud, de taquito, sin ver jamás a su receptor. Pero Giroud firmó como algo normal la genialidad y solo frente al arquero no fue capaz de anotar.
En el artificio individual más increíble de esta Copa del Mundo, Mbappé no necesitó a sus ojos. Como si sus pupilas estuvieran en sus dorsales, cedió de espaldas y a ciegas un pase de gol alucinante.
El adolescente que gesticula como un niño enfadado si algo no le sale, que sonríe generoso como un pequeño con sus amigos de la cuadra cuando uno de sus inventos sí resulta, llena nuestra vista como ningún otro. Y nos avisa que será su nombre de origen camerunés el que oigamos por muchos pero muchos años, cuando Cristiano, Messi y Neymar sean ya solo historia.