Vi la gran calvicie que lo cubre, la sombra de canas que se expande en los costados de su cráneo, y en pleno España-Irán tomé el celular para que Wikipedia me diera datos de esos síntomas de madurez que intuía excesivos: “Fecha de nacimiento: 11 de mayo de 1984”. “34 años –pensé-, qué joven”, volví al partido y a Andrés Iniesta. Y entonces me concentré en él: bajaba a buscar balones para iniciar los ataques de su equipo. Y si el rival la tenía metía la punta del pie o el empeine o la pierna completa, y extirpaba pelotas a los asiáticos. Y después araba brechas como un tractorcito por los costados del campo para forzar con su ligereza al esquema táctico iraní que por lapsos era algo como un 1-9-1, y más tarde oscilaba como péndulo fuera del área para descubrir una grieta insignificante en la aglomeración maciza y pasar el balón.
Como su selección no podía, él mismo embestía a veces entre la muchedumbre de musculosos gigantones morenos que pecho erguido vigilaban el arco: en ese instante visualicé a un niño solitario buscando pequeños claros para escabullirse hacia un vagón en Metro Balderas un viernes a las 6 pm, y así vender sus pepitas y en la noche poder comer.
Nada, nada, nada. España no podía, pero su jefe se empeñaba desde su 1 metro 71, desde ahí abajo imaginando y trabajando, imaginando y trabajando, como un minero que en medio de la oscuridad machaca la piedra con su pico horas y horas, inquieto y sudoroso busca vetas ocultas por aquí y allá, persistente, sabio, terco, silencioso, ante la mirada impávida de sus colegas que amenazan abandonar su faena inútil porque el dorado filón de cuarzo en medio del monumental muro estéril no termina de aparecer, y hay que volver a casa para descansar. Pero ayer Andrés no quería descansar: duro y dale seguía quebrando la roca porque sabía que sólo así en algún momento surgiría el destello dorado. Levantaba la mirada eléctrica de sus ojos chiquitos, y si de este lado no podía cambiaba de dirección contra lo que dicta la gravedad corporal, con un quiebre brusco de autito de control remoto y no de articulaciones y músculos.
Gran trabajo!! Grandes sensaciones!!! Equipo!! 💪🏻⚽️🇪🇸 pic.twitter.com/SdHOoFfKvH
— Andrés Iniesta (@andresiniesta8) June 16, 2018
Pasaban los minutos, y el Irán del técnico Queiroz se mantenía saludable, sin apuros en la misión del empate. Parecía que ante su agotador empeño múltiple, creativo pero infructuoso, el patrón Fernando Hierro diría a su soldado ejemplar: “Suficiente, Andrés, vete ya a descansar”.
Menos mal que se quedó callado.
Llegó el minuto 53 con 29 segundos. Iniesta recibió un pase de la derecha, estirando la pierna dejó atrás a un defensor, y dio varios pasitos. Y cuando otros dos adversarios se aproximaban para meterle la pata debió pensar algo como “esta vez no me enfrento a mis verdugos”; se acomodó para asistir. Diego Costa perfiló su robusto cuerpo hacia Andrés, como si gritara sin abrir la boca “aquí estoy”. Antes que los zagueros lo trabaran Iniesta enconchó el tórax, formó una especie de armadura de costillas, clavícula, hombros, que protegiera al balón en su viaje libre y riesgoso al delantero para sortear el área superpoblada. El goleador recibió, dio media vuelta y al fondo.
Andrés levantó apenas el brazo derecho ante el gol de su compañero, y despacito, cansado, sin euforia y una tenue pero satisfecha alegría, trotó para abrazar a sus amigos. Celebró así, sin ínfulas ni aspavientos: tras mucho picar la piedra había encontrado el dorado filón de cuarzo en medio de la nada. Deber cumplido.
Y ahora sí, poco más tarde llegó el “Suficiente, Andrés, vete ya a descansar”. Andrés salió del campo. Calvo, canoso: y no por la edad sino porque desde que es futbolista trabaja el doble, crea el doble. Andrés vive siempre el doble: ha valido la pena.