Si las alertas del WhatsApp sonaran según el contenido del mensaje, mi celular habría producido un estruendo. Leí: “Jugaron del asco pese a lo que digan los optimistas”, escribió mi amiga Beatriz e imaginé su ceño fruncido del coraje. Aún estaba subyugado por la emoción del 2-0 de Corea ante Alemania que un rato atrás nos condujo a Octavos, reía con el meme de “Imaginemos cosas chingonas: que Corea le gana a Alemania”, veía al consejero Byoung-Jin Han alzado en hombros como héroe nacional, me enteraba que en el Ángel la multitud gritaba “¡Corea, hermana, ya eres mexicana!”.
Es decir, Beatriz no tenía derecho a serruchar mi alegría. Le respondí: “Dado los primeros dos partidos, es tolerable”. México había jugado un grandísimo partido con Alemania, uno correcto con los asiáticos y esta vez la fortuna nos amaba sensualmente. Mi amiga arremetió: “La lógica es que creciera en consistencia”.
Su razonamiento dictaba que si el primer duelo fue maravilloso, el segundo debía ser espléndido y el tercero, con Suecia, magnánimo. Mis pulgares le respondieron: “Un equipo no siempre es evolutivo” y pensé: “tremenda frase, pletórica de sabiduría”. Era algo como un gong (coreano) en un bosque silencioso. ¿Pero era eral? Más o menos.
Algo poseía de cierto: no todos los equipos que juegan un partido bien juegan el siguiente mejor. El futbol no lo hacen computadoras, sino personas que un día salen sin fuerza porque los dejó su mujer, o les duele el tobillo, o no comprendieron al técnico, o el clima era infernal y el crack abandona el campo por un golpe de calor, o ese día los 11 genios que se entienden prodigiosamente no ligan dos pases por alguna misteriosa causa.
De acuerdo, el futbol no es una incontenible línea que asciende sino una línea que suele subir y bajar súbitamente por miles de azarosas circunstancias. Pero convengamos que el México de esta primera fase de Rusia 2018 es una anomalía sorprendente.
Tras un excelente desempeño al inicio del Mundial, ayer fallaron hasta el hartazgo al frente (el equipo tiene poquísimo gol), condujeron la bola con exasperante lentitud, y su marca blanda como flan dejó que Suecia les toqueteara a placer la pelota.
México se la pasó lamentando su riquísimo catálogo de errores. Pero el símbolo, el microcosmos del desastre, fue el tercer gol europeo.
Vamos paso por paso:
1.- Layún, que estaba junto a Claesson y podía meter el botín, solo observó y dejó que centrara pese a que sabía que los suecos eran altos para cabecear.
2.- Moreno, pegado a Thelin, saltó sin convicción, acaso con miedo a lastimar su cara, y permitió que el rival la peinara.
3.- Pese a que tuvo tiempo para trabar a Toivonen (hacia quien iba la bola), Edson la abanicó aun cuando iba lenta, sin efecto, ideal para despejarla hasta el fin del mundo.
4.- Edson no sólo no golpeó la bola, sino que ésta lo golpeó a él (como si le dijera: si tú no me pegas, yo sí). Lo siguiente, un autogol doloroso como ridículo: con la mano.
Cuando Ochoa vio al balón entrando al arco con dos botes lentos, incrédulo cerró los ojos. Y los millones de mexicanos que vimos esa jugada absurda también los cerramos: no concebíamos que se conjugaran esos feísimos yerros, y que la secuencia acabara del peor modo: mientras la falla hacía reír a todo Suecia, el gracioso gol en contra de mano nos acuchillaba el corazón.
En síntesis, la jugada fue una escena de Los Tres Chiflados, pero sin Moe, Curly y Larry, sino con una selección verde como protagonista.
Viene Brasil, no hay opción: esa línea que nació elevada contra Alemania, bajó ante Corea y se derrumbó frente a Suecia, debe volver a subir. El lunes no se puede jugar como Los Tres Chiflados.